El delito por el que nos condenaron (que no fue el único que cometimos), ocurrió el 7 de noviembre de 1984, día en que se reunieron Federico Polack, abogado radical experto en quiebras, militante del MID, amigo del presidente Alfonsín que se convertirá en su vocero en la etapa final de su gobierno; y Julio Grondona, empresario ferretero, presidente de la Asociación de Fútbol Argentino, sucesor del contralmirante Lacoste (quien manejara el fútbol desde el Ente Autárquico Mundial 78 e hiciera asesinar colegas bajo la apariencia de atentados guerrilleros para mantenerse en el cargo). La reunión tiene por objeto evitar el remate del estadio por la deuda con Wanderers de Montevideo por el pase de Krausosky. Polack pide un plazo, ha diseñado un programa de financiamiento que incluye partidos en el exterior (como la gira del 82 por Asia), sponsors, y vender jugadores. River está interesado en Ruggeri y Gareca. Incluso Polack ha recibido un pedido para alojar en el estadio un recital de Kiss. Grondona contesta que ya tuvieron demasiada indulgencia. No quiere mostrarse favorable al club con tan poco tiempo en el cargo. El remate de la Bombonera parece inevitable.
Se cuenta que, ante la negativa, Polack ofrece el último recurso de la institución: la quinta de La Candela, el predio donde hasta hace unos años entrenaran Mouzo, Pernía, y Suñé. Entonces una llamada de la Policía Federal les advierte que descubrieron un tren cargado con explosivos junto al estadio con la tripulación dispuesta a inmolarse de haber malas noticias. La reunión se da por finalizada y Grondona extiende una prórroga.
Esa tarde el ramal ferroviario de la vieja estación Guillermo Brown, que roza al estadio, se llenó de policías. Nino hizo algunos tiros al aire para que supieran de lo que era capaz. Les mostraba una cajita con un cable que se perdía en el segundo vagón. Mario agitaba sobre su cabeza un revólver (había hecho el servicio militar y sabía de armas). A mí me ordenaron que me ocultara para confundirlos. Estábamos rodeados.
El cerrojo de la policía se mantuvo a medias gracias a la caridad de los vecinos, todos según Nino descendientes de anarquistas como él. Se había corrido la voz de que estábamos allí en defensa del estadio. Nos mandaban comida, revistas, y hasta nos lavaban la ropa. Yo podía ir y venir con libertad durante la madrugada.
A la sexta noche de vigilancia un enlace nos trajo noticias de La Agrupación. Dijo que la garantía del estadio se había levantado sin que lo del tren se hiciera público. Entre la AFA y el interventor habían hecho unos pases mágicos para sortear el embargo. Celebramos en silencio, pero luego vino una noticia demoledora. Querían amenazar a los concejales para que el municipio le permitiera al club vender el terreno de la ciudad deportiva. Con ese dinero podían solucionarse todos los problemas económicos, más allá del embargo de la cancha. La ciudad deportiva era un predio de la costanera adquirido por el club durante el gobierno de Illía para construir un nuevo estadio, sede social, y comercios. El proyecto había quedado inconcluso por las devaluaciones, y las tierras, judicializadas. Esperar que el Estado decidiera sobre ellas suponía aguantar indefinidamente. Según La Agrupación, valdría la pena. Habíamos hecho demasiado para echarnos atrás. Nino dijo que aquello era a muerte, como todo lo referido al club. Cuánta razón tenía.
Con Nino y Mario nos habíamos juntado en Chaco. Yo llegué en un colectivo directo desde Retiro. Mario, que era mayor que yo, hizo dedo en un viaje de cuatro días. Nino llegó en un tren de carga aprovechando su relación con la fraternidad ferroviaria, pues era jubilado del gremio y mantenía algún tipo de contrato con los trenes del Estado. La idea era arrancar lo más lejos posible de la capital así escapábamos a los controles.
En Charata había una locomotora con solicitud para desguace a realizarse en unos talleres de Buenos Aires. Le engancharon unos vagones a los cuales les repintamos las matrículas para que coincidieran con las de otra formación. Estuve dos días borrando identificaciones con tinner, mientras el viejo Nino llenaba papeles y Mario limpiaba nidos y telarañas del interior. Una madrugada de octubre empezamos la misión.
Qué puedo contar del viaje. De noche Nino bajaba la marcha y mientras tomábamos ginebra nos contaba de la final con el Santos de Pelé en el 64, de la vuelta olímpica en cancha de River en el 69, de los clásicos del cuarenta contra “la máquina” de Labruna, Moreno, y Pedernera. Mario quedaba manija y cantaba canciones de cancha colgado de las barandas de la locomotora como si fueran los paravalanchas de la Pescia.
Otras veces, para despertarnos bronca, Nino contaba de cuando cerraron la puerta 12 del Monumental porque nuestra hinchada había cantado la marcha peronista, 71 muertos, o de cuando Lacoste amenazó al tesorero para que Diego no firme con el club. Con eso Nino se atragantaba de odio, convencido de que en todas las tragedias estaba metido ese hijo de puta.
En Tafí Viejo cargamos unas cajas de madera de como cincuenta kilos. Nino dijo que de esos talleres había salido el explosivo para los atentados más importantes de Montoneros.
Mientras más nos acercábamos a la capital, más largas eran las charlas de Nino con La Agrupación desde teléfonos públicos en los andenes. Yo también debería haber llamado a casa. Mi viejo se enfureció cuando supo para lo que me había ofrecido. Le echó la culpa a mi tío, que me llevaba a la cancha. Él contestó que no había tenido nada que ver, pero que además La Agrupación era gente formada. Mi viejo se puso peor.
-Esos no entienden lo que es el club, dijo. -Y si son tan preparados por qué no hacen el laburo ellos.
El tío intentó convencerme de que abandonara, pero eran años de efervescencia y yo, que me había perdido los anteriores, quería participar de algo importante. Eso sí, nunca hablé en mi casa de explosivos.
La Agrupación era, según Nino, un grupo sin personería ni voto en asamblea que se había formado el 8 de julio de 1984 tras el partido con Atlanta, cuando el equipo jugó el primer tiempo de blanco porque los utileros bloquearon el ingreso a maestranza por falta de pago. Once juveniles porque los titulares estaban en huelga, camisetas escritas con tinta china, tribunas clausuradas. Ese bochorno, sumado a las filas frente a tesorería cada mañana, habían sido el disparador para iniciar acciones.
Y la acción éramos nosotros. A medida que nos acercábamos más fácil resultaba sintonizar radios de Buenos Aires y las noticias eran preocupantes. La asamblea del club seguía fracturada. Algunas agrupaciones habían pedido la intervención. Era inminente que el ministerio se expidiera porque en menos de un mes vencía la deuda que tenía al estadio como garantía.
-No nos van a afanar la cancha como hicieron con San Lorenzo – dijo Nino, y aceleró la marcha.
-¿Pero la vamos a hacer explotar?- le pregunté.
-…Si hace falta-respondió.
Una noche, andaríamos por Tucumán, les pregunté cómo es que habíamos llegado a la quiebra. Mario le echó la culpa a Benito Noel, el de las mermeladas, el presidente que rodeó a Maradona de figuras con sueldos en dólares como Escudero o Trobbiani, y luego a las devaluaciones (de Sigaut y Martínez De Hoz). Nino en cambio dijo que lo que había destruido al club era el delirio del presidente Armando de una ciudad deportiva. Que la debacle empezó cuando los socios litigaron por los títulos con que había financiado aquel proyecto, frustrado por la crisis. Eso sumado a que la ayuda del presidente actual, Cirigliano, que se había comprometido a poner un millón de dólares, estaba condicionada a que Herminio Iglesias ganara las elecciones del 83. La respuesta a mi pregunta no estaba en sus palabras sino en lo irreconciliable de sus posturas. El antagonismo asesinaba al club.
El 28 de octubre llegamos al ramal del estadio. Le habían asegurado a Nino que mientras el tren estuviera allí nadie de ferrocarriles iba a molestarnos. La formación avanzaba casi tocando los muros de las tribunas de socios. Subí al techo del vagón para admirar la majestuosidad de nuestra meca. Quedamos allí esperando novedades, simulando que arreglábamos la locomotora. Fueron noches incómodas por la incertidumbre, los mosquitos del riachuelo, y por el régimen de aislamiento que impuso Nino, pero al mismo tiempo daba gusto escuchar los ruidos del puerto y de los conventillos. En esos desvelos recordé palabras de mi padre que podrían enunciarse como que a los problemas del club no los iba a solucionar una minoría ilustrada. Era tarde, ya nos habíamos convertido en terroristas. Me dolían las rodillas por los nervios. Mario se la pasaba chupando vino.
Tras la reunión entre Polack y Grondona nos mantuvimos intransigentes y la policía endureció el bloqueo. Les hacían puntería a los vagones para impedirnos dormir. Pasábamos el día encerrados y solo de madrugada podíamos asomarnos y estirar las piernas. Mario se acurrucaba en los rincones como una araña herida, mientras fumaba porquerías. Después los vecinos se enteraron de nuestro plan y ya no fueron necesarios los disparos de la cana porque llovían piedras e insultos todo el tiempo. Se acercaban a preguntar quién nos bancaba, a quién se le había ocurrido volar todo a la mierda. Las explicaciones de Nino apenas los conformaban.
-Saquen ese tren que un día va a venir la barra-decían.
Hasta los bomberos de La Boca quisieron convencernos.
Pero no fue la policía, ni la barra, ni los bomberos, ni el rechazo de los vecinos lo que nos ganó. Una noche me despertó un disparo. Al asomarme vi que la policía estaba donde siempre, con los reflectores alborotados, mientras cuatro tipos de civil palanqueaban la puerta del último vagón. Uno de ellos disparó en mi dirección. Vi el fogonazo y sentí el golpe del plomo contra la chapa. Nino me ordenó que corriera. Mientras escapaba escuché la explosión. Pasado un primer instante de desconcierto, la policía asaltó el tren.
Nunca hubo información oficial, pero yo creo que fue gente de Lacoste. Nosotros le habíamos hecho el favor de instalar un polvorín junto a nuestro mayor símbolo. La policía seguro no fue porque yo vi que a los cuatro tipos se los llevaban presos. Quien haya sido, intentó volar el tren detonando una carga para que el resto volara por contigüidad. Tal cosa no ocurrió porque las cajas que cargamos en Tafí solo tenían arena.
La explosión sonó fuerte por el puerto, pero apenas se escuchó en la capital porque las barrancas del Parque Lezama hicieron de contención. Nino cumplió el sueño de esparcir sus restos por todo el barrio. El cuerpo de Mario apareció degollado en los campitos de casa amarilla.
Unos abogados con respaldo político, seguramente de La Agrupación, lograron que en 1991 se me incluyera en un indulto firmado por Carlos M., del que se beneficiaron también mandos de la junta militar y combatientes del MTP. Mientras anduve por tribunales guardé la esperanza de cruzarme con Polack para agradecerle lo hecho por el club. Por su ejemplo cursé algunos semestres de abogacía en la cárcel (fui compañero de Sergio Shoklender). Después me dieron domiciliaria y largué. Más tarde, apenas indultado, me ofrecieron trabajo en una dependencia de Vialidad y ya no volví a estudiar.
Al poco tiempo los concejales aprobaron la venta de la ciudad deportiva, no sé si por nuestra extorsión, para evitar los escándalos del tren con explosivos y la célula paramilitar, o simplemente porque a nadie le convenía la quiebra. El club estaba salvado. Tuvimos que aguantar que los primos salieran campeones del mundo al año siguiente, pero en contrapartida Alegre y Heller hicieron una gestión aceptable y ganaron muchos de los clásicos.
Y del último pago por la ciudad deportiva, de seiscientos mil dólares, ocurrido en 1995, aún quedan cosas por decirse, porque le cayó del cielo a un presidente recién asumido que venía al club con ambiciones raras. Un tal Mauricio Macri.
Fernando Montes de Oca
Nació en Buenos Aires en 1977 pero aprendió a leer y escribir algunos años después en San Javier, Misiones. Es técnico mecánico y mecánico electricista universitario. Ganó los premios “Matices del Cuento” (1999) de la revista Matices, “Primero Concurso de Ficción Científica” del diario Hoy Día Córdoba (2007), y “Escritores de Ciencia” (2011) del Ministerio de Ciencia y Tecnología de Córdoba. En 2006 integró la antología de jóvenes escritores “Es lo que hay”. En 2018 publicó su primer libro, “Hombre Lobo”, Editorial Recovecos.
Autor singular, Montes de Oca es uno de los narradores más interesantes que ha dado la provincia de Córdoba. Su estilo incluye mixturas entre diferentes géneros populares como la ciencia ficción, el policial y el costumbrismo, lo que hace que sus relatos siempre se sientan cercanos y amenos.