Una extraña tribu
El Instituto Salk es un complejo de laboratorios situados en La Jolla, en el estado de California, al oeste de Estados Unidos. Desde hace décadas es una referencia mundial en investigaciones biológicas, con varios premios Nobel en su haber. En 1979, un joven antropólogo francés y un joven sociólogo británico, Bruno Latour y Steve Woolgar, ingresaron a sus instalaciones con el propósito de realizar un estudio etnográfico de los científicos que trabajaban allí. No era común que las ciencias sociales tomaran como objeto a los científicos. Habitualmente, ellos son, precisamente, los que investigan, no los investigados. A pesar de ello, Latour y Woolgar observaron y registraron durante semanas las conductas de estos inusuales seres, que deambulaban por el laboratorio con sus extravagantes trajes blancos, largos hasta las rodillas. Se trata, tomaban nota los antropólogos, de “una extraña tribu que pasa la mayor parte del día codificando, marcando, alterando, corrigiendo, leyendo y escribiendo”. Ante la mirada desconfiada de los biólogos, los extraños visitantes participaban cotidianamente de las actividades del laboratorio realizando todo tipo de preguntas extrañas o simples, tan simples como: “¿y cómo sabe que eso es verdad?”. Por lo general, después de un corto intercambio infructuoso, los integrantes de la tribu solían responder con fastidio: “si usted fuera un científico lo entendería”. No era, en ese sentido, una civilización cualquiera. “Mientras otras tribus creen en dioses o en mitologías complicadas”, concluían los antropólogos, “los miembros de esta tribu insisten en que no hay que asociar su actividad con creencias, cultura o mitología. En cambio, afirman que sólo les interesan los «hechos concretos»”. Más aún, este particular clan posee “una habilidad que les permite convencer a otros de que lo que hacen es importante, que lo que dicen es cierto y que sus propuestas merecen ser financiadas”. El estudio de Latour y Woolgar se publicó en un libro que llevó por título “La vida del laboratorio”, que se convirtió en bestseller, y que significó un antes y un después en los estudios sociales de la ciencia.
Ando como hormiguita por tus cosas
En esa obra inicial ya podía percibirse la preocupación de Latour por “el escenario material que posibilita los fenómenos” y que “raras veces se menciona”. Ir a fondo con esa preocupación inauguró una nueva etapa en su pensamiento. A mediados de la década de 1980, junto a Michel Callon y John Law, Bruno Latour presentó la Teoría del Actor Red (TAR), una ontología y una metodología para estudiar los fenómenos sociales, en la que los no humanos (las cosas, las inscripciones, las entidades naturales) no son menos importantes, a la hora de elaborar una explicación sociológica, que los humanos y sus acciones. Dos décadas después, en Reensamblar lo social (2005), un libro en que revisa la TAR y sus consecuencias, Latour reiteraba su asombro de que la sociología nunca se haya fijado en los objetos: “Tal como ocurría con el sexo en el período victoriano, los objetos no deben mencionarse pero su presencia ha de sentirse en todas partes. Existen, naturalmente, pero nunca se piensa en ellos en términos sociales (…) Como si a las cosas se les hubiera impuesto una maldición, permanecen dormidas como los sirvientes de un castillo encantado. Pero en cuanto se los libera del encantamiento, comienzan a temblar, estirarse, murmurar; comienzan a pulular en todas las direcciones, sacudiendo a los actores humanos, despertándolos de su sueño dogmático”.
Esa fue, en buena medida, la tarea que Latour se impuso a sí mismo: romper el hechizo que mantiene dormidas a las cosas. “Al fin de cuentas”, decía, “no hay dudas de que las pavas «hierven» el agua, los cuchillos «cortan» la carne, los martillos «dan» en el clavo, el jabón «quita» la suciedad, los cronogramas «ordenan» las actividades ¿Acaso esos verbos no designan acciones? ¿Cómo podrían esas actividades humildes, mundanas y ubicuas decir algo nuevo a cualquier científico social?”. En preciosos textos como “La tecnología es la sociedad hecha para que dure” (1998) o “Un colectivo de Humanos y no Humanos”, sexto capítulo del libro La esperanza de Pandora (1999), Latour nos mostraba cómo unas llaves pueden modificar nuestro comportamiento, cómo un badén puede sincronizar las creencias de los conductores de automóviles, cómo un arma puede cambiar los planes de quien no estaba pensando en matar. Latour revitalizó un campo que se encontraba estancado al concebir los hechos sociales como aquellos que acontecen exclusivamente en interacción entre seres humanos. Propuso, en cambio, que la sociedad es una red infinita y enmarañada, dinámica y movible, de humanos y cosas. ANT, que es la sigla en inglés de su teoría (Actor-Nerwork-Theory), también significa “hormiga”. Latour tomaba con humor esa casualidad idiomática, pues concebía la tarea del científico social es como el ir y venir de una hormiga que, en una red, se topa con cosas y humanos en cada nodo. Cómo él mismo decía: «ANT es perfectamente adecuada para un viajero ciego, miope, adicto al trabajo, rastreador y colectivo. ¡Una hormiga que escribe para otras hormigas, esto encaja muy bien con mi proyecto!”
Filósofo del mundo
El alcance de esta concepción fue creciendo en la obra de Latour hasta convertirse en una crítica a la cultura occidental, que había quedado plasmada en el que quizá sea su libro más famoso, y sin dudas una de las obras fundamentales de los debates ontológicos y epistemológicos del siglo XX: Nunca fuimos modernos (1991). Por otra parte, en sus últimos años, dio un salto de escala en esa crítica, y dejó la perspectiva micro de la hormiga para dedicarse a pensar la geopolítica y la crisis ambiental. Dos fenómenos que veía íntimamente relacionados. Su libro, Gaia, cara a cara con el planeta (2019), en el que Latour planteó la necesidad de un “nuevo régimen climático”, es aceptado, por seguidores y críticos, como una de las obras clave para pensar la catástrofe ambiental actual. Pero, incluso, en ese salto de escala, Latour no abandonó su matriz teórica fundamental: la asociación de cosas y humanos para dar cuenta de los hechos sociales. En una de sus últimas entrevistas televisivas, afirmaba: “Uno puede vivir en Lemosín o en Gran Bretaña, da igual, pero depende de cosas que están mucho más lejos. Los cerdos de Gran Bretaña dependen de la soja de Brasil (…) La extraordinaria presión que se ejerce ahora en la cuestión política, consiste en preguntar qué pasa cuando uno describe las cosas de las que depende”. Hasta sus últimos días generó conceptos para pensar este nuevo escenario, donde el planeta no es lo otro de lo social. Había que pensar en “clases geosociales”, decía, y en una entrevista del año pasado, al diario francés Le Monde, afirmó que “La ecología es la nueva lucha de clases”.
Ahora, Latour ha muerto. Que haya sido en París, el 9 de octubre, a los 75 años, es anecdótico para un filósofo mundial que ha atravesado muchas épocas, y atravesará muchas más. Al enterarse de la triste noticia, otro filósofo, Emanuele Coccia, escribió un sentido posteo. No veo mejor manera de cerrar esta columna que transcribir sus palabras, porque me identifico con cada una de ellas, incluso, y sobre todo, con la última oración: “Siempre nos hablabas desde el futuro. Nos enseñaste a pensar con cualquier cosa: una llave, un badén, un instrumento de medición. Nos enseñaste que, si se puede pensar con todo, es porque todo, al fin y al cabo, piensa. Y tu inteligencia parecía alimentarse del pensamiento de todas las cosas. Con un humor, una ligereza y, sobre todo, un amor por la vida en todas sus formas, que es una de las cualidades más raras, más bellas y más humanas entre los seres humanos. Te echaré mucho de menos, querido Bruno”.