Hace diez años -en las “cuentas breves” de las revueltas, diría Octavio Paz, es como decir apenas “ayer por la mañana”- celebrábamos los treinta años de la recuperación democrática en la Argentina. En Córdoba se reunió un foro ciudadano, con diversos representantes de las instancias gubernamentales municipales y provinciales, junto a un amplio y diverso conjunto de mujeres y hombres provenientes de las organizaciones de la sociedad civil (de ahí, precisamente, la designación de “ciudadano” que adoptó el foro, que sesionó durante todo el año, con reuniones plenarias mensuales). Por votación, me eligieron presidente de ese Foro 30 años de Democracia; en mi primer discurso dije que, además de reflexionar sobre los diversos problemas y las múltiples deudas que aún acarreaba la recuperación de las instituciones representativas en nuestro país, debíamos celebrar. Una celebración, dije, que felizmente podíamos compartir con nuestros países vecinos: todos ellos habían logrado salir de aquel fatídico túnel de violencia e interrupción de libertades y derechos constitucionales que implicaron las dictaduras cívico-militares.
Celebrar, dije entonces. Ayer nomás. Todos celebrábamos: argentinos, chilenos, brasileños, peruanos, ecuatorianos, bolivianos. Celebrábamos que hubiésemos sido capaces, como pueblos, de superar en paz la noche negra del terror. Y dije en aquel discurso optimista algo más: que, cumpliéndose tres décadas de aquellas jornadas en que Raúl Alfonsín se cruzaba en el pecho la banda presidencial, y tras intentonas de pseudo golpes y asonadas de nostálgicos de uniforme, corridas cambiarias múltiples, hipótesis de conflictos regionales, y logrado alternancias en las gestiones gubernamentales, que después de tres décadas de todo eso, dije, debíamos congratularnos porque la democracia recuperada había alcanzado un grado de madurez.
En efecto, hace apenas nada, apenas unos años, el sistema democrático y representativo se mostraba seguro, sólido, consolidado. Capaz de aguantar los embates de los enemigos de adentro y de afuera. Lleno de errores, imperfecciones y deudas todavía, pero con capacidades suficientes para mantenerse, blindarse y apuntar a su propio perfeccionamiento.
Hoy, recuerdo aquel discurso del Foro Ciudadano, y en lugar de verlo como parte de nuestra historia reciente, lo siento vetusto, ajado, con el olor y la textura de un papiro que hubiese dormido durante edades enteras en los anaqueles de una biblioteca olvidada. Me equivoqué, tengo que reconocerlo. Mi optimismo me hizo confiar en que las instituciones estaban listas para perpetuarse replicándose a sí mismas. Pero muy poco después de esas celebraciones, como las fichas de un dominó -o como esas paramnesias que en los sueños se nos presentan como “déjà-vu”, como algo que ya hemos vivido en el pasado- las configuraciones institucionales de los países latinoamericanos comenzaron, una tras otra, a debilitarse, a resquebrajarse y, en más de un par de casos, a romperse.
El poder real, el poder fáctico (llámese como se llame, ahora está de moda designarlo con el eufemismo de “círculo rojo”), que en el pasado había encontrado en los militares una herramienta instrumental para interrumpir las mayoritarias decisiones políticas populares, descartó los “cuarteles” por obsoletos y decaídos, pero encontró en los vericuetos legislativos y judiciales -tanto en los jueces federales como, muy especialmente, en las Cortes Supremas- una nueva herramienta instrumental, aún mejor, más delicada y menos brutal, para torcer las voluntades mayoritarias y redireccionar los rumbos políticos y económicos hacia la consecución de sus objetivos e intereses.
Una asonada policial primero y un transfuguismo de su ex aliado terminó exiliando al ex presidente ecuatoriano Rafael Correa en Bélgica (¡la sombra fatídica del túnel de los exilios, como en los 70!); una inédita interpretación de censura legislativa ha convertido al cargo de Presidente del Perú en una figura imposible de sostenerse al frente del poder formal, llevando a su reemplazo permanente (y hasta al suicidio, como terminó cometiendo el ex presidente Alan García), a intentos de suprimir directamente el Poder Legislativo, que termina por instalar en la primera magistratura a una funcionaria no representativa; unos militares que “aconsejan” al presidente boliviano a dejar el gobierno, que debe huir en condiciones similares a aquellas de los perseguidos políticos de los años de las dictaduras (los militares “sugeridores” cobran millones de dólares y se instalan rápidamente en Miami), mientras el gobierno lo ocupa una legisladora minoritaria que habilita matanzas populares en una orgía represiva; un juez federal, tras una farsa de juicio político a la presidente brasileña, encarcela sin pruebas a Lula da Silva para que no pueda presentarse a las elecciones y habilita con ese acto la emergencia del fascismo bolsonarista; la actual vicepresidenta argentina anuncia en una carta pública que no será candidata, dejando entender que las máximas instancias judiciales, que ya intervinieron impidiendo candidaturas en elecciones provinciales, no se lo permitirán. Ahora, en la última (¿?) ficha que cae de ese dominó, o en la más reciente imagen de ese déjà-vu, el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso disuelve la Asamblea Nacional ante su segura destitución parlamentaria.
¿Democracias consolidades? No, lamentablemente. Si hoy tuviera que volver a dar aquel discurso presidiendo el Foro Ciudadano, diría que la sombra del fatídico túnel de los peores años políticos de América Latina no se ha disipado. Apenas ha cambiado de tono.