Un pedante en delantal

Por Pedro Indiana de Quesada

Un pedante en delantal

Uno de los primeros recuerdos que me han quedado de los días introductorios a la universidad (hace ya de eso tanto tiempo que, con propiedad, podemos decir “en alguna tarde cordobesa del siglo pasado”) es la definición aristotélica del hombre como “zoon politikon”, como animal político, o sea, como el único organismo biológico complejo con capacidad para crear sociedades y gestionar la vida en comunidad. Aunque, matizando el exclusivismo y en una adelantadísima postura ecológica, el Griego también extendía la definición de “zoon politikon” a las laboriosas abejitas, a las militaristas avispas y a las esforzadas hormigas. Lo hacía en aquella célebre página de su Política: “es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, así, el hombre es por naturaleza un animal político, y el apolítico por naturaleza y no por azar es un ser inferior” (I, 1.253).

Es tan rotunda la definición de Aristóteles que se impregnó en mí desde aquellas clases tempranas y la llevé conmigo siempre, hasta que otra tarde –en Barcelona, comiendo unos pescaditos fritos con papas “bravas” en un chiringuito frente al mar– me encontré de pronto con un aserto tan rotundo e indiscutible, aunque mucho más simpático. Estaba leyendo el estupendo Tristes trópicos, que revisa y crónica las experiencias del antropólogo estructuralista Claude Lévi–Strauss, narradas con una soltura literaria y una creatividad que, al tiempo que constituye una seminal obra en el plano teórico, lo hace un libro de gozosa lectura (hasta en la playa, como entonces fue mi caso). Y entre las aventuras brasileñas del francés me encontré esta definición: “el hombre es el único animal que cocina”.

La fundamentada argumentación antropológica de Lévi–Strauss me convenció de inmediato, pero ya aun antes de convencerme me había ganado para su causa, porque si hemos cometido tantos errores, barrabasadas y atrocidades como animales políticos desde los albores de la civilización hasta hoy a la mañana, no puede negarse que la cocina que en ese mismo lapso hemos desarrollado se eleva como uno de los productos más disfrutables y compartibles de la cultura. Esta serie de pequeñas notas que inauguramos aquí estarán dedicadas a ella, sabiendo –como lo afirma esta autoridad de la antropología– que la cocina integra la propia definición del ser humano.

De abuelas a nietas (y nietos)

Aunque la ciencia la registre como una actividad constitutiva de lo humano, y por lo tanto tan vieja en el tiempo como éste lleva sobre la Tierra, hay que reconocer que la cocina no emergió a la superficie de la cotidianidad hasta hace relativamente poco. Durante siglos, milenios inclusive, los fogones estuvieron relegados u ocultos, igual en pobres que en ricos, igual en el campo que en las ciudades. En el rincón más alejado de la casa humilde (al menos en los veranos), donde los fuegos y el humo molestasen menos; junto a los corrales de los animales en las haciendas y en los campos; o en los sótanos de los palacios, adonde también se relegaba a la servidumbre. Era, claramente, un ámbito de servicio necesario, pero no relevante en cuanto actividad sino sólo a nivel de producto: la comida terminada. Los comedores, a diferencia de las cocinas, sí tuvieron siempre un lugar de privilegio en la disposición del hábitat.

Y el segundo elemento –transversal a las diferentes idiosincrasias, modos y geografías– fue una nota de género: la cocina fue terreno femenino. Quizás una distribución de roles que alcanzaba a remontarse hasta períodos anteriores a la historia, cuando los de mayor fortaleza muscular eran los encargados de proveer las piezas alimentarias conseguidas comunitariamente en las partidas de caza, y las mujeres las encargadas de prepararlas (aunque esta especulación no tenga el respaldo de ninguna cita antropológica del gran Lévi–Strauss, y sea apenas unos dados tirados al aire apostando al doble siete).

Pero sí es cierto que la cocina era ámbito relegado en la jerarquía privada y territorio femenino. Podríamos incluso fechar el momento en que eso comienza a transformarse, y lo podemos hacer porque está temporalmente muy cercano a nuestra propia generación. Se da cuando los alimentos dejan de depender del fuego de madera para ser cocinados, y cuando la refrigeración permite estirar los lapsos de utilidad de los ingredientes. Y esto, en las cuentas largas de la historia, fue ayer nomás.

Cuando yo era pequeño, hacía varias décadas que esos cambios habían comenzado a operar en los antiguos fogones: las cocinas a leña ya habían sido sustituidas por los muebles con hornallas a gas (licuado y por redes domiciliarias en las ciudades; con tubos de cuarenta y cinco kilos en los barrios más alejados del centro; con garrafas de ocho, diez o doce kilos en los pueblos de las periferias; o con cocinas a kerosene en las casas de campo), y las heladeras ya campeaban su lugar de honor hasta en la cocina más pequeña de una pensión o de un departamento de estudiantes. También las vi de kerosene en las chacras, con la llamita encendida en la parte trasera: ese milagro del calor fabricando frío. Transiciones, pero los años de fiambreras colocadas a la sombra fresca, de sótanos húmedos, de salazones, de conservas en grasa, en vinagres y en salmuera habían pasado, o comenzaban a integrar el exotismo gourmet. Para conservar el bife, la leche, los huevos, la lechuga sin achucharse y el tomate sin arrugarse, estaba la dama blanca de las esquinas. Poco después llegarían los freezers, y esa ya fue otra historia.

Cuando yo era pequeño los cambios tecnológicos ya habían llegado, pero los culturales, que son más lentos, no todavía, y estos lugares seguían siendo territorio exclusivo de las mujeres. En mi casa cocinaban todas las mujeres, pero la cocinera mayor era mi abuela. Y yo –el primer hombre de mi familia que se animó a introducirse en ese espacio– aprendí a cocinar a su lado.

Ya muy anciana, a sus 93 años (era coqueta y se aumentaba la edad: decía que tenía 95) aun cocinábamos juntos, codo a codo. Y si alguna vez yo cometía la osadía de corregirle un paso en la preparación de un plato, o de hacerle alguna observación crítica, me miraba con cara de pocos amigos y refunfuñaba por lo bajo: “Vaya, por Dios… un pedante con delantal”.

De lo que aprendí de ella, de otras grandes cocineras y chefs alrededor del mundo, y de cómo la cocina es el centro del universo, hablaré en estas columnas.

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