Esa imagen que resurge en redes sociales cada cierto tiempo —el entonces cardenal Bergoglio viajando en el subte de Buenos Aires, rodeado de pasajeros sorprendidos— no es sólo una postal anecdótica. Es un manifiesto. Ahí, entre el roce de hombros, el vaivén de los vagones y el runrún de las conversaciones cotidianas, se condensaba toda una teología: la del pastor que rechazó los privilegios episcopales para mezclarse con su rebaño.
Mientras otros prelados circulaban en automóviles blindados, él optaba por el transporte público. No como gesto folclórico, sino como coherencia evangélica: «¿Cómo puedo hablar de pobreza si vivo como un príncipe?» parecía cuestionarse. Esa foto muestra a un hombre que ya entonces desafiaba la lógica del poder eclesiástico. La sotana raída, la sonrisa discreta, la mirada atenta a quienes lo rodeaban —jubilados, estudiantes, trabajadores— revelaban su convicción más profunda: la santidad está en la calle.
Parafraseando a Rodolfo Walsh, en el corazón de millones de hombres y mujeres, la noticia tardará en volverse tolerable. No es sólo Argentina, no son sólo los católicos, es el mundo entero el que llora la partida de un líder, de un pastor, de un ser humano excepcional, un hombre que encarnó el Evangelio no con palabras vacías, sino con gestos que conmovieron hasta a los más indiferentes. Francisco, el papa que eligió el nombre del santo de Asís, no fue un líder religioso más: fue un profeta de los tiempos modernos, un crítico feroz de la injusticia y, sobre todo, un padre para los que nadie más abrazaba.
Pocas personas llevan sobre sí el peso de la historia con tanta naturalidad, el espíritu hegeliano. Francisco fue una de ellas. Desde aquel «buenas tardes» sencillo y cálido en el balcón de San Pedro, rompió los moldes de lo que significaba ser papa. No necesitó coronas ni tronos; su autoridad venía de su coherencia. Jorge Mario Bergoglio, el hombre que viajaba en subte por Buenos Aires y visitaba las villas miseria, no cambió cuando vistió de blanco. Siguió siendo el mismo: cercano, humano, incómodo para los poderosos y consuelo para los débiles.
En una época marcada por el consumismo, la indiferencia y la desigualdad, Francisco alzó la voz con una claridad que resonó más allá de los muros del Vaticano. Denunció la «cultura del descarte», esa mentalidad cruel que trata a los pobres, los ancianos, los migrantes y los presos como sobras de un sistema despiadado. Criticó sin miedo a los mercados financieros que especulan con el hambre, a los políticos que construyen muros en lugar de puentes, y a una sociedad que valora más el tener que el ser.
Sus encíclicas Laudato Si’ y Fratelli Tutti no fueron solo documentos teológicos, sino llamados urgentes a la acción. En ellas, defendió que la Tierra «grita por el daño que le provocamos» y que la fraternidad no es un ideal romántico, sino una obligación moral. Para Francisco, la ecología y la justicia social eran inseparables: no se puede amar a Dios mientras se destruye su creación y se ignora al hermano sufriente.
Francisco no fue un papa de neutralidades cómplices. En el escenario global, su voz fue un martillo contra la hipocresía de los poderosos. Denunció las guerras «vendidas como defensa de derechos» mientras se comerciaban armas, clamó por los migrantes tratados como «mercancía humana» y desafió a las naciones ricas a dejar de saquear a los pobres. Su política internacional no se basó en alianzas estratégicas, sino en una pregunta incómoda: ¿Dónde están los crucificados de hoy? Apoyó el diálogo en Medio Oriente, condenó el bloqueo a Cuba y abogó por paz en el mundo sin caer en ingenuidades ni retóricas vacías. Para él, la paz no era la ausencia de conflictos, sino la presencia activa de justicia. «Ningún muro resuelve el hambre ni el dolor», repetía. Mientras el mundo dividía con fronteras, él unía con misericordia. Su legado es un desafío: la política debe servir al pueblo, no al poder.
Lo que diferenciaba a Francisco no eran sólo sus palabras, sino sus actos. Lavó los pies a presos, abrazó a enfermos de sida cuando el mundo les daba la espalda, abrió las puertas del Vaticano a refugiados y se negó a condenar desde un pedestal. «Prefiero una Iglesia accidentada por salir a la calle que una Iglesia enferma por encerrarse en sí misma», dijo. Y vivió esa convicción hasta el final.
Incluso después de su internación, su primera visita fue a una cárcel. «¿Quién necesita más de Cristo que alguien privado de libertad?», parecía decir con ese gesto. Mientras muchos líderes religiosos buscaban el aplauso de los ricos, él buscaba las miradas de los olvidados.
Hoy, mientras los poderosos respiran aliviados, los pobres lloran. Porque perdieron a un defensor, a uno de los suyos, al hombre que les recordó que «Dios prefiere los márgenes a los centros». Pero Francisco no se ha ido del todo. Su mensaje sigue vivo en cada joven que lucha por un planeta más limpio, en cada voluntario que sirve en un comedor comunitario, en cada sacerdote que elige la villa antes que la catedral.
Su vida fue un recordatorio de que el cristianismo no es una filosofía de salón, sino un camino de entrega radical. Como Jesús, él creyó que «el amor no es dar lo que te sobra, sino lo que te duele». Y eso lo vivió hasta las últimas consecuencias.
Francisco no cambió solo la Iglesia; desafió al mundo entero a mirarse al espejo. Nos obligó a preguntarnos: ¿Qué hacemos por los que sufren? ¿Somos cómplices del sistema que descarta a los débiles? ¿O somos, como él, constructores de esperanza?
Hoy, mientras algunos seguramente brindan puertas adentro, millones guardamos luto. Pero no es un luto de derrota, sino de promesa. Porque Francisco no predicó resignación, sino lucha. No pidió lágrimas, sino manos en acción.