Enciclopedias del buen comer

Por Pedro Indiana de Quesada

Enciclopedias del buen comer

Mi iniciación temprana en los “fogones” (qué curioso: seguimos usando esa arcaica denominación, de cuando los alimentos efectivamente se cocinaban a la llama viva de los fuegos naturales) fue, como ya he mencionado, a la vera de mi abuela, la Gran Cocinera en jefe de todo el ejército familiar -por entonces, exclusivamente de mujeres- que se agolpaba en ese amplio ambiente rectangular, con una mesada de piedra, fórmica y acero inoxidable, plenamente iluminado con una serie de ventiluces que daban al Sur.

Pero, apenas después de los primeros pasos, aquellos en los que sólo accedía a las pocas acciones delegadas al “pinche” (pelar verduras, batir algún compuesto), cuando mi rol se fue ampliando, sentí la necesidad de apelar a informaciones por fuera de ese círculo matriarcal, de esas mujeres que daban la impresión de haber llegado a la vida con toda la formación culinaria ya vigente en su ADN desde el primer momento; yo, por el contrario, debía apelar a fuentes externas.

Y, en mi niñez, Internet y el acceso inmediato a googlear hasta la nimiedad más peregrina era sólo un capítulo de la ciencia ficción futurista. La ciencia ficción me gustaba, por cierto, la había encontrado en un estante bajo de la biblioteca de mi madre, en los libritos de la editorial Minotauro, aquella fundada por Paco Porrúa a mediados de los años 50, donde publicaban a clásicos del género con unos prólogos estupendos de Jorge Luis Borges y Marcos Victorica; después, y ya por adquisiciones mías en la Librería Damilano, por los cuentos que aparecían en la revista El Péndulo, dirigida por Marcial Souto. Pero, como se ve, hasta la mismísima percepción de lo que años después sería la glosfera googleriana había que encontrarla en los libros.

Por lo tanto, a los libros acudí para intentar complementar la información oral y consuetudinaria que me era legada, en la acción, por las cocinera de mi casa. Y para no quedar tan en babia cuando la abuela, después de hundir el dedo índice en la mayonesa que me había mandado a batir (con dos tenedores en la mano derecha, y con el botellón de un litro y medio de aceite “Cocinero” largando un fino y continuo hilo desde la mano izquierda), indicara: “Va bien, pero agregale una pizca más de pimienta negra, y dos pizcas de orégano”. ¿Cuánto era una pizca? ¿Y cuántas eran dos, si la pimienta es un polvito casi imperceptible, como el talco, y el orégano unas hojas frescas, grandotas, con tallos, mojadas (al estar recién lavadas), pesadas y gruesas? Había pesos, tiempos, medidas, léxico de iniciados: iría a los libros a desburrarme.

Ellas también consultan

Además, había otro elemento circundante que me dio la pauta de que no estaba muy errado en mi intuición de ampliar horizontes desde la letra impresa: en esa cocina grande, donde todas se movían con tanta autosuficiencia y parecían tener las respuestas incorporadas, también había una pequeña biblioteca. En la pared del frente de la de los ventiluces -la que correspondería al lateral Norte de la casa- se ubicaba la heladera, una torre de canastitos para las papas, las cebollas, y las hortalizas y verduras recién llegadas (a la heladera deben ir recién cuando estén lavadas, cortadas, dispuestas en recipientes de plástico, o ya precocidas); luego un inmenso aparador con cajoneras, puertas dobles a los costados y una vitrina de puertitas corredizas de vidrios en el centro, donde se disponía la vajilla de diario y algunos cacharros de uso frecuente. Encima del aparador colgaba un mueble por entonces común a todas las cocinas, y que con el paso del tiempo fue transformándose: la alacena. Al final de toda esa disposición mobiliaria, en el rincón más alejado de los humos y del trajín, una estantería delgada cerraba el conjunto: ese era el lugar de los libros de cocina. También las expertas consultaban recetas.

En el estante superior, colocado en una cómoda posición horizontal (porque la edad y la frecuencia del uso lo habían terminado despanzurrando, descolando, y el vencido lomo ya no soportaba la alineación vertical de los demás libros) estaba el clásico de los clásicos de las cocinas argentinas de mediados del siglo XX: El libro de doña Petrona. La enciclopedia, de unas 500 páginas, ya había sido recurrida por un par de generaciones en mi familia, y seguía tan vigente como cuando había llegado al primer estante de la bibliotequita del rincón de la cocina.

En las repisas debajo de él había otros libros, por los que bucearía también yo en los años siguientes (alguno de ellos, como un vestigio de continuidades, aún se halla en mi propia biblioteca culinaria, heredado de aquella de la infancia), recetarios específicos para salsas; para la panificación casera; de cocina española, italiana o eslava; y algunos manuales monográficos de cocineras célebres.

En los últimos anaqueles, ya contra el piso, se apilaban también colecciones de revistas -entre la que sobresalía la Paladar, que convocaba a la lectura muy atrayentemente desde el subtítulo que agregaba debajo de la marca: Enciclopedia del buen comer, y que mi madre compraba y hacía encuadernar, año a año, en unas gruesas tapas de cartón rojo entelado-, y, con menos orden, pilas de recortes (comentarios, artículos de diarios y revistas, recetas para festines de Navidad o de cumpleaños), entre los que se fueron agregando, hasta el último día en que mi madre anduvo revolviendo “entre ollas y sartenes” por la cocina de los ventiluces, los estupendos textos cotidianos de Blanca Cotta: “De aquí, de allá y de mi abuela también”.

Blanca mezclaba en esas páginas, como en sus recetas, cuentos, anécdotas familiares y relatos, generando una entretenida sección semanal que hizo historia y que se mantuvo vigente durante décadas. También incluía correspondencia con cocineras epistolares: en esos tiempos las cartas eran en papel, se ensobraban y se enviaban por el Correo; Blanca Cotta leía la carta, probaba de cocinar la receta recibida, y si el resultado era efectivamente satisfactorio publicaba el “paso a paso” en su sección del diario Clarín.

Como queda visto, intentar internarse en ese amplio y vasto océano que es la cocina, implica también equiparse de una flotilla de las buenas embarcaciones que son los libros dedicados a ella. Me ocuparé de varios en estas páginas, de los de aquella época primigenia y también de los de esta nuestra, ya que la exigencia y el placer de consultarlos no ha cambiado ni siquiera con la glosfera googleriana. Como homenaje, por el lugar que se ha terminado forjando en nuestra cultura, comenzaremos con esa criolla, santiagueña de La Banda, Petrona Carrizo; ella aprendió a hacer hojaldres al lado de otra Carrizo -su madre, Clementina- aunque la historia la recuerde con el apellido de su marido, don Atilio Gandulfo, y el santiagueño Carrizo haya quedado sólo como un “C. de” en el medio.

El miércoles que viene será el turno entonces de doña Petrona C. de Gandulfo, hasta entonces.

Culinarias cordobesas

Torna a Sorrento, López

Un retrato con abundante cabellera, una mirada aguda, un mostacho superabundante y una corbata de pajarita de aquellas grandes, que ocupaban casi todo el cuello: la suma de estos detalles ubica a la fotografía del hombre en algún momento indefinido del siglo XIX o principios del XX, un abuelo muy abuelo. Esa imagen es la elegida por unos nuevos pizzeros cordobeses, que aluden a la genealogía de aquel ancestro napolitano en la marca que acaban de fundar: “Di Tátara Tátara” (abuelo). Y con simpatía agregan al logo “Riceta oriyinale”, en ase cocoliche que ya se ha incorporado a la tradición lingüística argentina (desde el momento en que se lo anota, parodiándolo como en los volantes de esta pizzería del Parque Sarmiento, en el poema nacional del Martín Fierro).

La iniciativa es de Sorrento López, que con su apellido españolísimo -o criollísimo- apela a las recetas traídas por su tatarabuelo napolitano para hacer unas pizzas pequeñas, pero suculentas, en el mejor estilo del Sur italiano. La masa es finísima, esponjosa en los bordes altos, la acidez del tomata está controlada, sin amarretear los medallones de una buena “mozzarella” y perfumadas con unas hojitas de albahaca fresca. Para comer las porciones como los italianos: doblándolas por el medio. Los hornos a la vista, la higiene también. Los tiempos de espera pueden ser medianamente largos (el paso al Parque, en las tardes de los fines de semana, ralentizan la horneada); algunas cervezas y una limitada oferta de bebidas cierran el círculo.

La pizza, ya lo dijimos, está viviendo un tiempo de “revival”, con múltiples diversificaciones y recuperaciones originales; en Buenos Aires ha llegado cierta marca neoyorquina a la calle Corrientes, y las colas para conseguir alguna mesa en alguno de los varios pisos del local recién estrenado llega a medirse por cuadras en las noches de los fines de semana. Esta tendencia no puede ser sino una buena noticia para la comida local al paso. Iremos en esta sección haciendo pruebas de porciones, hornos y variantes de la “divina masa”. Esta escala en el minúsculo localcito de la Poeta Lugones, frente a las puertas vidriadas del Museo Emilio Caraffa, ha aprobado con creces nuestro ambicioso paladar. Adelante, Sorrento López, con las recetas del lejano abuelo.

Recomendable – tres aceitunas

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