El confinamiento de Napoleón

El confinamiento de Napoleón

Si hay un lugar en el medio de la nada, ese es la isla de Santa Helena. Allí pasó confinado los últimos seis años de su vida Napoleón Bonaparte, el otrora dueño del mundo, el corso más famoso, rey de Italia y orgullo de Francia. De dominar el mundo a terminar encerrado en una islita que mide 17 kilómetros de ancho por 10 de largo. Este líder mundial, emperador de baja estatura y gran arrogancia, vivió lo que millones de personas estamos viviendo en estos días: una cotidianeidad encerrada.
Santa Helena está situada en una zona tropical y por eso sus temperaturas son templadas y las lluvias muy frecuentes. Fue descubierta por los portugueses en 1502 y la bautizaron con ese nombre ya que ese fue el día del desembarco, el día de la Santa Helena. Luego pasaría a manos de los holandeses y, por último, en 1659, a la de los ingleses. Para 1815 la población rondaba las 4.000 personas, mayoritariamente europeos, algunos esclavos negros y población malaya. Según el censo de 2016 la isla mantiene su demografía: 4.534 almas la habitan. Jamestown, su capital, único centro urbano y puerto era protegida por diversas tropas y una guarnición.

El destierro

Luego de Waterloo, en 1815, a Napoleón lo ponen rumbo a Inglaterra. Los ingleses, que pueden ser lo que queramos pero tontos no, creían que no era conveniente tenerlo cerca de Francia, lo que podría traducirse en una huida, un rescate, nuevas batallas. Boney”, como lo apodaban despectivamente sus enemigos, constituía una presencia incómoda por sus ideales de Revolución. Ni lentos ni perezosos, lo envían a Santa Helena, punto perdido en el mapa del Atlántico Sur.
Por tanto, el objetivo de los ingleses era enviarlo a ese peñón lejano, deshacerse de él y mortificarlo con ese confinamiento. Cuando lo trasladaron a la isla, Napoleón era consciente de que moriría allí, y por eso hizo insufrible la estadía para quienes lo cuidaban y vigilaban.
Dicen que en el lugar donde fue confinado, en Longwood, a una altura de más de 500 metros sobre el nivel del mar, había una plaga de bichos: ratas, mosquitos, jejenes, cucarachas, entre otros. La humedad reinaba y para jugar a las cartas y distraerse un poco, el bueno de Bonaparte tenía, primero, que secar las cartas en el horno para que no se pegaran.
Su confinamiento, al igual que el nuestro, tenía reglas estrictas. Su correo era censurado, sus visitas controladas. No obstante, tenía un perímetro reservado solo para él, para permitirle al estadista francés cierta intimidad en sus paseos.
También relatan que en la isla de Santa Helena Napoleón hizo un poco de todo: leyó bastante, hizo deporte, dictó sus memorias, plantó un jardincito, ordenó su vasta biblioteca, repasó las batallas, sobre todo en las que había ganado. Además, claro está, importunar a sus guardianes británicos: desde el minuto cero Napoleón protestó ante sus captores y contra las medidas de confinamiento (al igual que nosotros), alegando la necesidad de salir sin condiciones, de romper el encierro cuando se le cantara.
Como también en nuestras cuarentenas, el alcohol en el confinamiento bonapartiano fue fundamental. Según sus biógrafos, en los últimos meses de 1816 se recibieron en Santa Helena 3.700 botellas de vino -francés, obviamente-. Esa bebida aligeró su encierro, como aligera nuestra cuarentena en muchos casos.
Hacia finales de ese mismo 1816, el emperador francés comenzó a exhibir signos de decaimiento y depresión. Su vida y su personalidad se volvieron taciturnas. La mayor parte del tiempo estaba en la cama. Uno de sus biógrafos, Andrew Roberts, especula que Bonaparte no se suicidó para no darles una alegría a sus enemigos.
Los destinos son, mayormente, trágicos y el de Napoleón fue así. Fue el domador de Europa y terminó apagándose poco a poco en aquella isla remota. En 1818 murió de un cáncer de estómago allí, en Santa Helena. Su tumba está a un kilómetro de la casa de Longwood, en una zona donde él iba a dar paseos y que bautizó como Valle de los Geranios”. Es el sitio turístico más importante de Santa Helena.
Veintidós años después de su muerte un grupo de marinos franceses exhumaron el cuerpo. Llevaron sus despojos a París en la fragata La Belle Poule”. Descansa, desde ese momento, en los Inválidos, en el pleno centro de París, bajo la cúpula dorada de ese viejo hospital de veteranos. Y como todos cuentan en París, su inmenso sarcófago, que está por debajo de la línea del suelo, obliga a los visitantes a inclinarse para mirarlo: inclinarse ante el emperador, como corresponde.

 

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