Colombia nunca había tenido a un presidente que se reivindicara realmente de izquierda. Hasta esta semana. Durante los tiempos del llamado “giro a la izquierda” en América Latina, el ex presidente Álvaro Uribe -siempre alineado con los Estados Unidos- se enfrentó abiertamente al chavismo y a los gobiernos progresistas de aquel momento. Lo más cercano a un gobierno de izquierda en tierras cafeteras podría haber sido el Jorge Eliécer Gaitán, del Partido Liberal, cuyo asesinato en 1948 desató el llamado Bogotazo, y dio el pistoletazo de salida a una cruenta guerra civil entre los liberales y los conservadores, con más de 200.000 muertos.
Tras el final de la guerra civil, tanto liberales como conservadores se alternaron en el poder, marginaron a las fuerzas políticas de izquierda, y establecieron un sistema político pétreo, sin grandes variaciones, donde nada realmente importante se transformaría durante medio siglo. Se estableció, entonces, un consenso absoluto entre ambos partidos a la hora de combatir a las guerrillas y de no tocar las estructuras sociales imperantes, en un país con una profunda desigual distribución de la tierra y del ingreso. En paralelo, a partir de los años 70 los carteles de droga cometieron cuatro magnicidios contra distintos candidatos presidenciales. Esto comenzará a cambiar radicalmente a partir de ahora, con el gobierno de Gustavo Petro y de Francia Márquez, la primera mujer en acceder a la vicepresidencia en toda la historia colombiana, además, ligada estrechamente a las luchas indígenas y afrocolombianas.
Políticamente, Gustavo Petro proviene de las guerrillas que combatieron contra el gobierno durante décadas, especialmente a partir de los años 60 y 70. El ahora presidente electo fue parte de la guerrilla Movimiento 19 de Abril, conocido como M-19. Si bien integró el grupo guerrillero a finales de los 70, contando con apenas 18 años, este dato fue usado constantemente por sus contrincantes durante la campaña presidencial. Más allá de esto, Petro desplegó una actividad política legal, que lo llevó a ser concejal de la ciudad de Zipaquirá. En aquel momento, aunque Colombia no atravesaba una dictadura militar propiamente dicha, sí regía un Estado de Sitio casi permanente, por lo que, en 1984, Petro ingresó a prisión. Al año siguiente el M-19 protagonizó la sangrienta toma del Palacio de Justicia, donde murieron 98 personas y desaparecieron otras 11. Finalmente, la guerrilla se desmovilizó en 1990, tras los acuerdos de paz establecidos con el gobierno del entonces presidente Virgilio Barco.
Petro retornó a la vida civil. Intentó sin éxito ser alcalde de Bogotá en 1997, para finalmente lograrlo en 2012, previo paso por el Senado. En diciembre de 2012, la Procuraduría General de la Nación lo destituyó y lo inhabilitó por 15 años para ejercer cargos públicos, supuestamente por haber afectado la salud pública tras la crisis de basura, que sucedió en la capital del país en diciembre de 2012. Petro se presentó ante el Tribunal Superior y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los que emitieron medidas cautelares en su favor. El 22 de abril de 2014, el Tribunal Superior de Bogotá ordenó acatar las cautelares, por lo que Petro regresó al cargo luego de 35 días de su destitución. Posteriormente, también quedó sin efecto su inhabilitación.
El actual presidente ya había intentado acceder al cargo más importante de su país en distintas ocasiones. Fue candidato en 2010 y en 2018, si bien en ambos casos fue derrotado, en 2018 pudo alcanzar la segunda vuelta. Se une así a una larga tradición de lideres políticos obstinados, en el mejor sentido de la palabra. Como el caso del brasileño Lula Da Silva, quién intentó varias veces ser presidente hasta que finalmente logró llegar al Planalto.
La victoria de Petro es una gran noticia para la izquierda latinoamericana, al mismo tiempo que representa una dura derrota para la más rancia ultraderecha. Tanto Chile como Colombia siempre fueron los ejemplos paradigmáticos de los liberales de derecha latinoamericana. Lo cierto es que hoy ya hay más gobiernos progresistas, o de centro izquierda, en América Latina que en las décadas de los 2000 y los 2010.
Sí es cierto que aún faltan liderazgos claros, y un contexto internacional más favorable, como el que había durante aquellos años. Esto puede comenzar a cambiar en caso de que Lula da Silva regrese al poder en su país. Por lo pronto, la ultraderecha latinoamericana parece encontrarse sin ideas, cada día jugando más en los márgenes de la política, despotricando contra fantasmas de existencia dudosa. Tras la finalización de la segunda Guerra Mundial quedaron unos cuantos soldados japoneses en la selva, creyendo durante décadas que la guerra aún seguía. En eso parecen andar por estas horas las derechas latinoamericanas, con el discurso de que la URSS todavía existe y la Guerra Fría continúa. Mientras tanto, los latinoamericanos simplemente quieren vivir mejor. Con una dirigencia política que este a la altura de los desafíos, las problemáticas y las circunstancias. Más allá de los extremos y las disputas de palacios.