Recorrida joven por Myanmar

Recorrida joven por Myanmar

La frontera

La primera cachetada de realidad la tuvimos antes de entrar al país. En el friendship bridge, nombre que tienen todos los puentes fronterizos, ya vimos escenas que no habíamos visto en Tailandia: mujeres y niños tirados en el suelo pidiendo, niñas que se colgaban del brazo de un turista y lo acompañaban hasta que alguno de los dos se rendía. Allí nos dimos cuenta que la diferencia cultural era grande.

Y los primeros kilómetros en la ruta nos mostraron con dureza lo que es Myanmar. Cruzábamos campos y pueblos inundados, uno trás otro en un camino embarrado donde escolares caminaban bajo la lluvia y los ranchos hechos con unas hojas grandes y secas tenían tal aspecto de abandono que me hundieron en la tristeza. Tenía miedo que todo el país estuviera bajo agua y con esa imagen melancólica.

Mi ignorancia de clase media me comenzó a hacer preguntas. ¿Te acostumbrás a vivir así, meses bajo el agua, año tras año? ¿O la pobreza siempre se sufre? ¿Soñarán con vivir mejor algún día? ¿Sabrán cómo viven en los países vecinos? ¿Sabrán que en su país hay millonarios y que es uno de los países más desiguales?

Los peajes

En los 150 kilómetros que nos separaban de Hpa-An cruzamos más de diez puestos donde el chofer tenía que entregar dinero a unos tipos armados. Por la bandera del uniforme me di cuenta que no eran del ejército birmano. Eran de la tribu Karen, una etnia que desde 1949 está en conflicto con el gobierno, aunque en los últimos años firmaron un acuerdo de paz. Los soldados karen paran a todos los que atraviesan su territorio, y los conductores birmanos, pueblo que por naturaleza rechaza todo tipo de conflicto, les dan dinero para evitar problemas. Uno a uno van entregando los billetes de 1000 o 2000 Kyat que pasan rápido de una mano sonriente a una seria.

Además de los Karen, otra de las etnias en eterno conflicto son los Rohinyá. En un país como el nuestro, con minirevoluciones diarias, es entendible que los medios no tengan tiempo de cubrir conflictos novedosos, menos si involucran a pueblos ignotos y remotos. Tal vez en alguno de esos países donde parece que nunca pasa nada, como Finlandia, Suiza o Noruega, los diarios puedan darse el lujo de publicar en sus portadas lo que está sucediendo con los Rohinyá.

Los Rohinyá son una minoría étnica musulmana que hasta el 2017 tenía cerca de un millón de habitantes. Pero ese año todo cambió. Esta etnia, como otras del país, reclamaba mayor autonomía para tomar decisiones en su territorio, la respuesta del gobierno (democrático y budista) fue lo que la ONU considera una limpieza étnica. El ataque incluyó los horrores de siempre: asesinatos, violaciones, incendio de aldeas. Es decir, un genocidio con todas las letras.

Hoy unos 750.000 Rohinyá viven en campamentos de refugiados en Bangladesh y son considerados apátridas, porque el gobierno de Myanmar dice que no son ciudadanos porque la etnia nació en el país bengalí. Y del otro lado de la frontera tampoco los quieren porque desde hace generaciones que el grupo vive en Myanmar. Tomala vos, damela a mí. Además, nadie podría acusar a Bangladesh de ser un país al que le sobran recursos como para incorporar de golpe y porrazo casi un millón de personas.

El gobierno les dice que vuelvan y los Rohinyá dicen que no se animan. ¿Te acordás cuando tu vieja se paraba en la puerta con la ojota en la mano y te decía que pasaras y vos le decías “no porqué me vas a pegar”? Bueno, esto es más o menos lo mismo. Los Rohinyá tienen bastantes razones para desconfiar. Los militares que lideraron los operativos siguen libres y, lo más peligroso, con poder. Porque son militares pero no giles, antes de dejar el gobierno en manos de civiles modificaron la constitución, adjudicándose eternamente el número de asientos parlamentarios que les asegura el poder (y la impunidad) ya que sus votos son necesarios para modificar de nuevo la constitución o las leyes más importantes.

Y la paradoja más grande es que el gobierno que ordenó el genocidio (que lo niega, obviamente) tiene como líder (en las sombras) a Aung San Suu Kyi, ganadora del Premio Nobel de la Paz, galardón otorgado por ser el estandarte de la lucha contra los militares y haber liderado la oposición contra estos desde su casa, donde la tuvieron presa durante años.

Límites turísticos

En un país donde hasta hace menos de 10 años el ingreso para extranjeros estaba prohibido, este tipo de conflictos moldean geográficamente los viajes, por precaución no fuimos a Hsipaw. La vía del tren que debíamos tomar había sido bombardeada 15 días antes. Y de las cuatro fronteras que el país tiene con Tailandia, solo una está abierta para turistas. Por su propia seguridad dice el gobierno, aunque sospecho que la necesidad de desconocimiento de la realidad de ciertas zonas, algo debe tener que ver.

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