Más raro fue aquel verano…
Durante el siglo XVIII la burguesía ilustrada europea comenzó a reclamar para sí el conocimiento y la enseñanza de las leyes de la naturaleza. Con ello no se referían solo al medioambiente, sino al orden de todas las cosas, incluidos los asuntos humanos. Los académicos estudiaban y enseñaban la moral “natural” y el derecho “natural”, entendido ese adjetivo como un antónimo de “artificial”: una norma moral “inventada”, por caso, debía ser desconocida y censurada por no respetar la disposición original de las acciones humanas. También existía otro sentido, en el que lo natural era concebido como todo aquello que fuera mecánico. Por ejemplo, hubo una fascinación con los insectos, pequeñas maquinitas sin alma listas para ser diseccionadas, y expuestas pieza por pieza en las láminas de los libros. Nunca antes (y nunca después) se realizaron tantos tratados sobre insectos como en el siglo XVIII. Así entendido, lo no-natural era lo no-mecánico.
A pesar de ello, en su libro “Ciencia y técnica en la Enciclopedia”, Javier Moscoso muestra cómo en aquella época también surgió el interés por los fenómenos no-mecánicos, excepcionales, imprevisibles e infrecuentes (la erupción de los volcanes, los terremotos, las pestes). La noción de «desastre natural», tan común en nuestros días, era difícil de comprender para las sociedades premodernas, pero el proyecto ilustrado intentó encontrar un lugar para estos acontecimientos en el “orden natural” de las cosas, y dejar de concebirlos como el resultado de una causa sobre-natural, como un castigo divino, lo cual era una creencia muy difundida en la época, incluso entre eruditos.
En consecuencia, la incipiente ciencia del siglo XVIII desarrolló “un gusto desmedido por lo extraño, lo singular y lo exótico”, que rompía con la tradición occidental basada en las ideas de Aristóteles. El Griego había dejado en claro la “imposibilidad de edificar una ciencia de los accidentes, de aquello que cambia, pero sin alterar la esencia de las cosas: del acontecimiento anómalo.” Desde esta perspectiva, el estudio de lo que sucede siempre de la misma manera, y no aquello que acontece muy de vez en cuando, es lo que nos proporciona un sólido conocimiento del mundo. “De lo particular no hay ciencia”, es la frase más famosa de Aristóteles al respecto. Pero el siglo XVIII comenzó a desmontar ese bagaje conceptual tan arraigado. Según Moscoso: “una parte considerable de la ciencia ilustrada puede entenderse en términos de este proceso de naturalización de los fenómenos irrepetibles”.
Entre lo viejo que no muere y lo nuevo que no nace…
En su libro “Lo normal y lo patológico”, publicado en 1966, el filósofo francés Georges Canguilhem sostiene que el positivismo de comienzos del siglo XX fue la corriente encargada de cuantificar la fisiología y, por transición, la medicina.
Según Canguilhem, el médico francés François Broussais tuvo mucho que ver con ese proceso cuando definió a las enfermedades como «el exceso o defecto de la excitación de los diversos tejidos por encima y por debajo del grado que constituye el estado normal». Una gran cantidad de patologías comenzaron a reducirse a un exceso (hipertensión, hipertiroidismo, etc.), o a un defecto (hipotensión, hipotiroidismo, etc.) en relación a ciertos parámetros.
Definir la patología como lo a-normal, explica que las excepciones, los casos raros, se conviertan en objetos de estudio de la actividad científica, sobre todo por su capacidad explicativa para los “casos normales”. El origen de esa tendencia, sin embargo, no se la podemos achacar al positivismo del siglo XX, sino que forma parte de la atracción por los fenómenos infrecuentes que, como dijimos, aparecieron en la ciencia de la Modernidad.
En el campo de la anatomía y la fisiología esa afición se llevó al extremo.
Cuenta Moscoso: “La fascinación que los siglos XVII y XVIII mostraron hacia las grandes patologías anatómicas no tiene parangón alguno en toda la historia de la medicina. La Royal Society publicó entre 1665 y 1780 más de cien comunicaciones relativas a diferentes formas de monstruosidad [esa era la palabra técnica empleada en ese momento], mientras que la Academia de Ciencias de París presentó en sus Memorias, entre 1699 y 1770, otros ciento treinta artículos repartidos en comunicaciones y observaciones anatómicas. El número de ensayos publicados sobre grandes desviaciones morfológicas convirtió el estudio de los monstruos en uno de los temas más recurrentes dentro de la literatura científica o pseudocientífica del mundo moderno.”
Ahora bien, como señala Canguilhem, este enfoque engendra una paradoja similar a la del huevo y la gallina: “toda patología supone el conocimiento previo del estado normal respectivo; pero, a la vez, solo estudiando los casos patológicos uno descubre las leyes del estado normal”.
Conozca más
Uno de los libros más vendidos de la editorial de la Universidad Nacional de Córdoba es “Ciencia Monstruosa”, publicado en 2019 por el biólogo Alberto Díaz Añel. El subtítulo del libro es “Explicaciones científicas para monstruosidades famosas”, entre las que podemos encontrar a Frankenstein, el Hombre Lobo y Drácula. El éxito de ventas probablemente sea un indicador de aquella fascinación heredada de la ciencia moderna por los casos extraños e infrecuentes, y que al día de hoy continúa siendo uno de los principales atractivos para el público masivo.
La curiosidad por los casos extraordinarios y asombrosos es sin duda un anzuelo en la divulgación y comunicación pública de la ciencia. Por otro lado, y salvando las distancias con el muy buen libro de Díaz Añel, durante los 80 y los 90, las revistas Muy Interesante, editada por García Ferré, y Conozca Más, publicada por Editorial Atlántida, vendían miles de ejemplares mensuales poniendo en sus tapas a presuntos extraterrestres, catástrofes naturales, momias o animales fantásticos. Con el paso de los años esas publicaciones han entrado en crisis, siendo desplazadas por los documentales del History Chanel, en los que historiadores especulan sobre cómo los alienígenas ayudaron a los egipcios a levantar las pirámides, y personas testimonian haber tenido contacto con ángeles que le trajeron mensajes de otro mundo.
También debemos atribuirle al siglo XVIII, en el que obras y tratados salieron de los círculos eruditos y comenzaron a venderse por miles, el origen de este hábito de consumo científico de masas. “El siglo XVIII», afirma Moscoso, «inaugura la sociedad de consumo tal y como hoy la conocemos. El mercado, también el intelectual, ha puesto en circulación un número muy amplio de objetos con los que satisfacer la demanda de un público ávido de novedades.”
Lo asombroso, lo raro, lo anómalo se convirtió, desde entonces, en el tema común que comparte el científico y el novato, el punto de contacto en el que ambos pueden reconocerse en la fascinación del otro.