“Bruñir la gracia”, de Roberto Malatesta

Por Leandro Calle

“Bruñir la gracia”, de Roberto Malatesta

¿Qué se puede decir cuando un libro escrito desde las entrañas nos llega a las entrañas…?

La poesía de Roberto Malatesta es una poesía que tiene que ver siempre con la profundidad y la sencillez. El paisaje santafesino acompaña su voz madura, calma, certera.

Pero este nuevo libro de Roberto, “El que bruñe la piedra de la gracia”, es un libro de una hondura mayor. Pienso en el sentimiento de piedad que, según Aristóteles, se buscaba en la tragedia sofocleana, pienso y repienso muchas cosas.

Es más, dejo a un lado el libro y me vuelvo plegaria (hoy que está tan poco de moda el término y la acción). Digo que dejo el libro y voy estirando la reseña porque esta vez la hondura de la que hablo, mejor dicho, en (y digo bien “en”) la que habla el poeta supera con creces todo análisis, toda mirada.

Dice Malatesta: “Casi todos estos poemas fueron escritos mientras Emiliano estuvo entre las cosas y los días, los que lo conocieron pueden dar testimonio de su ser luminoso y sufriente; los que no, quizás estos poemas, aunque insuficientes, les den una posibilidad de tocar su resplandor… Aquí el único necesitado soy yo, el lector de este libro sabrá perdonar mi insolvencia”.

La muerte de un hijo no tiene explicación. Los que no hemos vivido esa experiencia sobrehumana apenas podemos atisbar una migaja del dolor. Entonces, por qué escribir, me pregunto. Para qué escribir allí donde todo rebalsa y parece sin sentido.

Sin embargo, releo el libro y siento un fuego doloroso que me impele a decir unas palabras, que quieren ser abrazo a la distancia, un abrazo tal vez insuficiente pero que me vuelve más humano.

Un abrazo y un gracias, porque Roberto Malatesta se toma la poesía en serio, y en poesía ofrece también esta experiencia de dolor.

Varias veces se repite en el libro un verso que el libro lleva por título: “mi hijo bruñe la piedra de la gracia”. Es un verso hermoso y de gran hallazgo estético donde la acción de bruñir (lustrar o sacar brillo) tiene la dureza y densidad de la piedra y la levedad alada de la gracia.

La piedra de la gracia se convierte, así, en una imagen perfecta del dolor paradojal.

La gracia, ese don teologal que durante siglos significó la contienda de los católicos. La gracia, que poseía su ascendencia griega del término “jaris”: el don gratuito, sobrenatural, infundido por Dios en la criatura racional en orden a la vida eterna. Así lo decían los concilios a lo largo de los siglos, y así también aparecían las condenas de Bayo y de Jansenio, entre otros. La gracia que los escolásticos diseccionaron con el escalpelo del cerebro en santificante, habitual, actual y un largo etcétera. Un bazar teológico con diferentes modos de la gracia. Nada más lejano que la piedra de la gracia que bruñe Emiliano.

Esa gracia de bazar teológica es casi de plástico; la gracia es aquí, en este libro, una piedra. Una piedra que hay que pulir: de ahí el resplandor del que habla Malatesta.

La gracia, me atrevería a decir, es el mismo Emiliano. Piedra y gracia luminosa.

El poema “Bienaventuranzas” deja una puerta abierta en la espesura:

“Los de corazón puro verán a Dios.
Ver es el verbo de la promesa.
Retirado en su mundo
mi hijo me aventaja, no parece
en nada necesitar de mí.
Soy yo el que pide
me enseñe la secreta herramienta
con que bruñe la piedra de la gracia.
¡Alégrense pobres de espíritu!
Fiel a una inexorable, personal,
primavera, él bruñe, y desde el magro
árbol de su cuerpo,
crece el verbo Ver y puebla
los argumentos del cielo”.

Es cierto que hay otros libros. Los tengo. Tanto de Malatesta como poetas que han pasado por la misma experiencia (Ungaretti, “Il dolore”; Castilla, “Baltasar”…) Pero no se trata ahora de hacer literatura. Me viene a la cabeza un verso de Liliana Levin: “Hondame dolor”.

Se escriben tantas banalidades. Un poeta profundo como Malatesta no sabe hacer otra cosa que pasar por el tamiz de su poesía la propia experiencia. Es auténtico. Ni cursi, ni lacrimógeno. No tiene tiempo. El dolor no deja ese tiempo. Hay que bruñir la piedra de la gracia.

Mi querido/a lector/a: esto no es ciertamente una reseña, esto es un abrazo en la poesía, que quiere viajar hasta Santa Fe y decirle a Roberto que leyendo su libro el resplandor de Emiliano mojó mis lágrimas. Lágrimas como piedras. Huella indeleble que deja la poesía cuando verdaderamente habla.

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