Esta semana volví a ver los cuatro episodios (en maratón, con todas las paradas y vueltas atrás que fueran necesarias) del excelente documental “La chica del Vaticano, la desaparición de Emanuela Orlandi” dirigido por Mark Lewis, sobre el secuestro de la adolescente de 15 años, una de las pocas ciudadanas del Estado Ciudad del Vaticano -y que vivía con su familia dentro de las murallas- en 1983. El documental constituye un elemento de capital importancia para comprender (o, al menos, llegar a dimensionar siquiera) las relaciones espurias y criminales que la Santa Sede ha llegado a trenzar con los poderes fácticos “del mundo”, especialmente los económicos-financieros y los político-ideológicos; unas relaciones diametralmente alejadas del espíritu y de la enunciación moral y ética de la institución que se erige como la cabeza de la iglesia.
En una apretada síntesis: el documental, con una montaña de pruebas y testimonios acumulados durante 40 años, plantea que Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II, se involucró a fondo en la caída del régimen comunista en su Polonia natal; entre las herramientas que utilizó, una de las principales fue apoyarse en el sindicato católico Solidaridad, aquel de Lech Walesa. Ese apoyo no podía ser sólo moral o discursivo, sino que tenía que ser también económico, aunque no daba echar mano directamente de los cofres vaticanos para financiar la revolución; así, el papa y su círculo resolvieron usar fondos de la mafia, que blanqueaban a través de los bancos de la Santa Sede. Cuando la mafia reclama su dinero y no puede recuperarlo asesina al huido “banquero de Dios”, Roberto Calvi, colgándolo de un puente, en Londres, y secuestra y desaparece a una chica ciudadana del Estado de la iglesia: Emanuela. Si se lo escribe como novela, algunos críticos dirían que hay un exceso de fantasía; pero aquí lo que hay son docenas de pruebas y una historia que no termina. Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, no podrá esquivar la apertura de una investigación formal, aunque la podredumbre que se ventile se lleve puesto a más de un sotanudo.
El 22 de junio de 1983, un día de calor agobiante en Roma, Emanuela Orlandi, hija de un mayordomo papal cuya familia había servido a siete pontífices por más de un siglo, fue a una clase de música en el centro de Roma, y nunca regresó. Desde ese momento comenzó la búsqueda -y la lucha- de su familia, especialmente de su hermano, Pietro, que sigue hasta nuestros días. Roma se empapeló con el rostro de Emanuela; el caso se convirtió en el centro policial; se discutía diariamente en la TV, en la radio y en los diarios. Hasta que el propio papa, desde su ventana del Palacio Apostólico, comenzó a referirse a la desaparición de la adolescente. Habló de Emanuela en ocho oportunidades, durante el Ángelus; aunque no clarificó las cosas, sino que embrolló más el asunto.
Los 80 fueron “años de plomo”: La Unión Soviética se quebraba y la división bipolar del globo comenzaba a terminar; Juan Pablo II era el primer militante anticomunista del mundo; un extremista turco intentó asesinarlo en la plaza de San Pedro; y la mafia campeaba a sus anchas, con vínculos estrechos con todo el poder italiano: con la Democracia Cristiana en el gobierno, con la logia Propaganda Due (P-2) en las sombras, y con la ultraconservadora Curia en el pontificado. En el entrecruzamiento de esas variables quedó atrapada Emanuela Orlandi, su caso ilustra toda esa época (¿y también una parte del presente?)
La primera pista fue la del terrorismo internacional: una llamada telefónica sostuvo que Emanuela sería asesinada si no se liberaba a Mehmet Ali Agca, el turco que había intentado asesinar al papa en 1981 (Agca, supuestamente, habría sido agente del KGB soviético, vía el espionaje búlgaro), y eso fue lo que Wojtyla les dijo a los Orlandi, a quienes visitó en su domicilio familiar. Por eso el papa, cuando hablaba de Emanuela, parecía dirigirse a los terroristas que la habían secuestrado, como si estuviera viva (él estaba en Polonia, con los de Solidaridad, cuando se llevaron a la chica).
Pero la pista del terrorismo se abandonó pronto, y todas las miradas llevaron a la mafia: La “Banda della Magliana” dominaba el hampa en Roma, y el Banco Ambrosiano manejaba sus dineros. El Ambrosiano, bajo la férula (como el Banco Vaticano IOR) del arzobispo norteamericano Paul Marcinkus, habría desviado esos dineros de la mafia hacia el Solidaridad; al no lograr devolverlo, la mafia envió un mensaje fuerte, llevándose a Emanuela.
Cada hipótesis conduce a historias impensables, de un horror sacrílego, que siguen hasta hoy mismo. Si el papa Francisco está decidido a hacer limpieza en la Curia, y con ello renovar la imagen del Vaticano (y, por tanto, de la iglesia) en el mundo, debe abrir la investigación de Emanuela Orlandi.