Política y ficción

Política y ficción

El cliente –¡hay que ver con qué desdén snooty sostuvo el ejemplar ante sus ojos bellamente decepcionados!– dijo que ese libro (le dijo al librero, que por suerte también estaba de un humor aleccionador) «ya no hay que venderlo más». Que el mundo (levanté la vista y miré a mí alrededor, emocionado) había cambiado.

(¿Había ahí implícito –¡casi un tip para lectores ateridos!– un uso loable del crossfounding? Se me ocurre: comprar las tiradas completas de todos los libros que sacan lo peor de nosotros). Por lo demás, estiré los ojos para ver si se trataba de El amante de Lady Chatterley, pero no.Eso hubiera dado chance a que detrás de la vidriera apareciera Carnaby Street (y yo no traía mi peinado a lo Perry Como ni mi jersey de cuello de cisne) y que de un momento a otro el Swinging London viniera –con Bustrófedon tocando pito– a separar la paja del trigo.

Quiero decir: ¡el otoño boreal de 1960! (¿O ha habido acaso una época mejor para quejarse de no haber nacido en otra?) Pero no: al parecer este era un libro (un novelista) que podía ser quemado sin el menor temor a caer en el absurdo. O en las comparaciones odiosas. Y cosa nunca antes vista: hacerlo en un clima (¡una era!) de pasividades mitológicas. (Por cierto que el resto de los clientes nos sentimos salvados justo a tiempo –de nosotros mismos– por el Asombroso Hombre Araña).

Con un sigilo exaltado –lo admito– tapé el playback del utopista con un live de Juan Villoro: «Escrita en 1928, la novela [El amante de lady Chatterley] sólo pudo venderse con normalidad en Inglaterra a partir de 1960. Fue la primera obra en beneficiarse con el decreto, promulgado en 1959, que estipulaba la imposibilidad de que una auténtica obra de arte fuera obscena. A partir de ese momento, la jurisprudencia británica aceptó la calidad literaria como razón suficiente para distribuir un libro».

En realidad, la novela de Lawrence se benefició en la medida que Penguin fue procesado y elevado a juicio (con base en la misma sustancia legal que determinaría su absolución) por sacar aquella edición de 3 chelines y 6 peniques que había puesto a Lady Chatterley y a su guardabosque experto en faisanes en la mesa de luz de las mujeres y los grunts.

Esto era: los dos términos (las damas y el obreraje) del trato carnal de Lawrence. El fiscal general, Reginald Manningham-Buller, había sobreestimado una chance para sentar jurisprudencia: si El amante de Lady Chatterley no era literatura, no lo sería (como cualquier otra) porque el sexo explícito no podía ser umbral de nada. (Esto es: metáfora).

A favor de Penguin, en el juicio se demostró –y el verbo ya postula un hito hilarante en la historia de la crítica– que la novela tenía méritos artísticos que redimían a todos sus purples passages” (donde la sodomía brilla como una estrella polar) y al uso alcanforado de la palabra fuck de la dictadura del significante. «Virginia Woolf –escribe Juan Villoro– dictaminó que Lawrence escribía escenas de alcoba para regocijo de las cocineras».

De haber estado viva, como T.S. Elliot –qué duda cabe–, hubiera testificado para la defensa. De hecho, se ofrecieron a hacerlo Huxley, Bertrand Russell, Doris Lessing, Harold Nicholson y, entre muchos más, Stephen Spender. Defender ante los flashes de Old Bailey a Lawrence, a la modernidad y a la liberación sexual (por poco que entendamos aquí en qué medida el primero representa lo segundo) también se ofrecía como un atajo tentador –como suele observarse a menudo en el teatro de operaciones de la cultura– para identificarse ante un target.

No obstante, no fueron llamados sino Richard Hoggart, E. M. Forster, ese ícono feminista un poco olvidado que es Rebecca West, Cecil Day-Lewis y (la lista sigue) Raymond Williams. Mentes abiertas que en este punto (basta con recordar que Cecil Day-Lewis –el padre de Bill The Butcher– era un marxista emérito) acaso fueran menos programáticas.

O bien el viejo T.S. Elliot. Que en 1933 había escrito: «El autor de este libro [D.H. Lawrence, que había muerto tres años antes en Vence, sin una sola necrológica que no escupiera sobre su tumba] me parece que ha sido de verdad un hombre muy enfermo».

Pero que, en 1960, a los 72 años, le dijo a Michael Rubinstein, el abogado de Penguin, que estaba dispuesto a declarar por la defensa. La dificultad para hallar testigos de cargo, por otra parte –¡ni Graham Greene les tiró un centro!–, hizo pensar a la fiscalía en Kipling, quien en 1928, durante el juicio a The Well of Loneliness, la novela de Radclyffe Hall que, por supuesto, «induciría pensamientos del carácter más impuro y glorificaría la horrible tendencia del lesbianismo», había asistido a la corte para estar a disposición en caso de que el juez necesitara echar mano de un experto que persuadiera al jurado de «mantener puro al Imperio».

De este modo se supo en los pasillos de Old Bailey que Kipling había muerto hacía 25 años. (Leer –se sabe– demora absurdamente la realización personal del más abnegado guardián de la conciencia social.)

Cosa curiosa: T.S. Elliot, específicamente, le había escrito a Rubinstein: «Debo mencionar que hubo circunstancias en mi vida privada, que ahora puedo ver en retrospectiva, que afectaron mi juicio crítico y me hicieron más radical y violento en mis afirmaciones de lo que ahora siento. Uno de esos periodos especialmente infeliz fue entre 1929–1934, en el que di una conferencia sobre Lawrence y preparaba After Strange Gods, para su publicación en 1933; me he dado cuenta de que yo, como él [en ese mismo libro] podría haber sido descrito también como un alma enferma».

Curiosa porque Villoro –a propósito de Lawrence– anota: «Muchas de sus convicciones fueron arrebatos. Con desigual fortuna se dejó afectar por los sucesos que veía. Una solitaria visita a una corrida de toros [en México] produjo la descripción fascinante que incluye en La serpiente emplumada. En cambio, un esporádico contacto con el cine lo llevó a la precipitada conclusión de que se trataba de un entretenimiento banal donde la técnica siempre se imponía al arte».

Con todo, la literatura nunca es inocente. Política y ficción –y esa escena del crimen: el estilo– se confunden a menudo en una coreografía bastante menos pedagógica que la que sueñan con desbaratar los hermeneutas viscerales, pero más fatal. ¡Uno también tenía derecho a correr detrás de alguna precipitada conclusión! (Quiero decir: de Quetzalcóatl –The Plumed Serpent– a los taínos de Santo Domingo por el mar de los caníbales). «El retrato que hace Colón de los taínos como nobles salvajes es en parte una figura poética, compuesta bajo la influencia de una tradición literaria». (Pedro Henríquez Ureña en el anaquel más naff).

«La imaginación de los europeos halló en estas descripciones, entre tantas nuevas extrañas, la confirmación de fábulas y sueños inmemoriales, la merveille unie à vérité”, según la bella expresión arcaica de Mellin de Saint-Gellais [que no fue un escritor del Boom].

El mismo Colón había visitado nuestras islas tropicales con la imaginación llena de reminiscencias platónicas y en sus viajes recordaba una y otra vez cuanto había oído o leído de tierras y hombres reales o imaginarios: leyendas y fantasías bíblicas, clásicas o medievales, y particularmente las maravillas narradas por Plinio y Marco Polo». Según Cesare de Lollis, Colón, con un entusiasmo forzado, trata de probar la importancia de su descubrimiento.

«El Nuevo Mundo –escribe Ureña–, o al menos su zona tropical, ha conservado en la imaginación de la mayoría de los hombres los rasgos esenciales que aparecen en la famosa carta de 1493: una riqueza y una fertilidad sin límite, y esa primavera eterna de los trópicos que experiencias más prosaicas han venido a cambiar por un verano perenne y no muy grato».

Precisamente, México: el Paraíso donde D.H. Lawrence –en palabras del propio Ureña– «hastiado de las muchas represiones que ahogan el alma en las comunidades civilizadas, trató de volver a la vida verdadera por el camino de las emociones esenciales y de la comunión con la naturaleza primitiva». Si la ficción engendra monstruos, no se me ocurre ningún otro más verdadero que la Historia.

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