“Con la democracia se come, se cura y se educa”, supo decir Alfonsín. Esa idea de democracia no sólo excede largamente el procedimiento formal de votar administradores de consorcio cada cierto tiempo. También, y sobre todo, ataca la idea una democracia que se desentiende de las condiciones materiales para la igualdad y la fraternidad entre su pueblo, dejándolas en manos del mercado. Pero esa visión concreta y material de la democracia no fue la imperante. Por el contrario, se impuso (muchas veces por la fuerza de países imperialistas) la narrativa que proponía un “ménage-à-trois” de democracia meramente formal, capitalismo y prerrogativas individuales, como la base de sociedades estables, con avances económicos y culturales.
Esa narrativa, que parecía consolidada en las sociedades modernas, ha caído. Lamentablemente no cayó por motivos que podríamos criticarle con justeza, como el maridaje directo de capitalismo y democracia, sino por otros motivos más perversos. Hoy, voces potentes afirman que el capitalismo puede sostenerse mejor con gobiernos autoritarios; o que la democracia no está para intervenir protegiendo a su ciudadanía o estructurando activamente un modelo social inclusivo; o que los derechos humanos universales tienen un lugar secundario respecto de otros reclamos particularistas.
Los poderes económicos y los intereses privados le ganaron por goleada a los defensores de los derechos sociales, que supuestamente la democracia se encargaría no sólo de gestionar, sino también de incorporar como parte de la vida social misma. Más aún, países a los que sería difícil llamar democráticos, fueron y son sostenes imprescindibles del capitalismo contemporáneo (Arabia Saudita o China, por mencionar algunos).
Está gestándose una nueva narrativa antidemocrática y el resultado no sólo es el descrédito, sino ejercicios de violencia e injusticias explícitas.
En nombre de la democracia
Daría la impresión que el nombre “democracia” ha sido tomado en vano muchas veces. No sólo cuando en nombre de los “valores democráticos occidentales” se impusieron dictaduras en lugares que habían desarrollado políticas limitantes a los intereses del capital. La violencia surgida de modelos “democráticos”, contradictoriamente elitistas o al servicio de minorías, tuvo, paradojalmente, un gran valor: demostró el error de pensar los resultados económicos sin poner en juego los demás valores constitutivos de la democracia (equidad, solidaridad, participación). Ese modelo falló también en sus propios términos reduccionistas, porque la acumulación de riqueza por parte de pocos impidió generar un modo de ser democrático y sociedades pacíficas.
Hoy la democracia se usa en numerosos lugares para defender intereses profundamente contrarios al bienestar y necesidades de las mayorías populares; o para que mayorías de algún tipo (culturales, raciales) usen sus mecanismos para discriminar otras minorías.
En el período posterior a las dictaduras iberoamericanas, las diversas teorías de la democracia establecían un vínculo entre fundamentos éticos y justificaciones procedimentales, para dar asiento a la credibilidad de la democracia. Como escribió alguna vez Adela Cortina, siempre terminamos los congresos filosóficos, más allá de toda discusión, haciendo una genuflexión ante la democracia. Parecía una evidencia conseguida de una vez y para siempre.
Pero nos equivocábamos y, en nombre de la democracia, debemos preguntarnos porqué.
Democracia y paz
Si bien las reflexiones sobre la democracia –desde Platón– evalúan su rol como modo de gobierno, y si bien se plantea como justificación su capacidad de vincular personas con múltiples y opuestas comprensiones del mundo con un procedimiento comunicativo –como en Habermas– esas teorías todavía requieren una contrapartida. No sólo por los problemas que ellas mismas reconocen (la posibilidad de manipular la ciudadanía con intereses que dañan sus propias necesidades, la imposición del interés privado sobre el público, la dificultad de construir una voluntad común emancipada), sino y sobre todo porque la democracia implica una forma de vida.
Dewey decía que lo valioso de la democracia es que permite escuchar muchas y distintas voces, y ver así diferentes facetas de un problema, que muchas veces escapan a los expertos. Es un problema que los economistas de un gobernante (y el gobernante mismo) no compren leche o no tomen colectivos, tengan su salud cubierta de modo privado y dependiente de sus ingresos, etc. Pocas cosas van más en contra de la igualdad de condiciones básicas que esa falta de experiencia del otro.
La participación real de esas voces múltiples, sumada a la meta que propone el acceso a los bienes fundamentales para una vida digna como finalidad de la sociedad, sería un punto de partida para plantear la democracia no como un mecanismo sino como una forma de vida, valiosa en sí misma.
Una forma de vida pacífica, donde las personas presentan sus necesidades en la toma de decisiones. Una democracia donde la solución de esas necesidades tenga la prioridad valorativa al decidir. Donde pueda darse la vida emancipada y solidaria de esa ciudadanía, libre de los privilegios de quienes tienen la sartén por el mango, y el mango también.