Hay victorias electorales que pesan mucho más que los votos que las sustentan. La de Eileen Higgins en Miami es una de ellas. No porque transforme el mapa político nacional —todavía es temprano para afirmar algo así— sino porque rompe un hechizo: casi treinta años sin que un demócrata condujera la ciudad que, en el imaginario estadounidense, simboliza tanto la diáspora conservadora del exilio latino como la estética de la Florida trumpista.
Sin embargo, algo se resquebrajó. La imagen de Higgins festejando, rodeada de una multitud diversa y bilingüe, condensa una escena: la de un electorado cansado, harto de un clima político que, desde Washington a Tallahassee, ha convertido a los inmigrantes en blanco fácil de una retórica cada vez más brutal.
Higgins ganó con claridad —casi veinte puntos— frente a Emilio González, el candidato bendecido por Donald Trump. La campaña fue oficialmente “no partidaria”, pero nadie creyó ese eufemismo. En un año donde cada disputa parece un referendo sobre el trumpismo, Miami no fue la excepción. Higgins no solo es la primera demócrata en casi tres décadas en convertirse en alcalde sino que también es, además, la primera mujer en la historia en ser electa, y, al mismo tiempo, la primera persona no latina en casi 30 años.
Miami suele ser presentada como un termómetro de la política latina en Estados Unidos. Un electorado atravesado por heridas históricas —Cuba, Venezuela, Nicaragua— que el Partido Republicano lleva años explotando con habilidad. El mensaje ha sido simple y efectivo: “Los demócratas son socialistas, igual que los gobiernos de los que escapaste”. Con ese discurso, el GOP consolidó un dominio casi monolítico en el sur de Florida.
Pero la elección de 2025 mostró los límites de esa fórmula. Los relatos del miedo empiezan a desgastarse cuando se enfrentan a la experiencia cotidiana. Higgins lo entendió antes que nadie: recorrió la ciudad escuchando historias de deportaciones, detenciones arbitrarias y familias separadas. Sin grandilocuencia, sin caer en la narrativa épica que muchas veces aleja más que acerca, articuló algo simple: empatía con los sectores más golpeados por las políticas migratorias del trumpismo.
Que una mujer blanca, autodefinida como “La Gringa”, haya construido una coalición victoriosa en una ciudad mayoritariamente hispana es un dato político de envergadura. Y no porque haya disimulado su identidad, sino porque la asumió con honestidad. Esa sinceridad desconcertó a una derecha acostumbrada a ganar apelando a categorías étnicas rígidas, como si la política latina en Miami fuese un monolito impermeable al cambio.
La reacción republicana fue inmediata: ansiedad, llamados de alerta, diagnósticos incómodos. La congresista María Elvira Salazar, una de las voces más influyentes del conservadurismo hispano, reconoció que los últimos tropiezos electorales en Nueva Jersey y Virginia son un “wake-up call”. Traducido: el matrimonio entre el votante latino y el trumpismo empieza a mostrar desgaste.
Su frase —“Los hispanos se casaron con Trump, pero solo están saliendo con el Partido Republicano”— es brutal, sincera y políticamente premonitoria. Porque refleja algo que muchos en el GOP prefieren no ver: el trumpismo moviliza pasiones, pero no garantiza fidelidad eterna. Cuando las políticas afectan directamente a las familias que dicen defender, el cálculo cambia.
Y si hay un lugar donde ese giro podía asomar primero, es justamente Miami, laboratorio político de tendencias nacionales.
Conviene no exagerar: una elección municipal no anticipa necesariamente lo que ocurrirá en las legislativas del año próximo. Florida sigue siendo un terreno difícil para los demócratas. DeSantis consolidó un modelo de poder que combina conservadurismo cultural, nacionalismo económico y un Estado cada vez más intervencionista en materias morales y educativas. Nada de eso desaparece por una derrota en Miami.
Pero sí es cierto que la izquierda estadounidense llega a 2026 con una serie de victorias estratégicas que refuerzan una narrativa: los votantes no están tan alineados como se creía con la agenda republicana más dura. Especialmente entre sectores no blancos, un grupo demográfico que los analistas conservadores parecían haber dado por sentado.
Que figuras como Pete Buttigieg, Rahm Emanuel o el senador Ruben Gallego se hayan volcado a apoyar a Higgins indica que el Partido Demócrata vio en Miami un símbolo, una posibilidad de recuperar terreno en un estado que parecía perdido. Que esa apuesta haya funcionado alimenta el optimismo de cara a un ciclo electoral donde la disputa por el Congreso será feroz.
Miami no es solo un territorio electoral: es un mito cultural, un espejo donde Estados Unidos mira una versión estilizada de su relación con América Latina. Durante décadas, la ciudad fue presentada como evidencia de que el hispano vota inevitablemente a la derecha si se lo confronta con la palabra “socialismo”.
Esa premisa acaba de sufrir un golpe. No es que los exiliados cubanos, venezolanos o nicaragüenses vayan a volverse demócratas en masa. Pero la victoria de Higgins demuestra que existe un electorado latino que no encaja en la caricatura que la derecha construyó.
Y, sobre todo, que hay un límite para la política basada exclusivamente en el trauma histórico.
Higgins no ganó prometiendo revoluciones ni giros drásticos. Ganó hablando de lo concreto: transporte, vivienda, seguridad con enfoque comunitario. Pero su mensaje político fue otro: el rechazo a la deshumanización.
En tiempos donde la política estadounidense se mueve entre la crueldad performativa y la nostalgia reaccionaria, Miami eligió a una candidata que, simplemente, propuso bajar la voz y escuchar. Eso, paradójicamente, fue disruptivo.
Quizás la enseñanza más profunda de esta elección sea esa: la humanidad, cuando aparece en la política, todavía mueve votos.









