Este próximo 22 de marzo se celebra el Día Mundial del Agua. Es un marco interesante para abordar este sustantivo vital que, en Córdoba, muchas veces viene acompañado del adjetivo alevoso. Cuando un cauce de agua crece de forma excepcional es alevoso, porque su condición es sorprendente y tiene potencial capacidad para matar, como lo ocurrido días atrás en Bahía Blanca. Si nos ponemos académicos, la alevosía es un delito -muchas veces asesinato- donde la víctima queda indefensa y el autor no corre riesgo. En el lunfardo del crimen incluía una especie de admiración delictual y, como consecuencia, en nuestra provincia consideramos a un acontecimiento alevoso por lo llamativo. Si una lluvia es poderosa, como la del martes por la noche en nuestra capital, acá es considerada alevosa. Además de estos fenómenos, por traslación, un vehículo también puede ser alevoso si, aparte de poder matar, nos produce una admiración lasciva, incorrecta, brutal.
Y la historia de nuestros protagonistas Carlos Cassaffousth y Juan Bialet Massé, está marcada por la alevosía porque hicieron de Córdoba un modelo a seguir para el mundo. Como compensación, ateniéndonos a nuestro carácter leguleyo, les metimos presos.
Estamos frente a una pequeña parte de una gran historia -aunque por motivos de espacio se centra en el señor Bialet Massé- escrita por Diego Arcos y publicada por el Casal Argentino en Córdoba.
Nuestro antihéroe nació catalán en la simpáticamente parecida Argentona, una ciudad de la provincia de Barcelona. Vio la luz un 19 de junio de 1846 bajo el nombre de Juan Pauli Battle y Mas.
Para los cultores de la resiliencia dejamos este dato: a los siete años sufrió un accidente penetrante en la cabeza que lo sumió en un estado de indefensión profunda. Sin embargo, se recuperó y con los años se recibió de médico -según él mismo, dado que no hay registros formales-. En simultáneo, cursó la carrera militar mientras acumulaba puntos en la membresía masónica y desde 1862, nuestro prohombre integró el ejército que impuso la Primera República Española en el frente, aunque principalmente se desempeñó en la Cruz Roja. Guardia y retaguardia, Juan resiste hasta que, caída la República (de merecida mayúscula), huye a través de diferentes países desembarcando finalmente, en nuestra patria.
Es julio de 1873 y lleva su reputación en el bolso de mano. Cabe mencionar que, antes de su llegada dejó atrás su condición de desertor perseguido y una primera familia que jamás volvería a ver. Por lo uno o por lo otro, en el puerto de migraciones ajustó su nombre a Juan Bialet Massé.
Nos morimos de ganas de advertirle “cuidado con la alevosía en nuestro país” pero él sigue su destino e inicia su labor de divulgación en el diario La Prensa con una prosa socialista que se sostendría en su política y práctica empresarial.
Gracias a sus contactos con el grupo masónico es nombrado Rector del Colegio Nacional de Mendoza en 1874 (cargo que repetiría en San Juan y La Rioja), año en el que también contrae matrimonio con Zulema Laprida Brihuega, integrante de la sagrada familia nacional. En 1876 se traslada a Córdoba para unirse al club de El Panal, donde su red de vínculos potencia sus expectativas políticas. Como buen cordobés adoptivo inicia estudios en derecho con resultados récord: consigue recibirse en sólo 22 meses y desde 1879 impulsa una carrera dual de médico y abogado.
En poco tiempo se destaca en la política y rápidamente consigue ser concejal, después es designado presidente del concejo deliberante. En ese mismo período funda la «Fábrica de Cales y Cementos La Primera Argentina», para producir cal y cemento de calidad. Sus bolsas disputan el mercado a los productos de competidores provenientes de Francia e Inglaterra con la particularidad de ser sustancialmente más baratos. En ese entonces resultan llamativas las buenas condiciones laborales de sus trabajadores. Los turnos de ocho horas son precursores para un sector muy sacrificado, y un mercado donde el monopolio de las potencias europeas era macabro.
La hegemonía británica empieza a sentirse incómoda con esta tecnología local mientras que el pedido de materia prima se acrecienta cada día para Bialet Massé. En 1886, el ingeniero Carlos Casaffousth, que gestionaba diversas obras de iluminación y de riego públicos, comienza una sociedad con Bialet para el proyecto más ambicioso del país: el Dique San Roque.
El muro de contención para este gran espejo de agua debía ser ejecutado en cuatro años (una verdadera proeza para un coloso de 250.000 toneladas de piedra, cal hidráulica y cemento local). Pero, el 29 de octubre de 1889, Casaffousth y Bialet Massé anunciaron la finalización de la obra. Se trataba de, ni más ni menos, del primer dique artificial de Latinoamérica y el más grande del mundo con 250 millones de metros cúbicos de agua.
Gustave Eiffel escribió ese año que “dos obras llaman la atención del mundo en este momento: mi torre y el dique San Roque, con la diferencia que este último es productivo y mi torre no”. En los meses siguientes grandes lluvias promueven dos sucesos novedosos: la aparición de miles de visitantes al dique, especialmente en la Villa Carlos Paz -hasta hoy vedette del turismo serrano- y el desborde de la Cañada. La fuerza del agua produce disfrute, pero también muertes: un centenar de personas son víctimas de la furia de La Cañada y Córdoba queda aterrada. Nuestro protagonista se siente orgulloso de su dique y amplía su empresa impulsando una nueva planta en Brandsen, Provincia de Buenos Aires, para alimentar la construcción de la prometedora Ciudad de La Plata.
En ese momento histórico, y con la política menos alineada de su lado, surge una de las operaciones más descabelladas de Córdoba cuando la noche del 27 de Julio de 1892 la policía sacó a los cordobeses de sus camas al grito de “¡se viene el dique!”, una catastrófica fantasía que aquejaba todas las noches. Nos cuesta imaginar el caos e histeria social, pero si tenemos una causa penal que se eleva hasta la prisión preventiva por muchos meses para ambos constructores. Una vez detenidos, los acusados enfrentan denuncias de fallas inexistentes en el dique mientras que absolutamente todos los encargos de sus productos en el país se paralizan dramáticamente causando la quiebra instantánea.
Como si fuera poco todo lo sucedido, aparece un ingeniero sueco, cuyas credenciales son dudosas, llamado Federico Stavelius y cuyos intereses profesionales se entremezclan con empresas foráneas. Intentó oficiar de perito contra la obra, pero terminó huyendo de la historia.
¿El resultado? Los acusados fueron absueltos en 1895 y tras su muerte el dique seguía de pie. Años más tarde, con el ánimo de dinamitarlo durante la construcción del segundo embalse, la obra demostró su entereza y, hoy en día, cuando el nivel del agua baja, la presa hecha por Bialet Massé y Cassaffousth todavía se muestra firme en el lago. Esos días les cuento esta historia a mis hijos e, indefectiblemente, me dicen “¡qué alevoso!”.