Vuelve caminando al monoambiente, en la zona del Mercado Norte, preguntándose cómo pasará las navidades –ya están en diciembre y este dos mil trece quiere pasarlo en compañía de personas agradables. Agobiado por el calor y las horas de entubamiento pasadas en el ciber, se saca la gorra de béisbol que le cubre la cabeza y se abanica. Con la musculosa deportiva húmeda por la transpiración, aspira una bocanada de aire –acaso la obscuridad y frescura de la noche alivien el ensimismamiento que le han causado las largas horas de trabajo pasadas tras la compu. Una gota que le rueda por el rostro le humedece la mejilla y a él se le da por pensar en la piel tersa de la muchacha que ha conocido esa tarde a través del chat, cuya lozanía había traspasado el monitor y hecho erizar la piel –y más aún, cuando le dio un beso a la pantalla diciendo: “Soy Yamila”. El joven se ruboriza al pensar en los labios pintados de rouge azul que habían quedado adheridos a la pantalla de ella, pero el entusiasmo por el encuentro se desinfla al darse cuenta de que con la conmoción, no ha quedado en nada con ella, que se ha despedido sin haber concertado una cita. Irritado y temiendo no volver percibir su sensualidad traspasando la pantalla, entiende que el olvido no ha sido casual, que entuertos como ese le han venido ocurriendo desde hace tiempo, siempre cuando un suceso inesperado e importante acontece en su vida. Entonces Jonathan se queda paralizado de pies a cabeza, debiendo realizar inmensos esfuerzos para volver a moverse. Es como si sus extremidades estuviesen siendo digitadas desde arriba por unos hilos, como si su cuerpo estuviese tomado por una fuerza sobrenatural, sin que él pueda hacer nada para liberarse de ella. Jonathan sabe que cuando esos episodios acaecen debe abandonar lo que está haciendo, armarse de paciencia y esperar a destrabarse. Pero igual es muy irritante no poder hacer nada importante por estar paralizado. Es que a Jonathan le apabulla la vida, la existencia misma, el temor a volar, a no ser más que uno de los tantos olvidados del planeta.
Todavía recuerda la primera vez en que la fuerza se había apoderado de él. Tenía ocho años y estaba en su casa: se había quedado duro como el mármol contemplando el charco rojo que se agrandaba sobre el colchón de goma espuma del lecho matrimonial: su padre acababa de dispararles de muerte a su madre y al gringo de la talabartería. Jonathan se había quedado inmovilizado, observando los ojos abiertos del cadáver de su madre y la palidez de su mano aún tomada a la de su amante. Ni siquiera las voces y gritos de los vecinos que iban entrando le habían hecho cambiar de estado, ni menguar sus sentimientos de impotencia, insatisfacción e incapacidad para darle cauce a todo ese odio que, también, lo dominaba por completo. Alcanzó a ver a su padre escapar corriendo por las callejuelas del barrio, y después de aquello, ya no volvió a verlo más –y él, Jonathan, aún a sus 22 años, es como si todavía no se hubiese decidido a dejar todo aquello atrás y a vivir su vida. Si ni siquiera se anima a concertar una cita con una chica que le gusta. Es que en los momentos importantes me quedo paralizado sin poder hacer nada, se dice; y es por eso que no merezco ser tocado por la varita de la gracia, o por Yamila o alguien como ella. Nunca podré traspasar la puerta del cubículo donde se desangró mi madre, ni saltar la valla y correr hasta alcanzar a su asesino para vengarla, piensa Jonathan en sus momentos de desasosiego; nunca podré sobreponerme a esa fuerza que se apropia de mí y me impide actuar; Yamila nunca me amará.
Y mientras cavila todo eso, un estrépito que estremece la calle hace que Jonathan se sobresalte y de vuelta. Repara en el estado de conmoción que lo rodea, que no había llegado a percibir antes: gente agitada que va y viene, gritos exaltados, niños y niñas que lloran. ¿Cómo me doy cuenta recién ahora de lo que está pasando?, se pregunta con incredulidad intentado descifrar el extraño escenario que lo circunda, la causa de que todas aquellas personas se muevan en todas las direcciones ¿Una estampida? Con preocupación observa que unos hombres están rompiendo los cortinados metálicos de un comercio e ingresando a él, y que luego se apropian de la mercadería y escapan corriendo calle arriba. Esto es la anarquía, piensa Jonathan; ¿Había una revolución en ciernes y yo no estaba enterado?, cavila; ¿una manifestación? ¡Pero no!, se responde; ¡a las doce de la noche nadie hace paro! Se fija en un joven que se halla cerca suyo que toma una piedra del suelo, la arroja contra la vidriera de una zapatería y se pone a entrar a la tienda esquivando las estalactitas que han quedado aferradas al marco.
Lo que sucede ciertamente es atemorizante, cavila Jonathan; y en su marcha ve a una mujer que ingresa a la zapatería cuya vidriera había sido resquebrajada por la piedra, y una vez dentro, se saca los zapatos y calza unas botas de marca que se exhiben sobre un mostrador; un hombre de traje que sale de una vinería que se halla al lado, acarrea y se lleva un cajón de botellas de whisky; unas muchachas que han armado una fogata en el medio de la calle con unos neumáticos, ríen y cantan indiferentes a las humaredas que se elevan recargando el ambiente de exaltación y electricidad. Nada parece sensato en esta noche de verano, cavila Jonathan; ¡Si es como si el mundo se hubiese puesto patas para arriba! Apura el paso -quiere arribar cuanto antes al monoambiente- hasta que llega un punto en el que la curiosidad lo gana y, desviándose un poco de su camino, toma hacia la avenida, con el convencimiento de que desde allí podrá ver bien lo que está sucediendo. Llega a la esquina y se detiene, y luego asoma lentamente el rostro por la arista de la edificación hasta ver, para su asombro, que la pesadilla continúa allí, que también las tiendas de la avenida están siendo desmanteladas por brabucones que van y vienen gritando y riendo. Pero dónde está la policía, se pregunta Jonathan mientras unos hombres y mujeres que arriban en camiones y camionetas, detienen los motores, y tras bajarse, asestan sus robos y hurtos en los locales, para irse luego en sus bólidos, vaya una a saber adónde, seguramente a alguna guarida o refugio que les permita relevar lo sustraído con tranquilidad. Un poco más allá un hombre, eufórico, amontona maderas y bolsas de polietileno y les prende fuego. ¿No me habré escapado de un cuento?, se pregunta Jonathan abrumado por la sensación de irrealidad que le evoca lo que está viviendo. Se le da por pensar en la historia de ciencia ficción que ha leído días atrás y se queda por un rato ensimismado intentando recomponer su entendimiento, hasta que, dominado por la indignación, grita a viva voz: “¿Nadie piensa hacer nada?” –pero su grito no logra captar la atención de nadie. La suya, en cambio, recae en los dueños de un local que se han armado con palos para repeler a un grupo de agresores que intentan ingresar a su negocio, pero al ver que no podrán frenarlos, los tiran al piso. ¿El fin del mundo?, se pregunta Jonathan.
Observa en eso que dos agentes vienen caminando por la vereda de enfrente, en dirección contraria a la suya, y decide detenerlos y hablarles -tal vez ellos puedan explicarle algo de esa noche de locura; pero cuando está por mover la pierna derecha para cruzar la calle, siente que la fuerza inmovilizadora se está apoderando de él, que los músculos se le están entumeciendo, incluso los de la garganta, por lo que seguramente tampoco podrá hablar. Sin obstar ello, hace una fuerza sobrehumana y logra acercarse un poco a los agentes, pero cuando está por dirigirles la palabra, ellos ya han pasado a su lado sin siquiera haber advertido su presencia, mucho menos su intención de hacerles una pregunta. Jonathan se queda viéndolos irse y aun realizando grotescas gesticulaciones con la boca y la mandíbula en su intento de emitir sonidos y hablar. Una anciana que se le acerca, se queda observando boquiabierta las gesticulaciones de Jonathan, para retirarse luego moviendo la cabeza en señal de incomprensión.
Indignado por su inmovilidad y por la indiferencia con que los agentes que pasaron contemplaron los desmanes, Jonathan grita otra vez: “¡Están todos locos!”, alegrándose al constatar que ha podido hacer fluir algún sonido, al menos, a través de los nudos que le estrangulan la garganta. Desafortunadamente su cuerpo no responde; está estático, paralizado, imposible moverse. Pero Jonathan se esfuerza y esfuerza, hasta que logra mover un pie primero, lentamente; y luego el otro; Avancé un poco, se dice entusiasmado, hasta que un pensamiento incómodo le rasca la conciencia y Jonathan no puede menos que preguntarse lo obvio: ¿Y no seré yo el que está loco? En ese momento se suscita un repentino corte de luz que sume a la ciudad en un manto de obscuridad. Se escucha un ¡ah! generalizado, y luego, cesar el bullicio y los griteríos. La gente se ha puesto a mirar al cielo masivamente, pareciendo como si estuviesen esperando recibir de él una explicación sobre el apagón, y por un breve lapso nadie arroja piedras, nadie grita o toca la bocina. Al estar todos quietos como él, lo gana a Jonathan un feliz sentimiento de normalidad, de no ser tan raro como aparentaba a raíz de su inmovilidad. Sin embargo no pasa mucho antes de que alguien vocifera: “¡Vamos muchachos, metámosle pata!”; y entonces todo vuelve a comenzar y a ser como antes: el espacio se vuelve a crispar y Jonathan a esperar poder movilizarse. A unos pocos pasos de él, unos hombres entablan una riña por unas tablets y unos aire-acondicionados que han quedado sobre la vereda. Arriban entonces a toda velocidad y haciendo rugir los motores, un grupo de motoqueros que estacionan frente a un negocio de electrónica, y tras desmontar, derriban el acceso metálico, ingresan y se ponen a cargar artefactos en unas bolsas de arpillera; las llenan y se retiran luego raudamente y a bocinazo puro.
De pronto algo más concita la atención de Jonathan: un vehículo pasa ante él abriéndose paso entre la gente y los otros autos, y a él le parece ver en su interior, entre medio del grupo de pasajeros, a Yamila. Termina de reconocerla por el azul de los labios y las uñas pintadas de negro. Está sentada al lado de la ventanilla del asiento trasero, aun usando la blusa violeta con la que lo había encandilado a la tarde. Jonathan hace un esfuerzo sobrehumano y logra hacer escuchable un sonido: “¡Yami!”, grita con toda el alma, y entonces ella lo ve y reconoce –pero en ese punto la camioneta acelera y los dos entienden que aquello podría hacerlos perderse de vista. Yamila pega al vidrio de la ventanilla la palma abierta de su mano izquierda, y mira a Jonathan con tristeza por sentir que se están despidiendo, pero él ha logrado largarse a correr junto al auto -¡sí, Jonathan corre!, ¡porque se ha podido liberar de la fuerza maligna! Y como ya no lo inmoviliza más, alcanza a poner -Jonathan también- una mano sobre el vidrio de la ventanilla, justo sobre la de ella, antes de que el automóvil acelere de nuevo y se vaya raudamente del lugar. Se quedan los dos mirando y llorándose –hasta que el negro azabache de los ojos de Yami se pierde en la obscuridad de la noche.
Jonathan no se detiene en su movilidad recuperada, sino que se acuclilla en el suelo y se queda mirando el alejamiento del vehículo. ¿Pero qué es todo esto que ocurre, por Dios?, se pregunta ofuscado. Intentando calmarse se pone a mirar su entorno y observa que por los filos de las tablas de las persianas se puede ver que hay gente dentro de los departamentos -encerrada tal vez- en un intento de protegerse de los desmanes; pero de qué se van a proteger, reflexiona; si nadie detendrá a quien quiera hoy entrarse y robarles; si parece como si la policía estuviese de paro. Sin embargo, y después de darle vueltas al asunto, el muchacho comprende, al fin, que esa noche no hay ley, que nadie castigará a los transgresores, que nadie les impondrá sanciones, que bien podría también él hurtarse algo ahora que, al parecer, ya puede moverse, que ha vuelto a tener agilidad y se siente ligero como una pluma, que sus piernas le responden a la perfección. Si ni hace falta romper las vidrieras porque ya están rotas, se dice dominado, ahora él también, por el frenesí arrollador de cometer desmanes. Es así que Jonathan decide abandonarse a sus impulsos, y en una suerte de entrega a su suerte, ingresa a un local de ropa deportiva, haciéndolo a través de lo poco que ha quedado en pie de una gran vidriera cuyos cristales ya han sido hechos añicos y descansan sobre el piso. Se pone a recorrer el local, deteniéndose al dar sobre un mostrador con unas zapatillas chadny de color turquesa y verde; igualitas a las que usaba Brad Pitt en su última peli, piensa; si hasta parece como si estuviesen esperando que alguien se las lleve, se dice sintiéndose, ahora, inmenso y fuerte. Entonces Jonathan toma un palo del suelo, lo levanta con un brazo y lo revolea por el aire. Embravecido como un tigre, olvida a Pitt y se abalanza sobre un jogging que se exhibe en lo que había sido la vidriera. Se lo pone delante del cuerpo y observa cómo le queda; pero su euforia se esfuma de repente al ver que una inquietante figura lo está observando desde fuera del local. Se acerca al vano que ha quedado de lo que fuera el ventanal y escudriña el espacio –acaso sea algún conocido- hasta que reconoce al fin a la persona y del sacudón que experimenta, retrocede asustado. ¡Es que la figura que lo mira incisivamente es él mismo! ¡Ese bruto soy yo!, se dice asustado. El temor a terminar convirtiéndose él también en un vándalo, le hace sobreponerse, pudiendo llegar a observar que han quedado aferradas al marco de metal algunas estalactitas de un tamaño considerable, y que una de ellas es la que ha reflejado su rostro.
Sus resquemores son coartados por el repentino dejo de luz que hiere el interior de la tienda. Encandilado y con los ojos achinados, Jonathan se fija en lo que lo está constituyendo en el foco de atención: apuntan hacia él los faros de un automóvil policial que ha estacionado frente a los restos de la vidriera. Es evidente que la autoridad ha vuelto a regir y que las cosas están retomando su cauce. Los agentes ya se han bajado y se fijan en Jonathan, quien repentinamente se descubre en el interior de un local destrozado, aun sosteniendo con una mano un palo, y con la otra, un jogging con etiqueta. Arrepentido por el único delito que ha cometido en su existencia e indeciso por el curso de acción a tomar, se agudizan en ese momento en sus oídos los sonidos de las sirenas policiales que resuenan en distintos puntos de la ciudad y el ruido que ocasiona el tumulto de gente que huye despavoridamente, muchos aun cargando objetos sustraídas de los comercios. Un último modelo cargado hasta los dientes con mercadería, arranca y se aleja a toda velocidad. Como un caballo salvaje, un hombre pasa gritando: “¡Vuélvanse a sus casas!; ¡que la poli ya negoció sus salarios, terminó todo!
Un policía de los que ha descendido del auto le grita a la multitud: “¡Suficiente muchachos; volviéndose para las casas!”; y dándose vuelta hacia Jonathan agrega: “Vos también mocoso, volvete a tu casa” –así que éste arroja al suelo inmediatamente el palo y el jogging y sale corriendo por la Humberto Primo. Tras un trecho advierte que se halla deviniendo algo similar a la calma y entonces Jonathan se detiene, aspira unas bocanadas de aire y se pone a escuchar: solo se oye el arranque de unas motonetas y camiones, y los lamentos solitarios de quienes aúllan los destrozos entre las ruinas humeantes de las plantas bajas de los edificios. Retoma la marcha y mientras transita las últimas cuadras que le quedan, el aleteo despabilado de un helicóptero que sobrevuela los escombros resuena en el aire y en un cielo que está queriendo clarear –Jonathan entiende que es el gobernador vuelto de su viaje al exterior, que se ha hecho presente en la ciudad. Pero la retomada cordura se eclipsa nuevamente con los primeros rayos que se asoman tras las aristas de los edificios, pues la luminosidad pone de manifiesto el aspecto lúgubre en el que han quedado las calles: montones de escombros yacen inermes sobre el suelo de una ciudad herida, bocanadas de humo y vapor se elevan desde las esquinas de calles y avenidas, los centelleos de fogatas agonizantes se hallan manchando de gris las incipientes claridades del alba.
Jonathan traspasa al fin el umbral del inquilinato donde vive y se adentra por el pasillo hasta llegar a la puerta veintiuno. La abre y una vez dentro, se arroja sobre el camastro. Cierra los ojos, pero recuerda en ese momento algo que lo hace sentar de un brinco. Dirige su mano hacia el bolsillo del pantalón y busca y palpa un papel. Lo extrae y lee, y sonríe: ahora recuerda que lo había puesto allí. Saca el celular del otro bolsillo y digita el número que le había dado Yamila cuando conversaban por la web. El corazón le da un vuelco al comprobar que la línea telefónica no se ha cortado en esa noche de locos, y otro, al escuchar la voz de Yamila preguntando quién habla.
-Soy yo, Jonathan, el del ciber” –balbucea, escuchando el bombeo de su corazón.
– ¡Hola sí! Loquísimo lo que pasó, ¿no?
-Y… sí. ¿Qué tal si nos juntamos el viernes por noche en la bailanta del Central y hablamos bien? -pregunta Jonathan, y su chica le responde que sí, que lo querría conocer y bailar con él, que estará en el Central a las doce. La conversación culmina porque la línea se le ha cortado por falta de batería, pero ya no importa, porque han arreglado, han quedado en verse. Satisfecho porque esta vez nada le ha impedido lograr su cometido, porque ha sido tenaz y ha vencido a la fuerza, siente que se aproxima una vida nueva para él. Entiende que de ahí en más nada podrá paralizarlo y que nadie podrá alzarse en su contra. Y mientras se regodea con la proeza realizada, sus pensamientos son coartados por las aletas del ventilador de techo que se ponen a girar intempestivamente. Como por arte de magia ha vuelto la luz, alcanza a decirse Jonathan antes de quedarse totalmente dormido, tras un día largo, pero crucial en su vida.
Andrea S. Sabattini
(Villa María, Córdoba, 1958) Exiliada en los Países Bajos, reside actualmente en la ciudad de Córdoba. Becaria de la Organización Holandesa para la Investigación Científica. Ph-D en Filosofía. Abogada en ejercicio de la profesión, docente universitaria de diversas universidades internacionales y nacionales, investigadora científica con especializaciones en Estadística y Métodos y Técnicas de la Investigación. Escritora y columnista de La Voz del Interior, Hoy día Córdoba y diversos otros medios gráficos. Candidata a senadora nacional (2020).
Con una sólida trayectoria en el área de la Educación, ha publicado varias de sus investigaciones, entre otras: On becoming a street child (1996) Universidad de Ámsterdam; Transformación Educativa en Córdoba (1998) Red Federal de Formación Docente; Del menor delincuente al adolescente Transgresor (2001) Alción. Con un sólido dominio de las lenguas modernas, ha incursionado en el mundo de las letras con las novelas: La butaca de piedra (2011) y El único que falta (2022), ambas de edición Del Boulevard.
En cuerpo tomado, Sabattini nos presenta una misteriosa fuerza emocional subyuga la voluntad de un individuo atormentado por el recuerdo de un crimen atroz que lo persigue desde la infancia, haciéndole dudar de su propia percepción de la realidad.