En 2025, hablar de genocidio en Gaza ya no es una exageración ni una consigna política. Es una afirmación sostenida por los datos, por las imágenes, por los testimonios, y hasta por sectores que históricamente respaldaron sin matices a Israel. Mientras el Estado hebreo bombardea campos de refugiados, escuelas, hospitales y zonas designadas como “seguras” por su propio ejército, la comunidad internacional observa con una mezcla de impotencia y complicidad. Se ha naturalizado lo impensable. El horror dejó de escandalizar. La repetición lo hizo costumbre.
Desde el 7 de octubre de 2023, la narrativa dominante intentó justificar la respuesta israelí como una legítima autodefensa frente al ataque de Hamas. Pero casi dos años después, esa explicación ya no se sostiene. Las cifras hablan por sí solas: más de 40.000 muertos, la mayoría mujeres y niños, miles de desaparecidos bajo los escombros, una hambruna deliberadamente provocada y una población entera sin acceso a agua potable, atención médica ni electricidad. La ONU ha utilizado el término “apartheid”. Varios organismos de derechos humanos hablan sin eufemismos de «crímenes de guerra». La Corte Internacional de Justicia ha instado —sin efecto— a detener la ofensiva. Mientras tanto, la maquinaria de muerte sigue su curso.
No se trata de una guerra entre dos Estados. No es un conflicto simétrico. Es la operación sistemática de un Estado colonizador sobre un pueblo ocupado y despojado. Desde 1948, Palestina ha sido víctima de una política de limpieza étnica progresiva, disimulada durante décadas bajo el ropaje del discurso de seguridad. Gaza, la franja más densamente poblada del mundo, se ha transformado en el laboratorio de esa violencia estructural: un gueto moderno, cercado por tierra, mar y aire, donde cada niño nace con la certeza de que su vida vale menos que la de cualquier otro en Tel Aviv, París o Nueva York.
En este contexto, la pregunta no debería ser si Israel tiene derecho a defenderse, sino si tiene derecho a aniquilar a un pueblo entero en nombre de esa defensa. El artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, firmada en 1948 como respuesta al Holocausto, establece con claridad qué actos constituyen un genocidio. Destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. ¿No es eso lo que está ocurriendo en Gaza? ¿Cómo llamarlo de otra forma sin traicionar el lenguaje y la historia?
Pero hay otra Palestina. La que resiste, la que escribe, la que enseña. La que no se rinde. La que sigue cultivando olivos entre los escombros. La que no acepta ser reducida a las siglas de una organización. Porque Palestina no es Hamas, como Israel no es solo Netanyahu. Palestina es el niño herido que aprende a leer en medio de una tienda de campaña. Es la madre que entierra a sus hijos sin poder llorar. Es la poeta que transforma el dolor en palabra. Es la historia de un pueblo al que le quieren arrebatar incluso el derecho a nombrarse.
El 29 de julio, el primer ministro británico Keir Starmer anunció que el Reino Unido reconocerá formalmente al Estado de Palestina en septiembre, salvo que Israel adopte “medidas sustanciales” en Gaza, incluido un alto el fuego. El anuncio, sin precedentes en la política exterior reciente de Londres, se suma al giro diplomático iniciado días antes por el presidente francés Emmanuel Macron, quien también prometió el reconocimiento durante la próxima Asamblea General de la ONU. En palabras del Ministerio de Exteriores francés: “Nada puede interponerse en el camino de una idea justa y clara”.
Se trata de un momento bisagra. No solo por la potencia política de los países involucrados, sino por la carga simbólica que implica que dos de los mayores aliados históricos de Israel comiencen a reconocer oficialmente a Palestina como Estado. Una jugada que, si bien tiene mucho de gesto político, también representa un cambio profundo en la narrativa internacional. Ya no se trata solo de denunciar la violencia en Gaza o de pedir “proporcionalidad”. Es un paso hacia legitimar, aunque sea de forma parcial, la autodeterminación de un pueblo que lleva más de 75 años sometido a ocupación, desplazamiento forzado y apartheid.
España, Irlanda y Noruega lo hicieron en 2024, desafiando la presión de Estados Unidos e Israel. Ahora se suman Francia y el Reino Unido. Puede que el reconocimiento no resuelva de inmediato la cuestión de las fronteras, el gobierno o la reconstrucción de Gaza. Pero pone en discusión un paradigma agotado. Porque seguir esperando a que “las condiciones estén dadas” ha significado, en la práctica, aceptar la expansión constante de los asentamientos ilegales, la demolición de hogares y la negación sistemática de derechos básicos.
Decía Aimé Césaire que el colonialismo es, ante todo, el intento de deshumanizar al otro. Y cuando se ha logrado que el otro ya no sea visto como un ser humano, todo está permitido. Gaza es el testimonio de ese proceso llevado a su extremo. Un espejo oscuro que nos muestra hasta dónde puede llegar la indiferencia global.
Cuando todo esto termine —si alguna vez termina—, no bastarán los informes ni las disculpas tardías. La historia juzgará a los que callaron, a los que mintieron, a los que justificaron lo injustificable. Porque hay momentos en los que no tomar partido es tomar partido. Y este es uno de ellos. Reconocer a Palestina hoy no es premiar a nadie. Es simplemente asumir que no puede haber paz duradera si no hay justicia ni igualdad entre las partes. La historia está cambiando. Y aunque llegue tarde, más vale que llegue.