Donald Trump volvió a poner al mundo en alerta. En un movimiento tan típico como inquietante, el presidente estadounidense amenazó a Rusia con aplicar aranceles “secundarios” del 100% si no se alcanza un acuerdo de paz en Ucrania en los próximos cincuenta días. La advertencia, lanzada con la teatralidad que caracteriza al magnate republicano, representa un giro en su retórica, tradicionalmente ambigua respecto al conflicto en Europa del Este. Pero también muestra que, en su segundo mandato, Trump no tiene reparos en usar toda la potencia económica de Estados Unidos como herramienta de presión geopolítica. Incluso —y sobre todo— si eso significa poner en jaque a aliados y rivales por igual.
Durante años, Trump cultivó una relación pragmática, y hasta amistosa, con Vladimir Putin. Fue uno de los pocos líderes occidentales que evitó criticar abiertamente al Kremlin en los inicios de la invasión rusa. Sin embargo, algo cambió. Ya no se trata de insinuaciones o diplomacia blanda: ahora, el líder estadounidense le pone fecha de vencimiento a la paciencia norteamericana con Moscú. La estrategia es clara: asfixiar económicamente a Rusia castigando también a quienes la sostienen indirectamente, como India o China. Si comprás petróleo ruso, dice Trump, pagás las consecuencias. Unilateralismo puro, made in USA.
No es casual que la amenaza se dé en un contexto donde la OTAN, empujada por el propio Trump, decidió aumentar su gasto en defensa al 5% del PBI. Esa cifra, impensable hace una década, habla de un cambio de paradigma en la seguridad internacional. Europa ya no puede —ni quiere— depender exclusivamente del escudo estadounidense. Pero Trump no busca ceder protagonismo, sino al contrario: pretende que la Alianza Atlántica sea funcional a su agenda, que Ucrania “pague por sus armas” y que los aliados entiendan que Washington ya no será benefactor gratuito de nadie.
Lo más llamativo es la mezcla entre dureza verbal y la frialdad contable de su política exterior. El envío de armamento “de primera” a Ucrania no se hace en nombre de la libertad, ni del derecho internacional, sino bajo la lógica de un contrato. “Las vamos a fabricar, pero ellos van a pagar por ellas”, dijo, como quien cierra un negocio. En su visión, la guerra puede ser una inversión rentable si se manejan bien los costos. Y la paz, un acuerdo que debe ser eficiente y no necesariamente justo.
Esta postura, sin embargo, está lejos de ser coherente con la tradición diplomática estadounidense. Históricamente, Washington utilizó su peso económico y militar para moldear el orden global en función de valores como la democracia liberal, al menos en el discurso. Trump rompe con esa narrativa: no le interesa un mundo democrático, sino un mundo donde EE.UU. gane. La amenaza del 100% de aranceles no busca frenar una guerra por razones humanitarias, sino presionar a Rusia desde una lógica de costo-beneficio. Se trata de imponer una paz favorable, rápida y que evite el desgaste prolongado de Occidente.
Mientras tanto, del otro lado, el Kremlin acusa el golpe, pero sin mostrar fisuras. El índice de la Bolsa de Moscú incluso subió tras el anuncio, quizás porque los inversores esperaban algo peor, o porque confían en la retórica clásica de Moscú: resistir, escalar y negociar desde la fuerza. En palabras del senador ruso Konstantin Kosachev, las amenazas de Trump son “mucho ruido y pocas nueces”. Pero la historia reciente muestra que subestimar al republicano puede ser un error de cálculo.
En sus declaraciones, Trump dejó ver su frustración: “pensé que teníamos un acuerdo hace dos meses”. La impaciencia del presidente contrasta con la lógica lenta, agotadora, de las guerras modernas. Para él, los conflictos deben resolverse como se cierra un trato inmobiliario: rápido, duro, sin sentimentalismos. Pero en Ucrania no hay departamentos en venta, sino territorios ocupados, muertos civiles, misiles y trincheras. La paz no llega por decreto, ni con amenazas. Llega —si llega— tras un largo proceso de desgaste, mediación y compromiso.
El riesgo es que, al querer forzar un acuerdo en 50 días, Trump termine escalando la guerra. Las sanciones secundarias pueden dañar severamente a socios clave del sistema económico global, como India, lo cual puede tensar aún más las relaciones con potencias que hasta ahora intentan mantenerse al margen del conflicto. Y el envío de más armas sin un plan político de salida solo profundiza el estancamiento. ¿Qué pasa si Rusia no cede? ¿Trump cumplirá su amenaza? ¿Y si no lo hace, quedará debilitado?
Además, su insistencia en que Ucrania pague por el armamento que recibe refuerza la percepción de que EE.UU. actúa más como mercenario que como aliado. Zelenski, por su parte, agradeció el gesto y habló de “trabajar de la manera más productiva posible” para lograr la paz. Pero detrás del lenguaje diplomático queda flotando una incómoda pregunta: ¿hasta qué punto Ucrania decide y hasta qué punto obedece?
Lo cierto es que la reaparición de Trump como protagonista de la política internacional no es solo un regreso, sino una mutación del poder estadounidense. Su estilo rompe con la lógica multilateral, desprecia las formas clásicas de la diplomacia y prioriza resultados inmediatos. En ese marco, el conflicto en Ucrania se convierte no en una causa moral, sino en un problema a resolver antes de las elecciones o de que se dispare el precio del petróleo.
Si Putin no firma un alto el fuego en menos de dos meses, el mundo podría entrar en una nueva fase del conflicto, donde las tensiones económicas escalen tanto como las militares. Trump juega con fuego, como de costumbre. Lo preocupante es que esta vez lo hace con la mecha ya encendida.