Lo despertó el golpe. Pensó que había recibido un tiro. Dos mestizos lo miraban con aire apocado, uno de ellos limpiaba la lonja de su rebenque sobre la suela de su bota.
Durante un momento solo se observaron. El más arrugado, habló:
—Lo iba a picar una araña gorda como una mano, patrón…
El Sueco vio, cerca de sus costillas, un buñuelo viscoso de pelos y patas, aún sacudiéndose. Asqueado, se lo quitó de encima de un manotazo. Se dio cuenta, además, que antes de que lo interrumpiera el porrazo, había soñado con una llalliñ, como le decían los indios a las arañas. Pero ya no recordaba qué.
—¿Usté hizo el humo?
—¿No fueron los milicos de Villegas?
—La quemazón es de los milicos, yo digo un humito blanco a eso del mediodía…
—Sí, estoy marcándole el camino a mi peón que se fue a peludear… ¿No lo vieron por’ay? Le falta la nariz… Es retacón y contrahecho… ¿Ustedes no tendrán…?
—Ni de lástima… Ya nos volvemos pa’la estancia…
—Venimos de cuerear a unos indios…
El Sueco comprendió de dónde provenía ese olor a asado que había torturado tanto, días atrás, el hambre que lo atenazaba.
—Eran indios alzados —aseguró uno de los mestizos, bajito y de rostro silvestre.
—Bandidos… —dijo el otro.
Hacía meses que la población decente se dedicaba a limpiar las tierras. El Sueco había atravesado varias matanzas. Incluso muchas sirvieron para sus propósitos.
—Cazamos a unos chiquitos que escaparon del tiroteo.
—¡No sabe lo lindo que fue! Saltaban como liebres.
El Sueco paró la oreja. Tal vez…
—Le reventamos el melón con un bolazo y los milicos, que venían detrás, los pisotearon. Fue un espectáculo. Hay que reconocer que tienen el cuero duro esos maulas…
—Son como animales… —arguyó el más joven.
La esperanza del gringo se diluyó y, a partir de ese momento, se limitó a balbucear una que otra respuesta, hasta que los mestizos se alejaron, conscientes de que no podrían sorprenderlo, ni robarle lo que pudiesen robarle. Habían perdido la oportunidad cuando le reventaron la araña que anidaba sobre su pecho.
—Tenga cuidao con el Curu Curru… Es cerro de machis… —dijo el más viejo, cuando se alejó.
Pero el rubio ni siquiera atinó a responderle.
El Sueco permaneció junto al fuego y meditó si valía la pena ir a revolver los cadáveres de aquella carnicería. Al final desistió. No era tan fácil engrupir a los franchutes. Ese contratiempo lo maldispuso. La recolección había sido pésima. Apenas había encontrado uno que otro resto anatómico con que satisfacer la usura de los antropólogos.
Se le habían acabado los víveres y casi no le quedaba pólvora. El invierno estaba cerca, cada mañana era más helada que la anterior y no pasaban cinco horas sin que cayera un chaparrón. Si no fuera porque un indio mamado, en un boliche cerca de la costa, le había dicho que por ahí se alzaba un cerro atestado de tumbas, ya hubiese pegado la vuelta hacia la colonia. También le recomendó como guía al chino Lancazo. El único, según le dijo, que podría llevarlo hasta lo más alto del cerro. Nunca le advirtió sobre su apariencia monstruosa.
El Sueco removió las brasas con la punta de su bota. El viento soplaba con fuerza. Era el Puelcho surero, un viento fuerte que salía, según decían, del estómago de los calcú cuando celebraban aquelarres en el interior de sus salamancas.
Fue su codicia lo que lo forzó a adentrarse en un territorio que la mayoría de los pobladores de aquella zona eludían. Las cercanías del Cerro Negro o Curu Curru.
Esperaba al chino Lancazo, un peón contrahecho que le servía de boyero. Había salido a peludear algo para echar a la olla. Hacía casi tres días que entretenían el estómago con cortezas de árbol y charqui agusanado.
La noche siguió su curso. El saqueador intentó conciliar el sueño, pero un miedo comenzó a asentársele en el estómago como un verdín que crece a la sombra de un tronco. Se consideraba a sí mismo una persona racional, pero la geografía impuso su escenario. El rugido del viento parecía entremezclado de voces, como esos gritos desesperados que escuchaba cuando los militares y los ingleses salían a limpiar de indios el campo. Había vivido entre muertos y conocía sus lamentos.
El relincho de su mula lo arrancó del sopor y tomó la escopeta que tenía a su lado. Sin anunciarse ni lanzar voz alguna, el chino Lancazo se acercó al ruedo del fuego sosteniendo su caballo bichoco por el bocado. Su rostro, semidevorado por una carie sifilítica, le daba a su cara la apariencia de esos cráneos —apenas forrados por un fiambre desecado de coloración pardusca— que el gringo traficaba con los museos. El peón era petiso y contrahecho. De lejos, podía confundírselo con un niño; de cerca parecía un muerto vivo. Pero trabajaba bien y rara vez se mamaba.
—¿Qué cuenta, patroncito?
El Sueco bajó el arma y se puso de pie. El chino dejó caer dos liebres cerca de la fogata. Los ojos del nórdico brillaron.
—Si no me hubiese hecho esas señales al mediodía ni de milagro le encontraba el rastro…
—Estaba por hacerme un caldo con los huesos de tus parientes…
—No embrome, patrón, que estamos cerca del Curu Curru …
—¿Y con eso?
—Se habla que allá arriba hay una salamanca… Es la guarida de los calcú y de las machis…
—Los brujos pueden seguir con sus aquelarres, lo que a mí me interesa son los chenques…
—Tenga cuidado del wekufú y de los anchimallén, patrón… No es broma.
—¡Supersticiones de salvajes! Tenías que ser mestizo y deforme para creer en esos cuentos de viejas…
—Mire cómo sopla el viento, patrón, es el pihuichén…
—¡Será tu aliento! Trae para acá un poco de ese muday asqueroso que preparás con piñas fermentadas y saliva… Mientras meto en la olla los conejos…
El Sueco despertó a medianoche. La fogata era solo un manojo de brasas cenicientas. Una aprensión inexplicable lo dominó, aún sentía el vago eco de una pesadilla repiqueteando sobre la orilla de su consciencia. Se tanteó el pecho. Le picaba como si una araña le hubiese caminado encima.
El chino y su caballo habían desaparecido. El Sueco podía pensar que se había ido a atender su naturaleza, pero algo, en su interior, le hizo creer otra cosa. ¿Y si el condenado aquel había escalado el cerro para llevarse los huesos de los mapuches?
Iba a partir en busca de su boyero cuando recordó la causa que lo había arrancado del sueño: unos pasos que oyó sobre la tierra. En su sueño lo percibió con claridad. Alguien caminando bajo la superficie. Justo debajo de donde el gringo había echado el cuerpo. Pudo sentir unos pies apoyándose sobre su estómago, ahí debajo de la tierra.
El Sueco no era supersticioso, pero el sueño lo había perturbado. Encendió un quinqué de keroseno y se sirvió de esa lumbre para ver si encontraba las huellas chuecas del chino.
En su lugar encontró una multitud de pisoteadas diminutas, como de niños. Pero lo extraño era que tenían volumen, no se hundían en la tierra. Era como si las hubiesen impreso desde el interior de la tierra y no desde su superficie. Asqueado y confundido, las borró con la suela de su bota. No se dejaría joder por el whisky de los mapuches, ese muday que había preparado el deforme que le servía de guía.
El gringo revolvió entre los bártulos del campamento, tomó un revólver y una pala pequeña. La herramienta le serviría para hundirle el cráneo a su peón, en caso de que al contrahecho se le hubiese ocurrido traicionarlo. No pensaba gastar pólvora en ese adefesio. Si la ocasión era propicia, lo herviría para pelarle los huesos y agregarlo a la colección que pretendía vender a los franceses. No era la primera vez que hacía una cosa así. Ya se había quitado de encima a otros irresponsables, buenos para nada, que sólo le fueron útiles una vez carneados y pelados dentro de los tambores, donde los hervía hasta que quedaban limpitos para ser colgados y exhibidos.
Se aseguró de que la mula estuviese bien atada y se dirigió al cerro. El viento se había sosegado. La noche era oscura. El Sueco apretó la culata de su revólver. Estaba convencido de que no había diablo que se le resistiera a un balazo bien puesto entre ceja y ceja.
El cerro se había ganado con justicia su nombre de oscuro, porque apenas alcanzaba a ver algo con la luz de su quinqué. Temía caerse en un pozo, por lo que caminaba con paso firme, agarrándose a las matas altas de los pastos. Creyó ver unos bultos pardos corretear entre los pajonales y los arbustos, pero la noche era tan negra, que no supo si se trataba de su imaginación o de algo real.
En una curva, se topó con un montículo de piedras dispuestas con armonía. Era un chenque mapuche. Más atrás, se alzaba otro. ¡Se habían acabado las penurias para el Sueco! Iba a marcar el terreno para regresar a la mañana cuando un resplandor en lo alto atrajo su atención. Escuchó una voz. Un lamento que reconoció de inmediato. Era el chino llorando. ¿Se habría accidentado el muy idiota, cuando intentaba apropiarse de los chenques? En ese caso, bien se merecía el castigo. Pero el gringo sabía lo que era penar y quería saber qué le había sucedido al peón. Tal vez lo había atacado un puma o había caído en un pozo. No pretendía salvarlo, pero sí quería asegurarse de que el chino se despidiera de la vida con el conocimiento de que el Sueco había eludido su felonía.
El gringo se adelantó, tropezando y medio ahogándose, entre las sombras del cerro, guiándose más por el sonido del llanto que por la vista. Los gritos del desnarigado lo mal dispusieron, le urgía llegar a la cresta para hundirle la pala en el estómago. Parecía que la oscuridad se hubiese puesto más espesa. La llama del quinqué comenzó a crepitar y, sin mediar aviso, se apagó. A la vez, el llanto del chino se silenció. El Sueco quedó sumido en una oscuridad retinta como la pez y rodeado por un silencio artificial. Unas risitas, infantiles y traviesas, lo pusieron alerta. Giró para enfrentar la amenaza, pero unas manitos pequeñas lo empujaron. Por un momento sintió que flotaba en el aire, luego cayó a lo profundo de una hondonada. El golpe le arrebató la consciencia.
Lo despertó un ruido a chupete. Abrió los ojos. A su lado, un viejo, del tamaño de un niño de dos años, mamaba del pecho de una anciana. La vieja se apoyaba sobre sus cuatro patas y reía.
—Uinka corajudo… ¡Venir a guampear a los míos para pelar los chenques de mis tatas!
La vieja dejó al niño anciano sobre una cuna hecha con cortezas y se acercó a un fuego que ardía en el centro de la cueva. Llevaba los cabellos crespos, que le crecían de a gajos y caían, sucios y desordenados, sobre su cuerpo desnudo y monstruoso. Era gorda y su anatomía recordaba a la de una araña. La cadera gruesa se dividía en cuatro piernas. La vieja se sacudió la hojarasca que tenía adherida a la cabellera y rio. No brilló ningún diente en el agujero de su boca. Las tetas caían sobre los rollos de su barriga y estaban sembradas de arrugas, várices estalladas y moretones mal curados de mordidas.
El rubio intentó ponerse de pie, pero el grito que emergió de su garganta le recordó que sus dos piernas estaban rotas. La vieja se acercó.
—¡Queleuche!…
El gringo comprendió que le dijo “hombre rojo”, tal vez por la pigmentación de su piel o tal vez por cómo quedaban los cadáveres de los indios cuando hervía a los muertos para pelarlos…
El Sueco observó un bulto junto al hombro derecho de la vieja. Una especie de quiste gigante. Otro niño anciano avivó el fuego y la luz le permitió descubrir que ese grano era, en realidad, un rostro malformado. La vieja era un siamés. Una deforme que albergaba dos gemelos fusionados. El Sueco sabía de mentas —que había oído en los boliches— que las salamancas más poderosas eran las dirigidas por hermanos gemelos. Esa bruja, con su desazón anatómico, estaba un paso más cerca del infierno que el resto de los hechiceros.
Una forma emergió de una de las bocas que se multiplicaban como en una colmena dentro de la cueva. Era el chino contrahecho, el tal Lancazo. Reía y lo señalaba. Los niños ancianos también rieron. Todos estaban desnudos. La carie sifílitica del rostro de Lancazo supuraba un líquido viscoso.
Unos sapos rojos y verdosos lo rodearon, como así también unas víboras cubiertas por un pelaje pardo. Sintió que algo lo mordía. Poco a poco, perdió la voluntad de sus movimientos.
Su consciencia seguía presente. El chino lo montó sobre una mula y lo llevó a uno de los chenques que había visto durante su ascenso. Le confesó que servía en la salamanca desde pequeño, que era un anchimallén, que las hechiceras le habían quitado la tripa cuando niño para impedir su crecimiento. La machi le había encargado que enterrara al Sueco como a un indio y que guiara a otros uinkas al chenque para que lo profanaran, que estaría vivo cuando lo despellejaran para llegar a sus huesos, que estaría vivo cuando lo arrojaran al tanque para hervirlo y ablandar su cuero queleuche.
Le hizo caricias y mimos, le pidió que no se pusiera triste que, en unos meses, estaría en un museo, con alguna etiqueta nombrándolo como cacique.
Mariano Buscaglia
(Buenos Aires, 1976) Participó como guionista en la segunda etapa de Fierro y es el actual jefe de redacción de la revista en su etapa web. Creó el sello Ediciones Ignotas que rescata literatura policial y fantástica argentina relegada al olvido. Publicó novelas y cuentos con las editoriales InterZona, La Otra Gemela, Fan Ediciones, Color Ciego Ediciones y Borde Perdido.
Autor que hace gala de una profunda erudición sobre los géneros populares, Buscaglia es uno de los más perfectos referentes de lo que se podría llamar Cuento Extraño o New Weird nacional. La codicia de un ladrón de tumbas europeo generará un desenlace horroroso para una historia que combina humor negro, terror y gauchesca. Un relato que haría las delicias del mejor Ambrose Bierce.