¿Por qué volver si podemos ir a otra parte?

¿Por qué volver si podemos ir a otra parte?

Más que un período de revisión crítica de lo que conocemos como normalidad, veo que empleamos el tiempo de aislamiento y encierro para reforzar el nudo de ciertas asociaciones que nos devuelven una y otra vez al espantoso orden de cosas que nos sujeta, y que ahora parecemos añorar, como el preso que extraña su celda y sus cadenas, y no sabe qué hacer con su nueva libertad, que no concibe como libertad porque no sabe qué es ni qué nombre tiene.

Una de esas asociaciones es la de tiempo libre y productividad, que trasladamos a estos días como pandemia y productividad, como si la cuarentena trajera implicado el mandato de producción, y que quién desperdiciara la oportunidad” de la pandemia estaría malgastando su tiempo, un tiempo que podría haber aprovechado” en cosas re simpáticas como aprender a cocinar, aprender un idioma nuevo, leer cosas para las que antes nunca había tenido tiempo, adelantar estudios, adelantar trabajos, hacer cursos online, hacer talleres virtuales, escribir, terminar la novela, empezar la novela, pintar, bajar la panza, aprender macramé o vitraux, desarrollar por fin la ventriloquía, etc.
En suma, de dos modalidades parecen ser los mecanismos de defensa ante el enrarecimiento de nuestros días: 1. ser de repente quien nunca se ha sido: ser indispensablemente otro para atravesar la bestial otredad del encierro, o bien, 2. ser una réplica desencajada de lo que éramos antes, prolongar con exactitud nuestra normalidad y forzarla a encajar en la anormalidad de la cuarentena, como si afuera no estuviese pasando nada, como si pudiéramos habitar este tiempo como si fuese vacacional, y no algo más cercano a la experiencia de lo extraño.

Todas estas aventuras pseudo artísticas e intempestivamente urgentes suenan bonito, y desde luego no hay nada de malo en hacer algo con el tiempo disponible (de repente tenemos mucho tiempo, más tiempo que nunca y no estamos acostumbrados a manejarlo: es natural cierta desazón, cierto extravío, cierta inadecuancia; es natural la interrogación por nuestro tiempo, nuestro cuerpo, nuestra finitud; es natural que a veces no hagamos pie en el día y que las horas nos desconcierten, y que la frecuencia de la mismidad nos desasosiegue: es un tiempo incierto y amerita lidiar con él con cierta incertidumbre; en cambio son peligrosas las certezas con las que nos defendamos a través de esta perfecta ajenidad, porque probablemente sean evasiones e imposturas).

Quizás el imperativo de la productividad es un tic de la alienación del sistema, aunque también me parece observable que hay una problemática subyacente: lo que se nos presenta como productividad en realidad es entretenimiento y distracción; en suma, desvíos (tanto en la forma de la mismidad como bajo la apariencia de la desesperada novedad) para que evitemos la consideración de la extrañeza de esta situación, de nosotros mismos y, por extensión, de lo extraño e innecesario que es el mundo en el que normalmente vivimos.

No digo que haya un ente perverso que nos manipula en nuestras casas para que no podamos ver de frente el corazón de la matrix, y con él la inextricable ubicuidad de nuestro rol. Digo que la perversión está trenzada con nuestra identidad, porque hace tiempo nos parecemos demasiado a nuestras costumbres y ahora, que ellas nos fueron arrebatadas, no sabemos bien qué somos ni cómo funcionamos. Como tampoco sabemos qué día es porque no tenemos esa cosa que estábamos forzados a hacer los jueves y a través de la cuál obteníamos el conocimiento de que era jueves.

Me acuerdo de ese fragmento del Ulises, tan citado por Borges, en el que cae la pregunta ¿qué es un fantasma?” Y la respuesta es: un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia o por cambio de costumbres”.Desacostumbrados a nosotros mismos, somos como fantasmas que no logran hacer pie en su propia casa, desensamblados de la urgencia que nos organizaba, pululamos el encierro sin hallar todavía quienes somos en esta vita nuova” que cayó sobre nosotros de repente.

¿Cómo habríamos de hallar, de todos modos, aquello que no buscamos? El piloto automático nos conduce a implementar mil tretas para arrastrar simulacros de la vida normal adentro de esta vida de encierro. Pero el tiempo que pasa nunca es el mismo tiempo, y más temprano que tarde vamos a chocar contra las paredes.Lo que ocurre cuando no ocurre nada somos nosotros mismos.El aburrimiento, del que huimos espantados como si fuese la peste, es el escenario en el que lo que sea que seamos ve caer sobre sí la luz de los faroles, y sale a ser lo que es, lo que siempre fue y estuvo callado detrás de las cosas que hacía.

Quizás es el momento ideal para una crisis existencial.

Después de todo, qué otra cosa es una crisis existencial sino un mecanismo que nos aproxima a nosotros mismos a través de la detección de los bordes; nos enfrenta a nosotros y nos fuerza a ver lo que es, lo que no es, la herida y el deseo, lidiando por fin con el vacío y con el abismo por cuya frontera caminamos hace tiempo, hacia ninguna parte.

El mundo que solíamos frecuentar estaba demasiado resuelto: nuestros ojos acostumbrados a lo que fue no nos sirven para ver la magia singular de estos días que se escapa.Cuéntenme entre los que creen que la celda estaba allá afuera, pero que hoy, como Montecristo, recorro los muros de mi encierro planeando una minuciosa venganza; después de que termine todo esto, si es que termina todo esto, espero haber labrado mi delicado plan contra la normalidad.

 

 

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