Exhalación
El 18 de mayo a las 18:32 hs, mi amigo Juan Kolasinski me envió un archivo junto a un mensaje que decía: «Pensaba en compartirlo con vos todo el tiempo mientras lo leía». Juan es un lector insaciable y compartía conmigo un cuento de Ted Chiang, autor hasta entonces desconocido para mí. Este informático estadounidense, hijo de padres chinos, ha escrito pocas pero buenas historias de ciencia ficción que lo han hecho merecedor de varios premios. El cuento que me hizo llegar Juan se llama «Exhalación», que es también el nombre del último libro de Ted Chiang. Me intrigaba mucho saber qué conexión entre ese cuento y yo había identificado Juan. Aun así, fui postergando la lectura hasta que finalmente dejó de ser algo que iba a hacer pronto para convertirse en algo que iba a hacer en algún momento. Durante semanas recordé al menos una vez al día que ese cuento estaba allí esperándome.
Diego Fonti es un colega, docente e investigador en filosofía, que no conoce a Juan y, sin embargo, unas semanas después, el 9 de julio a las 15:12 hs, me envió un archivo junto a un mensaje que decía: «Hola Darío, si tenés tiempo y ganas, te recomiendo el cuento que lleva el mismo nombre del libro, creo que te va a gustar. slds.» Supongo que a esta altura han adivinado que se trataba del mismo cuento, del mismo autor y de la misma intuición. Pero no es sobre ese cuento que quiero escribir, si no sobre otro cuento de Ted Chiang que está en ese libro, que finalmente leí, pero que no fue tampoco lo que motivó esta columna.
El juego de la predicción
Lo que me animó a escribirla fue «El juego de las predicciones», un pequeño pasatiempo que encontré esta semana en el sitio web El gato y la caja. Es muy simple, como lo explica la misma aplicación: «Hola, soy un algoritmo sencillísimo y me interesa entender qué tan predecible es tu especie, así que te invito a jugar a un juego. A continuación vas a ver dos botones, uno rojo y uno azul. Tu misión es apretar los dos en el orden más aleatorio que puedas. La mía, tratar de adivinar qué botón vas a tocar (la forma de evitarlo es ser tan impredecible como puedas). Cada vez que adivino, sumo un punto. Cada vez que no adivino, sumás un punto vos. Quien llegue a 50 puntos primero gana».
Jugué varias veces y siempre me ganó el algoritmo. Incluso cuando apretaba alternadamente el botón rojo y el azul sin pensar, el algoritmo adivinaba sobre cuál iba a poner el dedo en el próximo movimiento. Al terminar veía la inscripción que decía. «Perdiste. La especie humana es tan predecible… No sigas intentando, no me vas a ganar». Para matizar mi desolación, o para incrementarla, la aplicación explica que en el camino entre mi cerebro y mis dedos emergen patrones sin que me dé cuenta, pero que son susceptibles de ser identificados por el algoritmo, lo que le permite predecir mis acciones. También se advertía que algoritmos más complejos «pueden inferir qué vas a comprar en el super y qué películas te van a gustar más».
Pronostic
El episodio me recordó al cuento de Chang que se titula como esta columna y del que quiero escribir. Se trata de un mundo que ha sido modificado drásticamente por un pequeño dispositivo de venta masiva, el Pronostic, «un aparatito, como un control remoto para abrir el coche. Consta únicamente de un botón y un gran led verde. Si aprietas el botón, la luz destella. Para ser exactos, la luz destella un segundo antes de que aprietes el botón. La mayoría de la gente dice que la primera vez que lo pruebas es como si estuvieses jugando a un extraño juego, un juego en que el objetivo es apretar el botón después de ver el destello, y al que es fácil jugar. Pero cuando intentas romper las normas descubres que no puedes. Si intentas apretar el botón sin haber visto el destello, aparece el destello de inmediato, y por muy rápido que actúes, jamás aprietas el botón hasta pasado un segundo. Si te esperas al destello con la intención de no llegar a apretar el botón, el destello nunca aparece. Hagas lo que hagas, la luz siempre precede al accionamiento del botón. No hay manera de engañar a un Pronostic».
En el cuento de Chang, la difusión de este aparatito desencadenaba una serie de consecuencias sociales a raíz de la revelación filosófica que traía a sus usuarios: el libre albedrío no existe. A pesar de que se perciben espontáneos, los humanos se comportan mecánicamente, replicando regularidades y patrones repetitivos que ignoran pero que pueden ser registrados tecnológicamente. Nadie era capaz de olvidar esa enseñanza, aún cuando después de un tiempo perdiera interés en el «jueguito». En la mayoría de los usuarios, la creencia de que sus elecciones no importaban crecía en sus mentes y muchos dejaban de tomar decisiones por completo. Más aún, un buen porcentaje de ellos desarrollaba una curiosa enfermedad: el mutismo acinético, una especie de coma en plena vigilia. La única forma de evitar la patología -asegura el narrador- es la siguiente: «Finjan que tienen libre albedrío. Es esencial que se comporten como si sus decisiones contaran, aun cuando sepan que no es así. Ahora la civilización depende del autoengaño. Quizá siempre ha sido así”.
Sin ser algoritmos (al menos por lo que sé de ellos), también Juan y Diego identificaron patrones entre lo que leo y lo que escribo, y no solo predijeron que Exhalación” me gustaría, sino que además acertaron. Iba a escribir sobre ese cuento, pero hubiera sido muy predecible. Es por eso que hoy desperté decidido a encontrar en el libro de Chiang un cuento diferente sobre el cual escribir, dar un volantazo espontáneo para convencerme de que mis elecciones e inquietudes no son previsibles, casi como un juego de las predicciones” secreto. Pero terminé leyendo Lo que se espera de nosotros”. Leo ahora esta última frase y, además de la ironía, me asalta la duda sobre si esa lectura no era también predecible. Más aún, inevitable. Prefiero creer que no.