Soñé. Daniel Groisman-Victoria Robles

Soñé. Daniel Groisman-Victoria Robles

Dentro de las complejidades lógicas del lenguaje, son conocidos aquellos enunciados que poseen la particularidad de ser, más que verdaderos o falsos, imposibles: yo miento”, es quizás el más famoso. ¿puede algo ser al mismo tiempo verdadero y falso; o justamente porque es falso es al mismo tiempo verdadero? Otros autores llevaron esto aún más lejos. ¿Puedo decir, por ejemplo, yo muero”? La experiencia de la muerte, sabemos, nos es negada. Aquel que muere no puede ponerse en el presente de ese yo” de la frase, así, la muerte es un pasaje sin sujeto. Podríamos decir que yo sueño” es otro de esos enunciados imposibles. El que sueña, no puede enunciarlo de una manera cabal y tajante como un algo verdadero; y esto, aunque existan ese tipo de sueños donde de repente se toma conciencia del estado soñante. Solo se sueña que se sabe que se sueña; solo se enuncia que se sueña dentro de un sueño donde se lo enuncia. Ese pliegue es solamente uno más de los tantos del sueño y, según una antigua fórmula freudiana, el sueño solo deviene sueño, cuando se lo relata. Así, solo puede ser enunciable el yo soñé”. Soñé esto, soñé aquello.

El imposible -por ende, lo real mismo del sueño- es un estar despierto en otro tiempo que no sea el de la gramática”. Así se abre el precioso volumen de Soñé” de Groisman-Robles. La primera imagen es certera: un niño es apuntado por una pistola de cuyo cañón sale la palabra soñador”. Pequeña muerte, la presencia del soñante es in absentia: soy allí donde no pienso”, soy allí donde no puedo decir ‘sueño’”; el sueño no podría responder mejor a ese núcleo del ser que el pensamiento evade, por eso soñar se dice siempre no solo en pasado soñé”, sino en pasando ya que al contarlo el sueño me” sueña nuevamente.

Así irrumpe el soñante. El soñante, ese personaje inasible que recorre sin recorrer las páginas de toda la literatura, escribe. El soñante es el que puede decir soñé” y de alguna forma transcribir aquello que el sueño escribió en él. No es de extrañar entonces que el libro transite ese doble registro de la imagen y del texto: un texto que es imagen, y una imagen que es texto. Si la posmodernidad nos acercaba al modo del montaje como el borramiento del original en el arte; Soñé” nos devuelve al anacronismo del jeroglífico que no es más que la ausencia del original antes, incluso, de que algo así como lo original existiera. No es extraño que Freud (protagonista velado de Soñé”) haya encontrado en el jeroglífico el artificio que logra ese extraño montaje entre gramática, imagen y agujero o vacío. Un jeroglífico, un sueño, no se interpreta de manera absoluta. Hay siempre un hueco, un agujero de incertidumbre que es al mismo tiempo su fuente inagotable de sentido: un punto no onírico” en el centro de lo onírico. En este sentido, las imágenes que integran el volumen acompañan el texto de una manera particular: si en la teoría”, la imagen irrumpe, condensa y desplaza; en la praxis de Soñé”, la imagen interpreta lo abigarrado del texto, lo despliega, lo armoniza; lo dispone en una semántica donde el punto no onírico” se diluye en algún pleno negro, en imágenes de alguna galaxia lejana, en planos proyectivos y en puntos de fuga.

Los olvidos de sueños, los golpes ciegos, el que sueña que sueña, el que sueña que pierde el trabajo mientras el inconsciente activa su máquina productiva y su fetichismo de las imágenes, el que sueña con un Borges que habla bien de un profesor de literatura (que no es más que Borges soñando que asiste a clases). Soñé” es una máquina de escritura en donde esa identidad que se intenta apresar se pierde porque no hay ser más que de lo que se escabulle (y verán que hacen los psicoanalistas con las resonancias a los escabeles).

En este punto entonces habría que hacer un acercamiento al dispositivo Groisman. La escritura de Daniel transita en el equívoco del sentido. No es un juego de palabras. Habría una literatura que juega con ellas, que las hace chillar como si fuesen pequeños animales; que las desarma y las descompone en su sonoridad y musicalidad. En el caso de Daniel, no es con las palabras con las que se juega, sino con el sentido que invisiblemente las atraviesa. Imaginemos el sentido como una autopista: en la medida en la que entramos a un texto la concatenación de palabras nos conduce por invisibles inclinaciones, por inaprensibles peraltes, sin que tengamos que hacer un esfuerzo por mantenernos en él; unos mínimos movimientos de muñeca mantienen el rumbo de nuestro esfuerzo de comprensión, de entendimiento; el sentido es lo que siempre adviene al lugar donde es esperado, o donde puede ser adivinado. En la escritura de Daniel -y aquí habría que incluir sus otros libros (La tumba de Faulkner”, Fotogramas de ruina”, El cerebro: un hisopo”)- lo que tropieza es el sentido y el volante desaparece. Constantemente somos empujados hacia afuera de la autovía a un camino paralelo en el cual el sentido siempre es otro. El lector ya no conduce, sino que es contantemente desplazado hacia una montaña rusa. Nietzsche decía que había que atarse a la cama para soñar que uno se libera”, dice Groisman. Entonces uno debería agarrarse fuerte al sentido para quebrarlo para entrar en un fuera de sentido, en un au-sentido (como decía Lacan). Y si la autovía siempre nos conduce en una temporalidad sucesiva, el tiempo de Soñé”, está out of joint”. La máquina Groisman está muy bien acoplada a la máquina Hamlet: una máquina soñante, que no puede más que producir sueños sobre sueños; ensueños sobre sueños.
Un punto aparte merece la edición del libro. Un experimento audaz y feliz para una editorial cordobesa (Cielo Invertido); demuestra que hay ideas que pueden realizarse de manera acertada y con calidad haciendo del libro no un mero transporte de contenidos, sino un objeto sutil como los detalles producidos por el sueño. Sin esa adecuación donde encuadernación, papel y diagramación nos acercan un aura especial, el contenido no sería el mismo.

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