La tapa del retrete
Cuando la periodista estadounidense Susan Freinkel decidió escribir un libro sobre el plástico, realizó un experimento en su vida personal. Se propuso no tocar nada que estuviera hecho de ese material durante un día entero. Al despertar, por la mañana, caminó hacia el baño solo para caer en la cuenta de que la tapa del inodoro era de plástico. Parada frente al retrete, posiblemente entre saltitos, decidió interrumpir el experimento a menos de un minuto de haberlo iniciado.
Es verdad que podría haber superado ese primer escollo de muchas maneras, pero, también es cierto que luego la esperaban el cepillo de dientes, los interruptores de luz, los utensilios de la cocina, las bolsas, los recipientes, la ropa, el interior del automóvil… Imaginar las dificultades con las que se toparía a cada paso, aún sin salir de su casa, fue suficiente para agobiar su espíritu científico. Decidió, entonces, modificar la consigna para anotar en una libreta todos los objetos de(o con) plástico que tocaran sus manos. Tras llenar varias páginas, en las que figuraban la lapicera y el anillado de la libreta que estaba usando, se decidió por una experiencia más realizable: confeccionó una lista de las cosas que no contenían plástico, la cual, desde luego, fue muchísimo más breve.
Un tapiz artificial
A principios del siglo XX, un químico belga que emigró a Estados Unidos, inspirado por la autobiografía de Edison, intentaba solucionar un problema químico en la compañía de fotografías donde trabajaba. Accidentalmente, como ha ocurrido tantas veces en la historia de la ciencia y la tecnología, realizó un descubrimiento extraordinario, un nuevo material totalmente construido con moléculas diseñadas, que no se encuentran en la naturaleza. Lo llamó baquelita, el nombre que todos le hubiéramos puesto si nos hubiéramos llamado, como él, Leo Baekeland. Fue el primer polímero absolutamente sintético.
A los reinos mineral, animal y vegetal ahora se sumaba un nuevo reino totalmente artificial, que a base de promesas de abundancia a bajo costo, en pocas décadas se esparció sobre los demás reinos y tapizó el mundo. No obstante, el plástico no se difundió masivamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial, por múltiples factores, entre los que sin duda se encuentra la expansión de la industria petroquímica, un coloso que surgió de la alianza entre petroleros y fabricantes de polímeros en la década de 1920. El petróleo no solo alentó la expansión del transporte a motor, si no también toda una cultura de consumo de objetos de plástico.
Los de mi generación nacimos en esa cultura en la que para cada agujero había una tapa, una tapita o un tapón de plástico. Un mundo de bolsas, de cintas adhesivas, de botellas, vasos y pañales descartables. Un mundo de cartuchos, de maquinillas, de juegos y juguetes, de cepillos, de discos, de frascos, de tapas de retrete de plástico. Pero hasta hace seis o siete décadas, en su gran mayoría, las cosas estaban hechas de madera, lana, vidrio, algodón o metal. El fenómeno es capturado por el ingenio popular, por ejemplo, en el meme que crucé en estos días: “Imagínate en 2080 cuando le digan a un chiquito este mueble era de tu abuela y le muestren un cubo hueco de melamina despegada”.
La melamina es un aglomerado hecho con resinas plásticas, y la broma hace pie en la misma sorpresa con la que Freinkel escribió, todavía impresionada por su fallido experimento: “en una generación nos volvimos adictos al plástico, o, mejor dicho, a la comodidad, la seguridad, la diversión y la frivolidad que trajo consigo el plástico”. El nuevo mobiliario de mundo se transformó demasiado rápido en un conglomerado de objetos flexibles y al mismo tiempo rígidos, livianos, adherentes, impermeables, térmicos, elásticos, aislantes, maleables, y, en muchas más ocasiones de las convenientes, descartables. Desde el punto de vista económico, sin duda el plástico fue uno de los principales negocios del siglo XX, y se perfila para ser también, junto con los datos informáticos, el del siglo XXI. Se estima que se producen unas 300 millones de toneladas al año. En 1960 un estadounidense consumía 14 kilos anuales; hoy promedia los 135.
Las palabras en las cosas
No solo los muebles de nuestras abuelas eran de otro material, también lo era el habla. Junto a los nuevos objetos se diseñaron palabras, igual de versátiles y llamativas: polietileno, nailon, vinilo, polipropileno, poliuretano, acrílico, policarbonato, lycra, látex, poliéster. A pesar de que ignoro las realidades químicas a las que refieren estas palabras, las he escuchado toda mi vida. Incluso me parecen bonitas, modernas, y me siento sofisticado cuando las pronuncio. Al parecer no soy el único.
Según cuenta Freinkel, hace unos años, una encuesta en Estados Unidos reveló que, en base a lo que opinaban miles de personas, la palabra cellophane (celofán), era la tercera palabra más bonita de la lengua inglesa, después de mother (madre) y memory (recuerdo). El plástico está por todos lados en forma de fina lámina, de espuma o inflado con aire. Pero también en forma de palabra, entre las demás palabras, y hace con ellas lo mismo que con las cosas: las reviste, las empalma, la soporta y las contiene.
Freinkel publicó su libro en febrero de 2012, bajo el título “Plástico, un idilio tóxico”. El título anticipa la posición de la autora ante las consecuencias de un mundo irresponsablemente inundado de plástico. Yo tuve el libro durante años abandonado en mi biblioteca (de melamina) y aunque admito que solo he leído el prólogo y el primer capítulo, confieso que he mirado de reojo en el índice, y con inquietud, el título del cuarto capítulo: “Ahora los humanos son un poco de plástico”. Intentaré leerlo para la próxima columna y, tal vez, entre plástico, pueda contarles de qué se trata.