Durante la semana que concluye, una nueva modalidad delictiva ha ganado las calles y, por consiguiente, los titulares de los diarios y los informativos de radio y televisión. Grupos de autoconvocados -mediante mensajes telefónicos y por las redes sociales- se dedicaron a robar comercios en distintas localidades del país.
En su gran mayoría, los hechos delictivos fueron cometidos por adolescentes y jóvenes menores de edad. Agrupados como si fueran pirañas, entraron a locales comerciales y, en pocos minutos, se llevaron lo que pudieron, desde bebidas alcohólicas y cigarrillos hasta electrodomésticos.
Instantáneamente, los medios de comunicación desempolvaron una palabra que significa mucho en la historia política reciente: saqueos. Al límite de la imprudencia, algunos hablaron de una “ola de saqueos”, alimentando y retroalimentando un miedo generalizado que puso en vilo a la sociedad.
La memoria colectiva de quienes vivimos aquellos tiempos nos llevó a los tristemente célebres sucesos de los años 1989 y 2001 que, vale la pena recordarlo, terminaron abrupta y violentamente con las renuncias de los presidentes radicales Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, respectivamente.
Sin embargo, lo sucedido a lo largo de esta semana, poco y nada tuvo que ver con los referidos episodios. Los robos perpetrados durante estos días no estuvieron protagonizados por personas en situación de indigencia, dispuestas a violar la ley para hacerse de alimentos básicos para sobrevivir.
En Córdoba, particularmente, muchos recodaron los sucesos acecidos en 2013, cuando la policía (o, mejor dicho, una parte de esa fuerza) hizo una huelga que dejó indefensa a la población y a merced del accionar de los delincuentes. Tampoco fue esa la situación. Esta vez, la policía estuvo del lado de la gente.
Dicho eso, es necesario y urgente reflexionar sobre las causas de fondo de este nuevo fenómeno criminal. ¿Por qué hay adolescentes y jóvenes menores de edad, integrantes de nuestra sociedad, que violan las leyes vigentes tan desaprensivamente? ¿Qué los motiva a actuar de semejante manera?
La pregunta implica respuestas complejas. No se trata de una causa sino de una multiplicidad de factores a abordar desde la criminología, la sociología y la psicología.
Estas hordas delictivas, compuestas por personas que deberían estar estudiando o trabajando, son una consecuencia de algo más profundo.
No son los pobres ni excluidos
Una respuesta fácil a la que apelan muchos dirigentes políticos, es decir que estos fenómenos delictivos se deben a la pobreza y a la exclusión. Sin dudas, ambos flagelos deben ser combatidos, porque vulneran la dignidad de las personas que sufren esas situaciones, no porque generen más delincuencia.
Sostener que la pobreza y la exclusión son las causas principales de la inseguridad es facilista y, sobre todo, prejuicioso. No hay ningún estudio científico que demuestre una relación de causalidad entre el aumento de la pobreza o la exclusión y el incremento de los delitos.
Si “a más pobreza o exclusión, más delincuencia”, entonces, “a mayor cantidad de pobres o excluidos, mayor cantidad de delincuentes”. Un razonamiento como ese es falaz. Está claro que no todos los pobres o excluidos son delincuentes ni todos los delincuentes son pobres o excluidos.
Evidentemente, frente a hechos como los sucedidos, las fuerzas de seguridad deben reaccionar en tiempo y forma, garantizando la paz y la tranquilidad de quienes sienten miedo a ser víctimas del accionar criminal. Pero sepamos que están trabajando sobre los efectos de un problema cuyas causas son mucho más complejas.
Desde ya, las fuerzas de seguridad deben estar preparadas para acontecimientos como estos. Es clave que sus integrantes sean personas idóneas, seleccionadas, entrenadas, capacitadas y formadas adecuadamente. También hace falta que cuenten con la tecnología, los armamentos y equipamientos correspondientes.
No obstante, las políticas de seguridad de fondo, a mediano y largo plazo, deben proponerse como uno de sus objetivos principales la reconstrucción de los lazos de convivencia que hemos perdido. No tendremos más seguridad si no logramos mejor convivencia, son dos caras de una misma moneda.
A la pobreza y a la exclusión se las derrota con políticas económicas de producción y empleo. Mientras tanto, las políticas de seguridad (nacionales, provinciales y municipales) se deben enfocar en disuadir, prevenir y reprimir la comisión de hechos delictivos, siempre en el marco de ley y el Estado de Derecho.
Al mismo tiempo, si queremos ir a los orígenes de la cuestión, hace falta que el Estado y la sociedad establezcan una gran alianza para recomponer un tejido social dañado.
No alcanza con aumentar las sanciones o las penas. Es inconducente modificar leyes a las apuradas, sin encarar las causas de fondo.