Río de Janeiro vuelve a ser escenario de una guerra que el Estado insiste en llamar “operativo de seguridad”. Ciento treinta y dos, cuatro de ellos policías. Calles desiertas, escuelas cerradas, y una ciudad que vive, una vez más, bajo el sonido de las balas. En Brasil, la violencia se volvió un paisaje más: se la acepta, se la justifica, se la normaliza. Pero lo que ocurrió en las favelas del norte carioca no fue un enfrentamiento, sino una masacre.
El gobernador Cláudio Castro —aliado del bolsonarismo y autoproclamado defensor del “orden”— mostró con orgullo un video donde un dron policial lanza un proyectil. “Es narcoterrorismo”, dijo. En esa frase cabe todo el drama de Brasil: un país que militariza sus barrios más pobres, que convierte la pobreza en enemigo interno y que, al mismo tiempo, se indigna cuando la ONU o Human Rights Watch hablan de “violaciones a los derechos humanos”.
El Comando Vermelho es, sin duda, una organización criminal poderosa. Nació en las cárceles de los años setenta, en pleno régimen militar, y desde entonces domina el tráfico de drogas en Río. Pero su poder se alimenta, también, del abandono estatal, de la desigualdad estructural, de una sociedad que produce marginalidad y después la extermina. En nombre de la seguridad, el Estado brasileño libra una guerra que no puede ganar porque combate contra sus propios ciudadanos.
Mientras los drones sobrevolaban Vila Cruzeiro y Penha, los medios hablaban de “enfrentamientos”. Pero en los videos, en las fotos, lo que se ve son cuerpos en las calles, jóvenes descalzos y sin camiseta, mujeres llorando frente a hospitales, niños escondidos debajo de las camas. En la favela, la policía entra como si estuviera en territorio enemigo. No hay derechos, no hay presunción de inocencia, no hay ley. Solo hay fuego cruzado.
Carolina Grillo, especialista en crimen organizado, lo explicó con crudeza: “Las personas llevan sus rutinas relativamente en paz, excepto en momentos de guerra u operaciones policiales”. La paradoja es brutal: los habitantes temen más al Estado que a los narcotraficantes. Y esa lógica del miedo permanente es la que sostiene la política de seguridad de Río desde hace décadas.
Cada gobierno promete erradicar el narcotráfico. Ninguno lo logra. Lula, que ahora enfrenta presiones internas e internacionales, heredó un país donde la policía mata en promedio dos personas por día solo en Río. Durante el bolsonarismo, se naturalizó el lenguaje de la guerra: “bandido bom é bandido morto”. Hoy, aun con un gobierno de signo opuesto, la maquinaria represiva sigue funcionando igual. Cambian los discursos, pero no los métodos.
La tragedia de Río tiene raíces profundas. En el Brasil de la desigualdad obscena, las favelas son territorios donde la vida vale menos. La policía entra a matar, y el Estado se retira cuando se apagan los tiros. No hay políticas de inclusión, no hay empleo, no hay escuelas funcionando. Hay, en cambio, helicópteros, fusiles y drones. Medio siglo después de la dictadura, la lógica de la “seguridad nacional” sigue intacta: el enemigo está dentro.
Las organizaciones de derechos humanos hablaron de “terror de Estado”. El gobierno federal promete investigar, pero la historia brasileña demuestra que pocas veces hay consecuencias. La impunidad se sostiene en el relato de que “los muertos eran delincuentes”. Como si eso justificara todo. Como si en una democracia fuera aceptable ejecutar sin juicio previo.
Río arde, una vez más, en vísperas del cumpleaños número ochenta de Lula. El presidente, que encarna para muchos la esperanza de una izquierda capaz de reconciliar justicia social con orden, enfrenta una prueba crucial: romper con el paradigma punitivo que atraviesa la política brasileña. Pero eso implicaría confrontar no solo con los sectores conservadores, sino también con una parte de la sociedad que ve en la represión una forma de redención.
El operativo que dejó 132 muertos no es una excepción. Es la norma. Brasil lleva décadas administrando la violencia como si fuera política pública. Las favelas, convertidas en laboratorios de control social, son el espejo más nítido de un país fracturado entre quienes pueden vivir sin miedo y quienes aprenden a convivir con él.
Río de Janeiro, la “cidade maravilhosa”, vuelve a mostrar su rostro más cruel: el de un Estado que, incapaz de ofrecer futuro, impone silencio a través del plomo. En las colinas donde el samba nació, el sonido de los tambores fue reemplazado por el de los fusiles. Y mientras tanto, el mundo mira horrorizado, pero con la misma indiferencia de siempre. Porque la violencia latinoamericana, cuando no amenaza al turismo ni a los mercados, se consume como espectáculo.
Al final del día, los muertos en Río no son noticia por su nombre, sino por su número. Ciento treinta y dos. Otro episodio más en una guerra que Brasil nunca decidió declarar, pero que sigue librando todos los días, contra sí mismo.









