La guerra entre Rusia y Ucrania parece entrar, con pasos inciertos pero decididos, en una nueva fase. El signo más claro de ello es que ya no se habla exclusivamente de frentes, contraofensivas o paquetes de ayuda, sino de memorandos, sedes para negociaciones y rondas discretas de contactos entre potencias. El regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos ha introducido un nuevo ritmo, menos ideológico y más transaccional -y pragmático-, a la diplomacia internacional. El expresidente, ahora mandatario reelecto, ha reactivado contactos con Moscú y Kiev, y hasta ha involucrado al Vaticano como posible anfitrión de la próxima ronda de conversaciones.
Sin embargo, como todo en esta guerra, nada es lineal. La reciente llamada entre Trump y Putin no logró frenar los misiles ni detener los drones. La violencia sigue su curso, mientras la política se mueve en paralelo. Ucrania ha denunciado que Rusia utiliza el proceso de paz como tapadera para ganar tiempo y consolidar avances en el frente. Desde Moscú, por el contrario, se insiste en que nadie busca dilatar las conversaciones y que gran parte del trabajo diplomático debe mantenerse fuera del escrutinio público. En palabras del portavoz Dmitri Peskov, “todos trabajan activamente”.
Desde Estambul, las negociaciones avanzan pero con lentitud, interrumpidas por exigencias que, desde la perspectiva de Moscú, no son caprichosas, sino estructurales: la neutralidad ucraniana, el abandono definitivo de cualquier aspiración nuclear, y el reconocimiento tácito de la pérdida de los territorios que Rusia considera ya parte de su soberanía efectiva.
Kiev, por su parte, las ha calificado de “inadmisibles”. Pero su margen de maniobra es cada vez más estrecho. No solo por la persistencia del desgaste militar, sino porque su principal aliado, Estados Unidos, ya no parece dispuesto a sostener un conflicto sin una salida política a corto plazo. Las palabras de Trump en Fox News —duras tanto para Zelenski como para Putin— reflejan más que una postura personal: evidencian una fatiga estratégica que atraviesa a buena parte del establishment occidental.
“Zelenski no tiene las cartas en la mano” sentenció el presidente estadounidense, en una frase que, más allá de su crudeza, resume el sentimiento creciente entre muchos sectores del poder norteamericano: el apoyo a Ucrania ha sido costoso, imprevisible en resultados y cada vez más impopular internamente. El presidente ucraniano, que fue elevado al podio de los valores democráticos, es hoy retratado por Trump como un “vendedor experto” capaz de arrancar cheques de Washington en cada visita. No es una caracterización aislada. Representa el giro retórico hacia una visión más escéptica del conflicto.
Rusia, por su parte, sigue jugando una partida compleja, donde la guerra se libra tanto en el Donbás como en los foros diplomáticos. La insistencia en la retirada ucraniana de los territorios anexados y en la neutralidad geopolítica de Kiev no es solo una estrategia de maximalismo negociador: constituye el núcleo de la narrativa rusa desde los días previos al 24 de febrero de 2022. En este sentido, la propuesta rusa es coherente, guste o no en las capitales occidentales.
En ese marco, la visita del presidente Vladimir Putin a la región de Kursk, por primera vez desde la retirada ucraniana, representa tanto un gesto de autoridad como una señal política. Putin se mostró dispuesto a avanzar hacia un entendimiento con Ucrania y a trabajar en un memorando que podría sentar las bases de una paz negociada. Desde el Kremlin, se ha saludado la disposición del Vaticano, Suiza o Turquía para facilitar el proceso. Pero mientras las cúpulas conversan, el frente arde: drones ucranianos siguen cayendo sobre suelo ruso —más de 200 derribados solo en las últimas horas— y Moscú continúa endureciendo su postura defensiva en regiones estratégicas como Karelia y el Báltico.
A todo esto, se suma un contexto global cada vez más incierto. El proyecto de Trump de construir una “cúpula dorada” de defensa antimisiles ha generado respuestas inmediatas desde Moscú, que exige reanudar el diálogo estratégico con Estados Unidos. Al mismo tiempo, se han producido nuevos incidentes en el mar Báltico y ataques contra fábricas de la industria militar rusa, lo que sugiere que, más allá del desgaste, el conflicto aún tiene capacidad de escalada.
El tablero internacional observa con atención. Europa aprieta con nuevas sanciones, mientras Israel y China recalculan sus posiciones en un orden mundial cada vez más desalineado de los viejos paradigmas de la Guerra Fría. La disposición de Moscú a negociar no puede leerse únicamente como debilidad: responde a un cálculo geopolítico, a un reposicionamiento en un mundo que ya no gira en torno al eje Washington-Bruselas.
La paz en Ucrania, si llega, no será resultado de una rendición, ni de un milagro. Será producto de la presión combinada de intereses económicos, electorales y geopolíticos. Y si bien ni Putin ni Zelenski acudieron a Estambul, el solo hecho de que se negocie —aunque sea en términosasimétricos— muestra que la guerra ha entrado en su fase de negociación estratégica.
Será un acuerdo incómodo, transaccional y asimétrico, donde cada parte intentará salvar algo más que territorio —su posición en la historia. Para Rusia, el conflicto ha sido una reafirmación de su soberanía estratégica; para Ucrania, una tragedia nacional de resistencia existencial. Para Occidente, cada vez más dividido, representa el momento incómodo de reconocer que la fatiga también es una variable de poder. Y que, como enseñan los libros que ya pocos leen, no todas las guerras se ganan: algunas, simplemente, se terminan.