Capítulo I
El sabor de una lengua arcaica
Entonces puso cara hacia Dagan, en la fuente de los dos ríos; en el seno de los arroyos de las profundidades. Y a los pies de Dagan se inclinó y le rindió honores.
Ciclo de Ba’al – Discusión sobre la sucesión de Ba’al
En mi país los ascensores tienen espejos y aquí no. Fue una de las primeras cosas que me asombró, pero no la última. Quizás estaba demasiado embelesado por la invitación. El prestigio de esta universidad es único. Y hacer una pasantía en el Departamento de Lenguas Ancestrales era un sueño. Y más con una paga exuberante. Si bien en los mentideros académicos me tienen por un erudito, nunca imaginé semejante convite.
Sabrán disculpar la aparente falta de modestia, pero soy uno de los pocos expertos en ugarítico, lengua semítica que se habló en la costa oriental del Mar Mediterráneo hace más de cuatro mil años. Se habló y se escribió, porque quizás sea uno de los idiomas mejor documentados merced al descubrimiento de una multiplicidad de tablillas. Y, justamente, me convocaron para trabajar en la indócil traducción de una de las últimas que cedió el desierto.
Desde la primera lectura me impresionó como de una antigüedad desmesurada. Había algo impreciso, cierta sutileza en las declinaciones, que me persuadió de estar frente a una protolengua anterior al sumerio. Ya sé que es algo que impugna el dictamen de las principales lumbreras. Pero en realidad ¿qué sabemos de los tiempos antepasados?
La fórmula era confusa, sin embargo, asumí que era algún tipo de invocación mágica al dios Dagan. Fue una intuición porque no se parecía en nada a las estelas que se hallaron en la acrópolis de Ugarit. El texto estaba rodeado con dibujos de una fauna marina anómala y desconocida. No descarto que fueran representaciones de una deidad ignota, con más de anfibio que de hombre. El conjunto tenía algo de blasfemo y recorrer el bajorrelieve con los dedos me producía un escalofrío repugnante.
Varias veces estuve tentado de abandonar. Pero con mi renombre no podía hacer eso. Y mucho menos, con una fortuna pagada por anticipado. Así que extirpé mis pruritos y me dediqué a aquello para lo que me habían contratado. Pocas veces he cometido una insensatez mayor. De haberlo sabido, me hubiera matado ahí mismo. Pero es tarde para todo. Tarde para los remordimientos, tarde para las lamentaciones. Es tarde hasta para morir.
Capítulo II
Un salmo diferente
Oh Dagan, Hijo del Mar, oh Dagan, Hijo de la Confluencia, ábrase una abertura en la casa, una ventana en el palacio y ábrase un orificio en las nubes.
Ciclo de Ba’al – Preparativos y banquete divino
Tampoco los baños tienen espejos. No sé cómo hacen. O qué hacen. Igual no me importa. Trabajo todo el día solo. Nadie me controla. El sistema se basa en la confianza. Es mejor así porque con esta minusvalía me cuesta mucho relacionarme. Soy un solitario. Quiero ser claro, la sordera de nacimiento no me impide realizar mis tareas, al contrario, puedo escuchar en mi cabeza lo que traduzco sin que nada me distraiga.
No se me escapa que puede parecer un disparate, pero cuando me doblo con una lupa sobre el trazo cuneiforme, el ugarítico vuelve a resonar en mi cerebro y dialogo con los escribas y sacerdotes que dejaron su huella en la arcilla. Aunque no hay sustantivos petrificados en la lava ni verbos preservados en una gota de ámbar, yo los oigo. Y ellos también. Los intuyo, los conozco. Sé de sus pesares, sus esperanzas. Sé de su impiedad.
Por ejemplo, este conjuro es una maldición para despertar la ira del Dios-Pez contra el invasor Imperio de Hatti. Y tiene una ferocidad inusitada, una sed de venganza que conmueve. El daño que reclaman es espantoso. Para liberarse del vasallaje hitita, la oferta inicial incluía la promesa de hacer holocausto con todos los vencidos, no sólo a los guerreros, también a las mujeres, niños, ancianos y aún, las bestias. Pero parece que la indolente voracidad de Dagan no estuvo satisfecha y reclamó una mayor cantidad de sacrificios. Más sangrientos. Y con total prescindencia sobre el origen. Sean de la ciudad enemiga o los propios juramentados: hacía falta más dolor.
Sin embargo, no estoy seguro y pudiera ser un error de interpretación, pero hay ciertas conjugaciones que me llenan de incertidumbre. Si tomo el vocablo aniquilar de forma aislada, la forma verbal puede hospedar a cualquier función en cuanto al tiempo y el espacio. Pero la palabra que me está faltando es la que define si el mal ya sucedió de una vez para siempre o anida en los tiempos por venir.
La enojosa grafía tiene un poder hipnótico. Hay un cuchicheo bestial que recorre cada frase y que me despierta miedos pretéritos. Debería haberme arrancado los ojos antes de pasar tantas noches luchando con el anatema díscolo. Pero nunca pude adivinar la celada.
Capítulo III
La ultima palabra
Obedeció Ba’al el Poderoso; amó a un gran pez en Pestilencia… acostándose con ella setenta veces siete; y la bestia marina concibió y parió un muchacho.
Ciclo de Ba’al – Ba’al engendra un descendiente
Mi lugar de trabajo está en el segundo subsuelo, en la ampliación de la parte nueva. Se conoce que avanzaron hasta muy cerca del río. Estoy bien lejos de todo, pero el aislamiento facilita mi soledad. Es así como me gusta. Para salir debo peregrinar por pasillos silenciosos hasta el único ascensor, justo frente a una rajadura gigante que está en refacciones.
Mi audífono enloquece cada vez que paso ante la pared dañada cuya entrada está cubierta con unos plásticos negros. Alguna vez husmeé detrás de la cortina y vislumbré un pasadizo que comunica con el ala antigua, la que está abandonada después de la inundación. Me hubiera encantado aventurarme más allá pero el chillido me hacía suponer la presencia de algún sistema de vigilancia. Tenía una gran curiosidad por las famosas catacumbas que, dicen, llegaban hasta el mar, pero no quería que me atraparan husmeando. Además, sentía que algo ominoso acechaba al fin de la galería. Pero no quiero anticiparme.
Anoche se me hizo tarde luchando con la última palabra, las más sediciosa, pero el esfuerzo valió la pena porque al fin completé el texto de la maldición. Con enorme alegría la recité en voz alta y de forma imprevista me sacudió una agitación que me dejó exhausto y no sé si no me dormí. Me incomodé tanto que decidí marcharme. Amplificados por el auricular, mis pasos sonaban huecos en el pasillo.
Sin embargo, al buscar el ascensor, mi audífono no vibró y me dejé tentar por la curiosidad. Traspasé los plásticos y desanduve el corredor con olor a humedad vieja. En las paredes podían verse las marcas del aluvión. A medida que me iba acercando empecé a sentirme más descompuesto. Algo inmundo anidaba en mi estómago. Tenía arcadas y los contornos se tornaron difusos, como de planos superpuestos, que iban y venían, en una infame intercalación de dimensiones. Pensé que alucinaba. Pero cuando me asaltó el olor a pescado podrido, supe que el terror era real.
Me apoyé en el muro para recobrar el aire y sentí que las paredes vibraban. Pensé en la fuerza del río. Pero también en un canto, un salmo. Una melopea. Ojalá no hubiera me hubiera desviado en mi camino. Ojalá hubiera sido ajeno a todo aquello.
Capítulo IV
Un banquete inmundo
“¿O en verdad mi apetito devora montones?”
Ciclo de Ba’al – Transmisión del mensaje a Ba’lu
Como atraído por un imán avancé por la galería. El aire se volvió nocivo. No sé si por la humedad que rezumaba las paredes o por la niebla viscosa, pero todo cobró las dimensiones de un mal sueño. Sabía que me aguardaba lo siniestro y lo abominable y sin embargo no podía detenerme.
Al final de la senda entré como en una especie de cripta. En torno a un altar de piedra se congregaban un sinnúmero de hombres ataviados con capas púrpuras rematadas por unas capuchas cónicas. Sobre el lado izquierdo del pecho llevaban bordado un sello en hilos dorados que decía “Orden Esotérica…” de algo que no podía leer. Parecían en trance porque, mientras recitaban una oración, se balanceaban en un movimiento que recordaba a las olas del mar. Al principio me costó entender, pero con algún esfuerzo comprendí que se trataba de un ugarítico trabajado por la barbarie y el tedio.
Para completar la desorientación, mi benefactor, el eminente profesor John Patrick Whateley III, presidía el rezo. Como en un eco de antiguas leyendas, la antífona aborrecible amplificó el vahído glutinoso que me oprimía.
Los celebrantes cedieron espacio a una doncella desnuda que hicieron yacer sobre el ara sacrificial. La piel de la infortunada se erizó al contacto con la piedra. Con el auxilio de un par de acólitos, el Gran Maestre elevó un cuenco de cristal. Alcancé a ver un reflejo cóncavo. La visión fue pavorosa y no sé qué me asqueó más, si las extremidades palmeadas o la desproporción de los brazos escamosos. No, aún peor: la giba recargada de espinas, los labios húmedos, desaforadamente gruesos y fofos. Y esos ojos como canicas saltonas con una depravación que estremecía.
Volví a mirar a la chica y me sorprendió una mano que le recorría el cuerpo. Un dedo laminoso, y por momentos, fosforescente, coronado por una garra demencial, fue dejando un trazo codicioso por la orografía femenina.
Sin embargo, algo en la perspectiva me incomodó. Quizás mis sentidos no estuvieran del todo bien. Ese mareo, ese vértigo agobiante. Me forcé a fijar la vista. Después de la garra, seguía un brazo, mi brazo. Y luego mi hombro, y luego mi torso. Y luego, luego… enloquecí.
Pablo Martínez Burkett
(Santa Fe, 1965).
Es abogado de profesión, pero escritor de vocación. Tiene premios en concursos que ya no se acuerda. Escribió para la radio, revistas, antologías, blogs, listas de supermercado y diarios íntimos. Es curador de ciclos de lectura, dicta seminarios y talleres y se las da de charlista profesional. Le publicaron los libros: Forjador de penumbras (2011), Los ojos de la divinidad (2013), Mondo Cane (2016). Luz azuL (2020) que salió en Bolivia y El banquete de Tántalo (2022).
Referente del terror y gran divulgador de géneros narrativos populares, Pablo Martínez Burkett elabora una interesante recreación de dos clásicos cuentos Lovecraft en una misma historia cuyo desenlace –al igual que las antiquísimas estelas ugaríticas a cuyo estudio se aboca el narrador– está cifrado en las primeras palabras del texto.