“… sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión”.
Romance del prisionero
Parecía increíble que una ampolla de vidrio como esa pudiera contener la causa de su propia muerte, al menos la física. La otra había empezado hacía tiempo. Primero, con la sentencia de aquella jueza, luego con la partida de Estela, y ahora con ese mamarracho de juventud que había venido a pintarle en la fachada de su casa la mayor de las ignominias. Él sabía que a cada tiempo le correspondía un lenguaje, pero éste no podía ni quería entenderlo. Cuando se tenían convicciones como las que él había tenido, no había conciliación posible. Rogelio siempre había sido de su misma opinión, por eso un día apareció en su casa con esa ampolla y le dijo:
– Esto te va a devolver la libertad.
La señora Carmen estaba pasando la escoba muy cerca, como si no quisiera perderse ninguna parte de la conversación, de modo que él recibió la ampolla y se la guardó rápido en el bolsillo. Tardó en darse cuenta de su propia conmoción. Rogelio era uno de los pocos compañeros de aquella época que estaban vivos. Hacía muchos años que no tenía noticias de él.
Desde entonces, conservó la ampolla en una cajita con guata, al fondo de un cajón. Cada dos por tres, la sacaba y la giraba entre los dedos. No era falta de coraje sino de decisión. Buscaba el momento perfecto y al fin había llegado. Se instaló en su sillón y miró el portarretratos de Estela:
– Ojalá que, en esa otra vida, como dicen, nos volvamos a encontrar.
Pero esa mujer no era Estela. ¿Era su madre?, ¿dónde estaba entonces el portarretratos de Estela? Tomó el cuadro y se quedó observándolo. ¿No era increíble? La joven Estela se parecía mucho a su madre. De hecho, también a Alena. Qué felicidad era jugar con Alena a la peluquería. Ella le revolvía el pelo, le masajeaba el cuero cabelludo y su pecho estaba tan cerca de su cara que él podía sentir la fragancia dulzona de su cuerpo que lo dejaría borracho de amor por el resto del día.
¿Y ese ruido? Fue algo así como el impacto de algo o alguien cayendo en el jardín del fondo. Se enderezó en el sillón y quedó expectante. Sabía que venían por él.
*
Tal vez todo empezó el día que lo llamaron por teléfono para decirle hijo de puta. Que el insulto viniera de una mujer no era buen signo. ¿Cómo explicarlo? Había dedicado su vida a las mujeres, las había amado por sobre todas las cosas, empezando obviamente por su madre. No por otra razón se había arrojado contra el hijo del carnicero, para tumbarlo en la zanja y apretarle el cuello porque lo había llamado hijo de puta. Aunque en varias reuniones familiares, su hermano se había apropiado de ese recuerdo para jactarse (era mucho más verosímil que hubiera sido él y no el debilucho de su hermano menor), él sabía que esa hazaña le pertenecía. La fuerza estaba toda en la mente. ¿Y ese recuerdo de dónde le había venido? Un episodio de su vida que creía perdido para siempre.
– ¿Quién era, doctor? –preguntó la señora Carmen desde la cocina donde venía olor a frito–, ¿una paciente suya para saludarlo? Qué linda sorpresa, ¿no?
– Así es, pero se cortó.
¿Cuál era el beneficio de que su cerebro rememorara ese u otros sucesos y olvidara, por ejemplo, dónde había guardado la radio portátil la noche anterior, lo que podía llevarle horas de recapitulación y búsquedas inservibles? La naturaleza no siempre se mostraba sabia. Se pasaba deambulando por la casa para tratar de recuperar algún rastro de lo que hacía quince minutos quería hacer y se le mezclaban nombres, lugares y hasta años, pero la cara de Alena y tantas escenas de la infancia salían de cualquier rincón y lo asaltaban con una nitidez asombrosa.
– Si a los veinte años seguimos solteros –decía Alena–, nos casamos.
¿No era una propuesta hermosa? Pero faltaban tantos años.
– Ya te dije que no se puede entre primos –decía él para ocultar lo que realmente sentía–. Además, no se acostumbra que la mujer sea mayor que el hombre.
– Qué importa, Roby, seamos originales.
¿Hacía cuántos años que nadie lo llamaba Roby?
Una tarde, tras haberle sacado algunos productos a su madre, Alena le colocó unos ruleros y después le pintó los labios.
– Hay que hacer así –dijo entreabriendo la boca para mostrarle. Él obedeció y ella, concentrada, le pasó el lápiz, sin cerrar su boca, como si quisiera ser su espejo. La tentación de besarla fue irresistible, el resultado pésimo. Alena se echó a reír y le dijo que así no se daban los besos.
– A ver, ¿cómo se dan?
Ella lo sorprendió. Si al principio le dio un poco de asco, luego sintió el vértigo en el estómago. La abrazó y le dijo que la amaba.
Emociones como aquella no se repitieron tan fácilmente. ¿Y eso por qué? No lo sabía. Su vida se llenó de libros y después vino Estela. El trabajo. Su hijo. El deber. De hecho, ahora mismo, qué no hubiera dado por volver a sentir, como la primera vez, algo que se pareciera al amor. Estaba claro que el vaivén de las caderas de la señora Carmen por la casa era una reminiscencia que le hacía poco y nada de honor a su Alena, pero era lo que le quedaba, estando cautivo, sin otra recreación que la de imaginar, mirar y, de vez en cuando, tocar. “Quietito, doctor”, le decía cada vez que su mano se le escapaba como si tuviera vida propia. No podía controlarse. Era pensar en Alena y querer de inmediato satisfacer sus ansias. Y era extraño, porque no tenía la vergüenza de cuando era joven, de hecho, sentía que, dado su estado, se podía esperar algún tipo de consideración por parte de la señora Carmen hacia su persona. No era fácil, y a veces se enojaba con ella y no le hablaba por el resto del día o se limitaba a darle las órdenes necesarias.
– La próxima vez, si alguien no le da su nombre, no me pase el teléfono.
– Como usted diga, doctor.
Por suerte, no hubo ninguna otra llamada. Sin embargo, siguieron ocurriendo hechos extraños.
*
A no ser por ese gato que venía a visitarlo en las noches, allí no entraba ni salía nadie que no fuera la señora Carmen. Entonces cómo había entrado esa postal. Estaba en el suelo, cerca de su cama, y naturalmente la levantó. Un enigma intolerable y de muy mal gusto. Por qué la cara del guerrillero Ernesto Guevara. En su dorso estaba escrito:
A los genocidas que siguen gozando de impunidad:
Sepan que no los vamos a perdonar.
Los 30.000 desaparecidos
Y por qué debajo de aquel escarnio la marca impúdica de una boca pintada de violeta, no roja como la de Alena.
No bien se cruzó con la señora Carmen, se la mostró y le dijo:
– Por casualidad, ¿su sobrino no se habrá olvidado esto ayer?
El muchacho ya había terminado sus trabajitos y él le había pagado más que a un albañil con experiencia por haberse mostrado solícito e interesado en su pasado profesional, mirando sus títulos y condecoraciones, haciendo preguntas con una mezcla de mansedumbre, respeto y admiración. ¿Podía haberse equivocado tanto?
Ella agarró la postal y se quedó mirándola:
– La letra de Antonio me parece que no es, porque la de él es arañosa y esta es de hormiguita.
– La pudo haber escrito otro –pensó en voz alta.
– Pero ¿para quién es?, ¿qué dice? Si no soy metida.
– Tonterías –se la sacó y la hizo pedazos para tirarla a la basura.
Grave error. Debió haberla guardado para estudiarla en detalle. En sus tiempos, con la caligrafía, la letra no podía ser ni arañosa ni de hormiguita, era una escritura bella. Estaba claro que las computadoras y esos teléfonos la habían echado a perder. Cómo olvidarlo. De sus últimas salidas al mundo conservaba un recuerdo amargo. Esos muchachos y muchachas, con guardapolvos de un blanco dudoso, riendo a carcajadas, los pelos revueltos y decolorados, los aparatitos en las manos. No podía imaginarse a esos mismos jóvenes izando la bandera y cantando el himno nacional. Dónde había quedado la escuela pública que lo recibió en su seno y de un simple hijo de inmigrantes hizo un patriota. Se recordó como una criaturita salvaje, llorando y gritando porque lo arrancaban de su madre. El director de la escuela, probablemente aturdido, pidió que se lo llevaran de vuelta. Al día siguiente, después de muchas charlas, él aceptó separarse de su madre, pero no bien llegó a la puerta del aula, volvió a hacer el mismo escándalo y una vez más lo devolvieron. El tercer día, lo agarraron desprevenido. Cuando quiso darse cuenta, su madre ya no estaba, el director lo tomó de la oreja y lo arrastró hasta su despacho. ¿Qué le dijo? Olvidó para siempre esas palabras, no el respeto y el terror que le infundieron. Un señor de traje y corbata, que hablaba de modo pausado y elegante. Todo lo opuesto a su padre y ese español enmarañado, precario y brutal de los inmigrantes hispanos. En el colegio, descubrió que le gustaba aprender y que, de hecho, no le costaba tanto como a su hermano. Que sus notas fueran sobresalientes le gustó más.
De pronto, la señora Carmen reapareció frente a sus ojos y le anunció que se iba. Él miró el reloj de pared. Últimamente se iba antes de su horario.
– Faltan diez minutos.
– Sí, doctor, pero yo ya terminé mi trabajo y tengo cosas que hacer.
– Qué va a tener que hacer –dijo exasperado–. No tiene nada que hacer.
– No se enoje, doctor, pasa que los colectivos se llenan tanto que no paran. Y después, allá donde vivo, es tierra de nadie cuando se hace de noche.
¿Acaso no lo sabía? A la gente no le gustaba cumplir con su deber, de ahí que fuera necesario que otro, con más autoridad, la llamara al orden. Por fortuna, él siempre se había encontrado del lado de los últimos. Se lo debía a su madre. La ropa blanca y almidonada. Los pisos lustrosos. Le vendría de su pueblo, más precisamente de esa iglesia donde, desde los ocho años, trabajó para un cura que le hacía fregar el altar y lavar los hábitos de otros curas. En su casa, su hermano y él tenían que enjabonarse las manos a cada rato y, antes de pasar a los cuartos encerados, usar esos malditos patines. Manchar una camisa, un mantel o una servilleta podían valerle, según la gravedad del caso, desde una cachetada a latigazos con el cinturón de hebilla de su padre. Una tarde entró de la calle con los botines llenos de tierra y, a pesar de las precauciones que había tomado limpiándolos en un charco de agua, dejó una estela barrosa a su paso. Por más que se apuró en limpiarla, la madre lo pescó infraganti y no se libró de la paliza.
– A usted lo que le pasa es que no sabe estar solo –dijo la señora Carmen.
– ¿Quién?, ¿yo? Se equivoca. A mí lo que no me gusta es quedarme a solas conmigo. No me gusto. Más todavía, desconfío profundamente de mí mismo. Soy capaz de hacer cualquier cosa porque no tengo nada que perder, nadie por quien velar, no sé si me entiende.
– Cómo no lo voy a entender, doctor, si cuando quedé sola me pasó igual. Por suerte, ahora tengo a este sobrino de pichón, un pan de Dios, ya lo conoce, pero algún día se va a volar a hacer su propio nido. Es la vida.
– Tenga cuidado con los sobrinos.
– Y eso, ¿por qué lo dice?
– Por experiencia.
– No entiendo.
– Cría cuervos y te sacarán los ojos.
– No hable así de sus sobrinos, doctor.
– No les pienso dejar esta casa. No, señor. Lo juro por Estela. Parece que ahora les doy vergüenza, ¿sabe? Me lo dijo la esposa de uno de ellos cuando llamé para tener noticias. Además, mi hermano siempre me consideró y trató de inútil. Estudian los maricones que no quieren poner el lomo, decía. Y cuando me especialicé en ginecología: te dedicaste a las parturientas porque siempre fuiste un pollerudo.
– Pero qué sorete, hablando mal y pronto. ¿Fue el que se murió de cáncer?
– El único hermano que tuve.
– Es lo que yo siempre digo: la envidia come por dentro.
– No lo atendí, ni fui a su funeral. ¿Y sabe qué? No me arrepiento.
– Dios, que mira todo y es justo, seguro que ya los perdonó a los dos –le dio un beso en la frente–. Que descanse y hasta mañana.
– Dios y los hombres ya no saben a quién perdonar y a quién castigar –dijo, pero ella ya no estaba en la sala.
Se quedó mirando las manos, las mismas que habían hecho venir al mundo a cientos de bebés que ahora eran verdaderos ciudadanos, libres de cualquier adoctrinamiento y locura. ¿Dónde estaban cuando lo condenaron? Le debían la vida y, no pocos, un destino mejor. Pero no, al parecer, él se había equivocado. Había noches en que no dormía un solo minuto pensando en las palabras de aquel fiscal. Según él, su conducta, en tanto jefe de aquel servicio médico, había estado muy lejos del actuar desinteresado que se espera de cualquier profesional de la salud. Sin duda, una humillación sin precedente a su persona. Pero de ahí a que comparara su trabajo, y el de sus colegas, a la intervención de los médicos durante el nazismo, fue una blasfemia que tuvo que escuchar con cara de piedra para no dejar translucir una sola emoción. Desafortunadamente, no pudo hacer lo mismo cuando le tocó hablar y explicarles a todos esos magistrados que, más allá de lo que pudiera parecer como extravagancias de su parte, según los testimonios que se habían dado, su compromiso había sido intachable. Lástima que no bien dijo eso, tuvo que detenerse para reprimir su estado emocional que amenazó con derribar la compostura y dignidad que se venía obligando a mantener frente a la mirada expectante de todos. ¿Y si realmente había vivido en un error? No tenía la fortaleza para admitirlo. Era demasiado tarde. Tampoco iba a hacer el rol del títere arrepentido. No era cierto. Si hubiera tenido que nacer de nuevo y enfrentarse a las mismas situaciones, habría hecho exactamente lo que hizo, que no fue otra cosa que actuar según sus convicciones. Pero… ¿cuáles eran sus convicciones?
De pronto, se acordó de la tarjeta postal y fue a buscarla al tacho de basura. Tarde. La señora Carmen ya se había encargado de vaciarlo.
Romina Doval
(Ciudad de Buenos Aires, 1973). Es licenciada y profesora de Letras por la Universidad de Buenos Aires y magíster por la Université du Mans.
Publicó el libro de cuentos Signo de los tiempos, primer premio nacional Estímulo a la Creación Literaria y Teatral y las novelas, Desencanto, segundo premio del Fondo Nacional de las Artes, y La mala fe, finalista del premio Nueva Novela.
Sus cuentos han sido publicados y traducidos en antologías argentinas y extranjeras.
Presa suelta es su última novela.
En este fragmento de la novela Presa suelta, un médico obstetra condenado a prisión domiciliaria por delitos de lesa humanidad, se enfrente a diferentes indicios de que el fin puede estar más cerda de lo que sospecha.