Cada año, el comienzo del ciclo lectivo nos pone «en carne viva» emocional. Cuadernos en blanco, preparativos, organización de agendas familiares y escolares generan en nosotros emociones intensas y únicas. Seguramente todos recordemos esa noche previa a la vuelta a clases, con el entusiasmo por reencontrarnos con nuestros compañeros, la incertidumbre respecto a qué maestra «tocará», la preocupación por los próximos contenidos y por las responsabilidades nuevas.
Probablemente también venga a nuestra memoria esa ansiedad o quizás temor por volver a reunirse, la tristeza por dejar atrás las vacaciones, la rabia por no poder seguir durmiendo hasta tarde.
Los docentes sabemos que cada año representa un nuevo desafío, que también a nosotros nos emocionan los comienzos y que esas emociones muchas veces están mezcladas, desordenadas y hasta contrapuestas. Estudiantes, maestros y profesores, personal de las escuelas, familias, todos sentimos y nos alborotamos un poco por eso. Hoy surgen algunas preguntas vinculadas a esos sentimientos y emociones.
Desde hace unos años se vienen debatiendo proyectos legislativos referidos a la educación emocional e inclusive en algunas provincias ya se han sancionado algunas normas al respecto. Como vivimos en una época «polarizada», la primera reacción frente a cualquier debate suele ser estar a favor o en contra. Esta dicotomía de sumarse u oponerse es la posición más simple, y el caso de la educación emocional no escapa a la misma.
Yo prefiero, en cambio, tratar de reflexionar sobre algunas cuestiones que surgen del debate de este proyecto de ley. En primer lugar, me pregunto si alguna vez las emociones han quedado afuera de las escuelas, si es posible que algún docente se despoje de toda emocionalidad al dar clase. Y la respuesta claramente es que no, porque las emociones siempre han estado y están presentes en las escuelas sin necesidad de desarrollarlas en forma teórica. La diferencia sería, entonces, que se propone que esas emociones (de estudiantes y docentes) sean trabajadas curricularmente: que se enseñen, ejerciten, practiquen y evalúen.
Otra cuestión que plantea este proyecto de ley es la búsqueda de un «aprovechamiento productivo» de las emociones, que francamente me preocupa. Parecería que, a tono con el clima de la época, hasta lo que sentimos debería generarnos alguna «ganancia» o beneficio tangible.
Propone también el proyecto que los niños, niñas y adolescentes se conozcan a sí mismos, se autorregulen, desarrollen la empatía y las habilidades sociales. Si bien estos son ejes educativos básicos, que están presentes desde nivel inicial, me pregunto cómo se encuadrarían, desde dónde se trabajarían, si se pueden proponer como una «asignatura» o si en realidad lo que nos hace falta es tiempo y espacio para poder mirar y mirarnos, poner palabras, escuchar y escucharnos.
Tal vez lo que necesitemos sea ejercer nuestros derechos a emocionarnos -como dice Pescetti- de manera desordenada, superpuesta, fuera de horario, selectiva, distinta a la del resto.
Quizás nos sirva reconocer que a todos nos duelen cosas diferentes, que no nos entusiasmamos y enorgullecemos con lo mismo, que podemos sentir también emociones «con mala prensa» y que eso no nos descalifica.
Que las emociones en educación sean bienvenidas, alojadas, percibidas y transformadas. Que nadie sea juzgado por aquello que siente, que sepamos diferenciar el sentir del pensar y del hacer. Que podamos construir juntos un espacio en el que no todo tenga que ser explicado o evaluado y, sobre todo, que nadie sea discriminado por expresar sus emociones.
María Zysman es directora de Libres de Bullying (www.libresdebullying.com.ar), autora de «Bullying. Cómo prevenir e intervenir en situaciones de acoso escolar» y «Ciberbullying.