Sol Rodríguez Maiztegui
Comunicadora Social, Periodista.
Algunas semanas parecen tejidas con hilos invisibles que conectan historias, emociones y saberes. Esta que estamos transitando tiene al menos tres fechas que invitan a detenernos y a mirar con otros ojos lo cotidiano.
El 7 de abril se conmemoró el Día Internacional de la Salud, una efeméride que, lejos de reducirse a cifras o slogans, nos recuerda la importancia de repensar nuestros hábitos, volver a lo esencial y entender que la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino bienestar integral, personal y colectivo. En este marco, la neuropsicóloga Fátima González Palau – directora del Instituto de Neurociencias y Bienestar Insight 21 de la Universidad Siglo 21 – escribió unas líneas que ayudan a poner en valor esa mirada.
Casi en simultáneo, ese mismo 7 de abril, se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de un reconocido científico argentino: Alberto Pascual Maiztegui. Mi abuelo. Un hombre de ciencia, de vocación y de ternura. A lo largo de los años, su nombre ha sido sinónimo de docencia, ferias de ciencias y compromiso con la educación. Su legado trasciende lo académico: vive en cada aula, en cada escuela, en cada niño y niña que se asombra al descubrir cómo funciona el mundo.
Y como si el calendario supiera de estos guiños, ayer —10 de abril— se celebró el Día Nacional de la Ciencia en homenaje al Premio Nobel de Fisiología y Medicina, Bernardo Houssay. En ese contexto, me escribió Vicente Capuano, amigo entrañable de El Club de la Porota y de Alberto Maiztegui, para acercarme unas palabras que comparto con profundo orgullo: «A veces la vida te da el privilegio de cruzarte con personas que, además de saber mucho, enseñan con la humildad de los grandes. Alberto Maiztegui fue eso para mí. Un maestro en el sentido más amplio de la palabra. De él aprendí a mirar la ciencia con ojos de asombro y a transmitirla con pasión. Su manera de enseñar era un acto de amor. Celebrarlo en esta semana es un acto de justicia y memoria.»
Y así, entre la salud, la ciencia y la memoria, esta columna también se transforma en un espacio para reflexionar. Retomo entonces la propuesta de Fátima González Palau, quien en el marco del Día Mundial de la Salud nos invita a volver a lo esencial. A entender que la verdadera urgencia no está en tener más información, sino en aplicar la prevención como base del bienestar, en recuperar la dimensión más humana del cuidado, en repensar nuestros hábitos cotidianos para vivir mejor, no solo más tiempo.
Desde El Club de la Porota seguimos apostando a ese entretejido: el de las historias que inspiran, los vínculos que sanan y los saberes que nos hacen bien.
Día Mundial de la Salud: la urgencia de volver a lo esencial
Dra. Fátima González Palau
Directora del Instituto Insight 21 – Universidad Siglo 21.
Vivimos rodeados de información. Sabemos que moverse es mejor que quedarse quieto, que comer natural es más saludable que optar por lo ultraprocesado, que el sueño es tan vital como el trabajo y que las emociones no son un lujo, sino parte fundamental de nuestra salud.
Y sin embargo, seguimos postergando lo esencial: la prevención. Vamos al médico cuando algo duele, pero no cuando el cuerpo o la mente nos piden a gritos un cambio.
Esperamos la urgencia, cuando lo que necesitamos es anticiparnos. La salud no es solo la ausencia de enfermedad. Es energía, equilibrio, propósito. Es calidad de vida. ¿Para qué sirve vivir más, si no vivimos mejor?
Prevenir no es una moda, ni un lujo. Es un acto de responsabilidad personal y colectiva. Una sociedad que previene es una sociedad más libre, más empática, menos saturada.
Volver a lo esencial no es retroceder, es evolucionar. Es recordar que el bienestar empieza con decisiones cotidianas y sostenidas. Porque cuando cuidás tu salud, también estás cuidando la salud de todos.
Y como decía Hipócrates, con la lucidez de quien entendía la raíz del problema: «Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a renunciar a aquello que lo enfermó».
Alberto y la ciencia: un constructor de puentes
Vicente Capuano
Hay personas cuya huella no se borra con el paso del tiempo. Por el contrario, se expande, se multiplica, se hace puente. Tal es el caso de Alberto Pascual Maiztegui (1920-2018), referente ineludible de la ciencia y la educación argentina, y maestro en el más noble sentido del término.
Intentar desentrañar su legado no es tarea sencilla. No alcanza con repasar su trayectoria profesional —ya conocida y celebrada por la comunidad científica—. Lo que buscamos, quienes lo conocimos y aprendimos de él, es acercar su figura a las nuevas generaciones como expresión de gratitud sincera. No se trata solo de un homenaje, sino de un acto de memoria activa.
Nacido en Gualeguay, Entre Ríos, en 1920, a los siete años se trasladó con su familia -numerosa, de ocho hermanos— a Buenos Aires. Allí cursó sus estudios primarios en la Escuela 12 del Consejo 12, y luego asistió al histórico Colegio Mariano Acosta. Desde joven tuvo claro su deseo: quería ser maestro. Y lo fue.
Su pasión por la enseñanza lo llevó a formarse como profesor de Matemática, y accidentalmente —o providencialmente también como profesor de Física. Enseñó en el Colegio Joaquín V. González, y sus ansias por investigar lo trajeron a Córdoba en 1947. Volvió brevemente a Buenos Aires para completar su formación académica: se graduó como Licenciado en Ciencias Físico-Matemáticas en 1956 y como Doctor en 1960, con estudios realizados en el prestigioso Instituto Balseiro.
En los años 60 regresó definitivamente a Córdoba para asumir la dirección del Instituto de Matemática, Astronomía y Física (IMAF), hoy FaMAF, en la Universidad Nacional de Córdoba. Desde allí comenzó su obra más profunda: la de construir puentes entre la ciencia, la docencia y la sociedad.
Fue coautor, junto a Jorge Sábato, del célebre libro «Introducción a la Física» publicado en dos tomos (1952 y 1955), que se convirtió en texto de referencia durante décadas, no solo en Argentina sino también en gran parte de América Latina. Esa publicación marcó un antes y un después en la enseñanza de la física.
Pero su compromiso no se agotó en las aulas o en la producción académica. Supo advertir tempranamente la necesidad de encuentros interdisciplinarios, de intercambio y de comunidad. Así fue como ideó y promovió instancias fundamentales para la educación científica del país: la Primera Feria Nacional de Ciencias (1965), la Primera Reunión Nacional de Educación en la Matemática (REM I, 1977) y la Primera Reunión Nacional de Educación en la Física (REF I, 1978), espacios que aún perduran y se reinventan año a año.
También fue impulsor y colaborador activo de la Asociación de Profesores de Física de la Argentina (APFA), donde dirigió durante años su Revista de Enseñanza de la Física. Participó de congresos, conferencias interamericanas y escuelas latinoamericanas, siempre con la convicción de que la ciencia debía ser compartida, democratizada, comprendida.
En 1992 fue designado Presidente de la Academia Nacional de Ciencias. Desde ese lugar, fortaleció vínculos con la Universidad Nacional de Córdoba y con los Ministerios de Educación y de Ciencia y Tecnología de la provincia, generando proyectos de gran impacto educativo.
Su obra no solo consistió en producir conocimiento, sino en hacer posible que ese conocimiento circulara, que llegara, que se encontrara con otros saberes y con otras personas. Ayudó, literalmente, a construir puentes. Puentes que todavía hoy seguimos cruzando.
Si se pidiera a un grupo de docentes de ciencias que mencionaran una figura que represente la educación científica en Argentina, es muy probable que el primer nombre que aparezca, como un reflejo afectivo, sea el de Alberto Pascual Maiztegui.
Su vigencia es tan cierta como necesaria. Este sencillo texto no busca abarcarlo, sino dejar testimonio de una presencia luminosa, la de un hombre que enseñó con profundidad y generosidad. Les habla un querido alumno y amigo.
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