Cosas que no pasaron hoy

Cosas que no pasaron hoy

Cosas que no pasaron hoy: subiste a un colectivo, bajaste de ese y subiste a otro. La gente iba apretujada, subió un tipo que vendía aceite de cannabis, habló de relajarse, de cuidarse la columna. Estaban todos más que bien, nadie le compró. A la parada siguiente se bajó ese vendedor y subió un tipo que vendía helados y luego se subió uno que vendía cargadores de celular y la misma persona que se había comprado un helado se compró un cargador y lo chupó como si fuese un refresco.

El sol entraba por la ventana como si fuese un relajante natural, un susurro bronceado. En una esquina, en pleno sol de colectivo, apareció una manifestación en la avenida: el colectivo desvió camino, la gente leyó con atención los carteles y comprendió el dolor que había tras la protesta. El chofer pidió un minuto de silencio y comprensión. Un poco por todo eso y otro poco por caminar despacio llegaste un poco tarde a clases. Diste una clase, luego otra. Después te avisaron que había que tomar un examen, un par de horas extra. No te hubiera venido mal un helado. A la salida tomaste otro colectivo: querías leer, pero leíste solo dos páginas antes de caer dormido con el cuello doblado como si fueses el muñeco de un pájaro colgado en la puerta de una habitación. No escribiste ese símil en ninguna parte. Ni siquiera lo pensaste. Ni siquiera está acá: plop, desaparece. Te despertó alguien que cantaba bastante bien: era una rapera joven, hacía una versión libre de un tema de Spinetta.

La gente decía “es de Spinetta, qué grande”. Le hubieras dejado todo tu dinero a la rapera, pero la frase “todo tu dinero” era lo único que realmente podías darle. Llegaste a tu casa, merendaste haciendo de un par de minutos una experiencia inglesa completa y saliste de nuevo a trabajar. Iban siete horas de clase y cuatro de colectivo. Sos joven, te dijiste. Y también te dijiste: cosas que no hice hoy: leer un libro sobre una niña que descubría su amor a la pintura mientras se quedaba sin palabras, hacer una canción sobre una larga lluvia que permite que todos descansen de una manera descomunal. Más cosas que no pasaron ese día: no hubo una chica que tocó el timbre del colectivo en modo trap mientras el chofer hacía una base de tango con la bocina; no hubo una persona que iba por la calle bailando como Joaquín Phoenix en Joker, ningún equipo de fútbol mixto gritó un gol haciendo la pose del loto. Pero hay que volver a la realidad, a lo que sí pasó. Llegaste a tu trabajo preferido.

Hay que decir que te temblaban las manos cuando saliste de casa, que comenzaste a sentir que tenías los sentidos a flor de piel. Literalmente. En la clase incluso vos te sumaste a la actividad y se quedaron todos escribiendo de una manera maniática, alegre y desesperada mientras el tiempo se hacía añicos. “Solo se puede escribir lo que se vive”, dijo alguien. “Siento que esto no soy yo, que estoy imitando a otro”, dijo alguien más. “Esto es una distopía”, gritó alguien desde la calle. Dijiste: así es como se termina una clase, escuchando con atención. Aunque pasaban varios colectivos puntuales, preferiste caminar, sentir el cemento rozando los pies. Hacía un frío semipolar, un frío como si se hubiera derretido un gran pedazo de hielo por la violencia del calor contaminado. Había varias personas durmiendo en la calle porque preferían conocer nuevas formas de vivir, inspirados en los beatniks. En la plaza un policía con pinta de Popeye desató una fila de colchones y estos cayeron como dominós.

Había gente aplaudiendo al policía, gente que aplaudía a la gente que aplaudía, miradas de hambre ciudadano, de compartir la gloria del espacio común. Un político en un cartel tenía un globito que decía: “la desocupación es una oportunidad”. Había, también, una mujer durmiendo en un cajero, abrazada a un perro. Justo te llamó tu madre: tenía un problema. Pensaste: madre, quisiera tanto ayudarte. Pensaste: a veces hablo como una canción de Pink Floyd. Pensaste: ahora no, el día se acaba. Volviste casa luego de diez horas de clase y cuatro de colectivo. Te temblaba el cuerpo como si fuese un vidrio que rebota. Prometiste no volver a trabajar tanto un mismo día, te dijiste que ese tema estaba en tus manos, que sos tu propia responsabilidad. Cenaste un menú glorioso propio de la canasta básica y fuiste a la cama. No podías parar de pensar. En ese estado se pueden escribir grandes cosas: es el estado de alerta total que precede a la épica, la furia de la oración, el ritmo que arrolla con el dique. Pasó una hora y no pegabas un ojo. Pusiste el último disco de Nick Cave, y fueron pasando las horas y ya no pudiste decir si estabas dormido o despierto.

Eso sí, afuera, lo que se dice “afuera”, el aire se tensaba como una cuerda floja que sostiene un circo, una temporada, un pueblo entero. Te dijiste: esto es para una serie, una serie que no va a ver nadie, que nunca va a estar lista. Se llama “Cosas que no pasaron hoy”. En el comienzo de esa serie se escucha que alguien, en plena ciudad, se ríe como si llorara. Luego, llegan las palabras clave: luna, madrugada, agotamiento. Telón.

 

Salir de la versión móvil