No creo mucho en las casualidades. Hoy, 25 de mayo, estoy sentado leyendo en la cocina de mi casa, el primer libro de poemas de Daniel Vaca Narvaja: “Warcalde y después”, que editó Mora Barnacle este año. Insisto, no creo en las casualidades. La poesía es ese territorio misterioso, sutil como el rumor del agua que hay que saber escuchar. Una mínima distracción y eso que comenzaba a iluminarse, a crecer, se diluye, como cuando una liebre se descubre observada.
La historia argentina, atraviesa estos poemas, poemas que se van asomando a la escritura con cierta timidez, pero con el brillo poderoso de lo auténtico. No hay artificialidad. Hay una vida vivida que de pronto comienza a transitar las aguas de la poesía, o mejor, la poesía decide habitar ese itinerario, quiere apropiarse de la historia y la hace suya, la ilumina.
El libro de Daniel Vaca Narvaja, tiene cinco partes muy bien definidas que van desde Villa Warcalde hasta Avellaneda, en el norte cordobés donde trescientos nogales dan fruto y testimonio de un recorrido vital. Es un libro político. Es un libro de poemas, claro, pero toda poesía es política. No hay panfleto y eso es ya un logro enorme en el campo de la poesía social o política.
La primera de las cinco partes del libro es “Warcalde” y comienza con el poema “Big Bang”. Como en una semilla, todo el libro está allí de manera potencial. Paraíso perdido de la infancia, la casa familiar, la madre, el padre, los hermanos. Allí, en Warcalde, estalla el big bang de un camino que no tiene vuelta atrás. Ese camino tiene que ver con la muerte/asesinato del padre y por eso aparece una suerte de epistolario filial. Poemas hondos, en donde el dolor, cava profundo, pero también, son poemas donde late y subyace la esperanza. “Las cenizas de mi madre/ abrazan amorosamente/ desde hoy, / las cenizas de su hijo/ fusilado…//…Son polvo amoroso/ que el viento del tiempo/ y ningún humano/ jamás podrán ya separar”. Lírica del dolor, que hace pie en Quevedo (“polvo serán más polvo enamorado”) y se dispara hacia la justicia y la esperanza. El poema “La noche”, dentro de esta misma sección, es un dialogo con el padre, donde el poeta reflexiona sobre el paso del tiempo: “…y casi sin darme cuenta/ me hice viejo, tan viejo/ que soy mayor que vos…” De nuevo el dolor de la ausencia, pero al mismo tiempo, la lucha, el tesón firme de la resistencia que alzan al poema, lo echan a andar y no a quedarse sepultado. Por eso, al final, en el poema “Balance”, Daniel dice: “hemos andado lindo/ todos juntos/ caminando”. Hay una construcción colectiva del camino que evidentemente viene de la militancia política y que asimismo exuda, se transparenta en la poesía. El gerundio final, señala esta militancia político/poética, en marcha, como si dejáramos el coche encendido. La “vida partida”, la expansión del big bang que hizo estallar aquel paraíso perdido de la infancia se extiende y en su crecimiento pasa mucha agua bajo el puente, sin embargo, el nosotros de la poesía sigue vivo y parece decirnos que hay “vacasnarvajas” para rato.
A “Warcalde” le sigue “Interregno” el momento tal vez más doloroso del libro con su poema “La cruz”, que toca la raíz honda del dolor. Encontramos allí un poema/caligrama indicial de la cruz y todo está dicho en el poema. Creer en él, dolerse y callar. Nada cuenta decir, solo acercarse como a una zarza ardiente. No hay respuestas, hay preguntas, interrogantes: “¿Por qué no lloro fuego/ si lo que siento/ quema?”.
“Citadinas” son estampas lugareñas y en “Sentires” aparece el amor y la amistad que antes se manifestaban alrededor del grupo familiar. Y así llegamos a la última parte del libro: “Avellaneda”, que como dijo el mismo autor en la presentación de su libro, es hoy su “Unidad básica”, o podríamos decir nosotros, su lugar en el mundo. “Anochecer en Avellaneda”, es un poema muy bello en donde aparece el “solo estar”, cierta iluminación en medio de la noche y esa sola paradoja ya nos introduce en los umbrales de una poesía que roza lo místico.
“Warcalde y después”, es una poesía que, atravesada por la historia de nuestro país, dice, habla y se convierte así en testimonio. En griego, testigo es mártir, y en este sentido, encuentro también un recorrido martirial de la poesía en el libro de Daniel Vaca Narvaja. Pero una clave martirial que escapa a la derrota, al contrario, se yergue como testimonio de una resistencia y una lucha por un país más justo. La “señora poesía” muchas veces ubicada en los líricos oropeles de las filigranas del lenguaje, no esquiva el compromiso, sabe del dolor y la injusticia. Imagino que ha querido esta señora, acercarse a Daniel y tocarlo para decirle algo parecido a lo que Neruda dijo en “Alturas de Machu Pichu”: “Hablad por mis palabras y mi sangre”.