Según pasan los días
No tengo muy claro aún cómo, pero sin dudas la memoria es uno de los aspectos humanos que más se ha visto afectado en tiempos de pandemia y confinamiento. Los malos entendidos mnemotécnicos, como ir a la cocina y no recordar bien para qué, se han vuelto más frecuentes. Por otra parte, los días y los meses parecen transcurrir más veloces. Por ejemplo, en poco más de un mes se habrá cumplido un año del fallecimiento del filósofo francés Bernard Stiegler. Un año ya. Sé que es un lugar común decir que parece que fue ayer, pero esta vez es cierto. A mí, en pandemia, me parece que fue ayer. Existe un vínculo entre la memoria, el proceso por el cual recuperamos los registros que tenemos del pasado, y la percepción del tiempo. Tal vez, por eso los días se pasan más rápido, como si una parte de ellos no hubiera existido. Pero, ¿qué parte? Quizá, el bueno de Stiegler, que desarrolló algunas ideas acerca de la memoria, pueda decirnos algo al respecto, y si no, al menos, que recordar algunos de sus conceptos sirva como un anticipado homenaje en el casi aniversario de su muerte.
El laberinto de las memorias
En su libro más conocido, La técnica y el tiempo”, Bernard Stiegler asegura que la vida orgánica implica dos tipos de memoria. Por un lado, una memoria genética, aquella que recupera la información que se ha depositado durante miles de años en los genes de los individuos que constituyen nuestro linaje, y que emerge cada tanto, bajo ciertos estímulos. En ocasiones, cuando nos enojamos con algo o con alguien, por ejemplo, apretamos los puños y los dientes, posiblemente porque nuestros antepasados resolvían sus conflictos rasguñando y mordiendo. En ese gesto, es la especie la que recuerda, la que recupera algo de la información anidada en los genes.
Por otra parte, cada individuo tiene sus propios recuerdos: las imágenes, los sonidos, los aromas que han quedado almacenados en su cuerpo y en su sistema nervioso. Esos recuerdos son personales, intransferibles e irreproducibles, y recubren la memoria genética, por lo que se la suele llamar memoria epigenética (epi = encima de). Este tipo es el que la mayoría de las personas llama memoria a secas.
Pero aún podríamos establecer un tercer tipo de memoria. Si bien la especie y el cuerpo (categorías muy controvertidas) guardan información del pasado en el ADN y en el sistema nervioso, respectivamente, no son los únicos soportes en los que está almacenada. Mucha información no está registrada en los organismos sino entre ellos, en el entorno. Hacemos y usamos cosas para recordar quiénes somos. Stiegler se reservó un nombre difícil para este tipo de memoria, epifilogenética, pero si el lector se siente más cómodo puede llamarle cultura. Según Stiegler, este tipo de memoria concede su identidad al individuo humano: su acento, su estilo de caminar, la fuerza de sus gestos, la unicidad de su mundo.” Algo en los gestos, tal vez no todo, es cierto, pero algo en la forma de reír, de mirar, de hablarle a los demás, es el producto de un aprendizaje individual y colectivo que cada persona ha fijado, voluntaria e involuntariamente, de manera singular, y que ha quedado establecido como información pública a la que todos pueden acceder. Nadie puede ver las imágenes mentales con las que recuerdo el lugar donde crecí (memoria epigenética), pero todos pueden inferir el lugar donde crecí cuando me escuchan hablar (memoria epifilogenética). Cuando hablo recupero (recuerdo) el habla de aquellos y aquellas de los que aprendí a hacerlo. La memoria se despliega en 3D, con acciones en el espacio y el tiempo. En este caso, no se recuerda en el cuerpo sino con el cuerpo.
Solo un recuerdo
Recordar es un proceso vasto y complejo, del cual solo una parte transcurre en el sistema nervioso. Mucha de la información que recuperamos proviene de nuestro alrededor, y está almacenada en los hábitos, en las costumbres, en los rituales. También en las cosas. Recordar que es tarde implica el gesto de mirar un reloj. Nadie recuerda que es tarde en abstracto, encerrado en su cabeza, se requiere una estructura material epifilogenética (perdón, cultural) que recuerde junto a uno.
Sabemos cómo conducir un auto o una bicicleta, o cómo improvisar una conversación en la calle, porque algo de los objetos y las personas poseen información que usamos en esas ocasiones, además de la que extraemos de nuestro propio cerebro. No obstante, vivimos en una época inédita, en la cual nuestro entorno cultural está signado por un artefacto único: el dispositivo digital, que opera con la memoria nerviosa antes que con la de las cosas físicas, con las imágenes antes que con los gestos tridimensionales en el mundo físico.
El home office, por tomar un ejemplo extendido, transforma al trabajo en una actividad principalmente cerebral donde el lenguaje corporal evade los brazos, el torso y las piernas, para concentrarse en la cabeza y en los dedos; las novedades del mundo nos llegan por los ojos y los oídos. Vemos nuestros ritos en lugar de practicarlos, y las informaciones que provienen de ellos se almacena sin escalas en el cerebro. El cansancio mental desplaza al corporal, si se me perdona el dualismo de ocasión. En la era digital, la memoria epigenética y la epifilogenética, el sistema nervioso y la cultura, son puestas a competir. Pero también se penetran, se hibridan. La aceleración de nuestra memoria aumenta, entonces, a la par de la de las computadoras, porque es cada vez más parecida a esa memoria informacional sin experiencia corporal. En consecuencia, la memoria nerviosa se siente sobrecargada, a contramano de la memoria experiencial que se percibe raquítica.
Recordamos las imágenes de las cosas que nos pasan, como si no las hubiéramos experimentado. Entre toda la información que acumulamos a diario, hay una que retenemos cada vez menos, lo que modifica nuestros hábitos más cotidianos. Después de todo, detrás de cada hábito hay también un olvido.