Extracto inicial de la novela Sabueso, de Hernán Domínguez Nimo, por Editorial Luvina.
Cuando ya casi no hay sonidos en el edificio, el hombre vuelve a salir de su departamento en el entrepiso, enfundado en el uniforme caqui, con un manojo de bolsas negras en la mano. Sube al ascensor de servicio, y con la puerta abierta saca su llavero y mete la llave en el sistema de manejo manual. Recién entonces cierra las puertas y marca el piso 24, el de arriba de todo.
Llega, y abre la puerta. El punto rojo del interruptor parece la brasa de un cigarrillo flotando, quieto, en la oscuridad. Se acerca, lo aprieta y la luz inunda el palier. Entonces lo atraviesa hasta el cuarto de la basura. Dentro, bolsas de todos los colores y formas, amontonadas sin orden, sin ganas. Algunos las revolean. Unas ni siquiera son bolsas de basura, son las que recibieron al hacer las compras, apenas resisten la nueva tarea que les encomendaron, latas, envases vacíos, embutidos a la fuerza.
Es la carga fresca del día, pero ya hay olor. Hay algunos, los solteros y los solos, que deben acumular su basura por días, hasta completar la bolsa.
Carga de aire los pulmones y entra.
Ser encargado es limpiarle la boca y el culo, constantemente, a doscientos inquilinos, doscientos hijos bobos y desagradecidos, que siempre encuentran una forma de demostrar lo molestos que pueden llegar a ser. Una sucesión de rutinas, una detrás de la otra, encadenadas a través de las horas del día. Así es la vida de un encargado de edificio. La primera, baldear la vereda, antes de que el resto de los mortales pase en tropel y arruine el esfuerzo. La última, por la noche, recolectar la basura que cada departamento acumuló a lo largo del día.
En los departamentos, casi no hay sonidos, algún televisor prendido, alguna pelea de pareja, poco más. Es la hora en que todos terminan de comer y se acuestan, los dormitorios están lejos del palier. El hombre se calza los guantes, abre la primera de las bolsas negras, grande, resistente, y empieza a llenarla con la basura de ese piso. En los desperdicios de cada familia se puede ver la manera en que vive. La cantidad de basura es proporcional a lo que gastan, a lo que ganan. Hay mucha basura en ese edificio. Que genera mucha basura.
Algunas bolsas chorrean, pinchadas, largan jugo de yerba mate, de carne cruda, de verduras pasadas. Mete todo en las de consorcio, lo más rápido que puede, después repasa el piso con un trapo y cierra la puerta del cuarto. Siempre hay algún pelotudo que quiere sacar la basura después de hora. Que la guarde en casa por hoy.
Las bolsas de consorcio se acumulan en el ascensor. En un costado, la pila de papel, diarios y revistas que los inquilinos desechan. En cada piso es la misma rutina, que termina con el cuarto de basura vacío y una o dos bolsas más dentro del ascensor. Al terminar el piso 18, el ascensor está lleno a tope. El encargado gira la llave, cierra las puertas y baja hasta el subsuelo. Ahí, descarga en un rincón la primera tanda de bolsas negras. Con el ascensor vacío, sube hasta el 17 y retoma la rutina.
En el piso 15, termina de acarrear y acomodar la bolsa hasta el ascensor. El palier está a oscuras otra vez. A veces, cuando son muchas bolsas, el timer no le alcanza, se apaga cuando está por terminar el piso, y se arregla con la luz del ascensor.
Presiente la sombra y se gira. Ya antes de escucharlo hablar, sabe de quién se trata. Y no tiene ganas de escucharlo.
¿Y ahora qué? le dice.
Subsuelo
Hay un sótano, oscuro y silencioso como todos los sótanos, quizás daría miedo visitarlo sin estar familiarizado, pocos lo hacen.
Hay bolsas negras, enormes, apiladas en un rincón. Podrían estar llenas de torsos, cabezas, brazos y piernas desmembrados, aunque no es así. El cuerpo aún no ha llegado.
Hay un ruido, un estruendo con eco apenas repetido, el de algo duro como la roca que impacta contra un cráneo, y el de los huesos al astillarse, fracturarse y hundirse sobre sí mismos, presionando el cerebro hasta desconectarlo para siempre.
Hay un alma que abandona el cuerpo que la alojaba, liberándolo de una carga de 21 gramos y 52 años de vida, y vuela siguiendo un rumbo predestinado, un ascensor automático con el botón de arranque ya digitado, quizás sea hacia arriba, quizás hacia abajo.
Hay un cuerpo tirado en el piso, abandonado, rodeado de un charco oscuro que crece unos momentos y empapa el uniforme caqui, mientras la sangre es líquida y el corazón se empeña en bombear dentro de un cuerpo que ya no es cuerpo sino cadáver.
Hay un silencio, cómplice, el de la noche, que cubre el cadáver con una manta negra, lo oculta del mundo hasta la mañana.
Hernán Domínguez Nimo
Hernán Domínguez Nimo nació en Barracas y creció en San Telmo, en un edificio muy parecido al que se describe en estas páginas. Hoy, alejado de las torres, vive en una casita de Flores, sin vecinos verticales, sin expensas, sin reuniones de consorcio.
Tiene 3 libros de cuentos publicados, Si algo está muerto no puede morir, Textos Intrusos, 2015; Tiempos muertos, Peces de Ciudad, 2016; y La primera muerte es gratis, Ayarmanot, 2017. Y una novela, Los muertos del Riachuelo, en la colección Interzona Pulp, 2018. Sabueso es su segunda novela publicada.
Autor de tramas oscuras y a la vez caracterizadas por una lírica contenida y austera, Nimo describe una rutina sórdida que puede acabar de forma macabra. Esta pieza es un adelanto de su novela Sabueso.