El martes 27 de mayo amaneció con una nueva acusación de Moscú contra Bruselas: el canciller ruso Serguéi Lavrov responsabilizó a la Unión Europea por “sabotear el camino hacia la paz” en Ucrania. Según él, mientras Estados Unidos y Turquía respaldan los esfuerzos de negociación —materializados en las recientes rondas en Estambul—, Europa insiste en dinamitar cualquier intento de distensión.
Lavrov no se detuvo allí. Acusó a Francia de estar “en guerra con Rusia” por el uso de misiles de largo alcance franceses por parte de Ucrania y, en un tono que ya se ha vuelto marca registrada del Kremlin, afirmó que la UE ha “vuelto a alzar la bandera nazi para derrotar a Rusia”. No es la primera vez que Moscú instrumentaliza la memoria histórica, pero el aumento en la agresividad del discurso es un síntoma más del desorden internacional contemporáneo.
Detrás del ruido diplomático, los hechos en el terreno avanzan con otro ritmo. Mientras los cancilleres se reúnen y los comunicados se acumulan, Rusia consolidó una nueva ofensiva en el noreste de Ucrania, tomando el control de cuatro aldeas en la región de Sumy. La zona, limítrofe con Kursk, fue mencionada por Vladimir Putin como parte de una futura “zona de amortiguación” destinada a evitar incursiones ucranianas como las de 2023. En su habitual ambigüedad estratégica, Moscú habla de defensa mientras avanza posiciones.
Los bombardeos rusos sobre territorio ucraniano, que durante el fin de semana alcanzaron cifras récord —más de 900 drones lanzados entre viernes y domingo—, disminuyeron levemente durante la noche del lunes. Pero las intenciones del Kremlin están lejos de moderarse. Las autoridades ucranianas, por su parte, hablan de ataques masivos que han saturado las defensas aéreas. El 24 de mayo, por ejemplo, Rusia ejecutó un ataque de precisión contra instalaciones del complejo militar-industrial ucraniano en Kiev, según su propio Ministerio de Defensa.
Rusia justifica estas acciones como respuestas “exclusivamente militares” ante “ataques terroristas” de Ucrania, aunque el saldo incluye muertos civiles, entre ellos varios niños. Kiev, en tanto, advierte que el verdadero objetivo ruso es empujar la guerra cada vez más al centro del país.
La escalada militar coincide con un momento de máxima tensión política. Trump, en su intento por presentarse como mediador global, calificó a Putin de “loco” y sugirió que el presidente ruso está “jugando con fuego”. El Kremlin respondió con dureza pero luego moderó el tono, elogiando el “equilibrado enfoque” de la Casa Blanca. El juego retórico revela una realidad incómoda: Moscú necesita a Washington más de lo que está dispuesto a admitir.
En paralelo, Zelensky propuso una cumbre trilateral con Trump y Putin para exigir el fin de la invasión. La respuesta rusa fue el silencio, reforzado por la negativa a entregar un prometido “memorándum de paz” que el propio Putin dijo haber discutido con Trump en una llamada el 19 de mayo. El Vaticano fue descartado como sede por Moscú, y Ginebra aparece ahora como una opción alternativa. Mientras tanto, Turquía vuelve a posicionarse como anfitrión de futuras conversaciones.
El jefe de la delegación rusa, Vladímir Medinski, exministro de Cultura y negador de la soberanía ucraniana, sigue siendo un obstáculo simbólico y práctico. EE.UU. habría sugerido su reemplazo, pero Lavrov fue tajante: “Lo nombra Putin, no un líder extranjero”.
Así las cosas, el proceso de paz parece un juego de apariencias. Se negocia para mostrar voluntad, pero sin ceder nada. El único resultado concreto hasta ahora fue un intercambio de prisioneros, mientras el conflicto sigue devorando vidas y recursos a ambos lados del frente.
Europa, atrapada entre su identidad normativa y su dependencia energética, ha perdido centralidad en el conflicto. Estados Unidos, liderado por un Trump más inestable que pragmático, oscila entre amenazas y abrazos diplomáticos. Y Rusia, cada vez más aislada, avanza en el terreno mientras simula abrir la puerta al diálogo.
Zelensky, por su parte, ordenó aumentar la producción de armamento y reiteró que Ucrania “responderá simétricamente”. La guerra, lejos de apagarse, se transforma. Ya no es solo una guerra territorial, sino una lucha de narrativas, un conflicto de interpretaciones en el que cada dron, cada cumbre, cada tuit presidencial es parte de la batalla.
En medio de todo esto, la pregunta ya no es si se puede lograr la paz, sino si las partes realmente la desean.