La sana competencia

Todos los lugares donde me perdí | Por Pablo Natale

La sana competencia

Curiosidad en pandemia: al menos dos de las series más populares de 2020 están relacionadas con el deporte. La primera fue The last dance”, aquella serie producida (entre otras) por una compañía de Michael Jordan, donde se elabora un retrato que lo hace nuevamente competitivo para el imaginario del futuro, siempre propenso al olvido generacional. En esa serie no solo veíamos a Jordan suspenderse en el aire y enfrentar a duros adversarios en jornadas épicas. Además, se viralizaba, en clave buena onda, la adicción de Jordan al juego, léase, a cualquier tipo de juego: golf, póker, bullying, tejo con moneditas. Meses después de terminados los memoriales del señor Jordan apareció Gambito de dama”, una serie sobre una muchacha con una infancia turbulenta y huérfana que se hace adicta al ajedrez, a un tranquilizante, al alcohol y a la sana competencia contra una Rusia por una vez no demonizada desde la industria norteamericana.

Resulta curiosamente sencillo imaginar a Jordan con un vaso de tequila en mano, mirando a esa muchacha pelirroja jugando al ajedrez. Es que estas dos series no solo son altamente competitivas y eficaces en el mercado audiovisual, sino que llevan en su ADN la competitividad desaforada. Michael Jordan hace lo que sea, incluso inventar un insulto de un rival, para poder estimularse y sacar lo mejor de sí durante un partido. Gracias a la automedicación dopada, Beth Harmon puede imaginarse partidas en el techo de las habitaciones y continuar jugadas mientras los demás duermen. Mezcla de Goku y de la Lucy de Luc Besson, Harmon puede perder batallas, pero la repetición de las derrotas contra adversarios clave le permite perfeccionarse y llegar a nuevas fases de la eficacia triunfadora.

No se trata únicamente de la escuela Jordan + Harmon: nos quedaríamos a medio camino si adjudicáramos ese estado de competitividad efervescente y continua solo a los protagonistas de las series y a la plataforma donde se difunden sus historias. En un fragmento de The Last Dance”, vemos que el entrenador que dirigió a Jordan en su época de gloria les da ejercicios de yoga a los Bulls, con el objetivo de que estén unidos como equipo y presentes en el momento, algo que de hecho era la especialidad de Jordan cuando sea que había un juego implicado. En otro fragmento, convertido en meme, Jordan mira atentamente videos de personas hablando de él y se ríe. Jordan, el rey del puro presente nos muestra que también puede estar, como nosotros, absortos en la contemplación hiper estimulante de la imagen, y que entre el estado de competencia deportiva y el estado de visualización seriada hay, mínimo, un gen en común.

La inversión de algunos clubes y empresas deportivas en series sobre sus temporadas deportivas ya no resulta, entonces, una curiosidad, y se convierte en una parte más del asunto. En un mercado audiovisual saturado, las series compiten unas contra otras en una especie de evento deportivo paralelo en continuo suspenso y siempre en camino hacia un final que corona, pero no contiene, la experiencia. Los protagonistas deportivos” de alguna de esas series dejan de ser excepciones y se convierten en ejemplos”, no solo de conducta deportiva sino de un formato espiritual competitivo, un pariente lejano de ese estado de dispersión también favorecido por la época. Ahí estamos, otra vez, los espectadores: hacemos maratones de series, vemos cuál llega entera al final, corremos detrás de ellas, memeamos a favor, gritamos en contra.

¿Habría relación entre las series y el doping? Si con series” nos referimos a los productos de moda del mercado audiovisual dominado por las grandes plataformas y con doping” nos referimos al uso indebido de estimulantes no aprobados para obtener logros deportivos, la respuesta es más que obvia: una cosa no tiene que ver con la otra. Fin de la pregunta, fin del texto, fin de esta serie. La cosa puede ponerse un poco más interesante si consideramos el consenso global que interpreta a los ciudadanos en tanto competidores” y si al mismo tiempo se realiza un test imposible para chequear la cantidad de productos seriados en sangre. Ese test rastrearía información virósica como la que promueve el afán de seguir vitalmente en juego”, la insistencia en continuar una narrativa y la esperanza puesta en escuchar las promesas de una nueva y redentora temporada. 

Santos de devoción, Michael Jordan y Beth Harmon saludan desde el pedestal: a los 55 años Jordan confiesa que competiría por cualquier cosa (hay un simpático artículo donde se cuenta cómo intentó volver al básquet profesional a una edad inadecuada); Beth está lista para hacer lo que sea (incluso traicionar el historial antisoviético de su país) con tal de jugar su juego. La trampa es que tanto uno como el otro están inmersos en una realidad de competencia y que apenas si pueden mirar otra cosa que el tablero.

Mientras tanto, nosotros aplaudimos esa fiebre que les despierta una adicción que se justifica porque se han consagrado, ese apartamiento de la realidad hacia la torre de marfil del deporte y ese mismo clamor, ese mismo mensaje: listos, preparados, ¡ya!

Último detalle, que no es menor: la retirada del juego en ambas series es exclusivamente depresiva, abúlica, acovachada, ingrata. Esa retirada es, antes que nada, un pozo momentáneo, una fase antes de otra escalada hacia la glorificada elevación. El triunfo: esa cruz.

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