Viaje alrededor de mi habitación

Folletín de Verano | Por Xavier de Maistre

Viaje alrededor de mi habitación

I

Para que pueda tomarse algún interés por el nuevo cuarto por el cual he llevado a cabo una expedición nocturna, tengo que enterar a los curiosos cómo fue que me tocara en suerte. Continuamente distraído en mis ocupaciones en la casa llena de ruido en que habitaba, me proponía hacía ya tiempo buscar por allí cerca un retiro más solitario, cuando un día, hojeando una noticia biográfica del señor de Buffon, leí que este hombre célebre había escogido en sus jardines un pabellón aislado que no contenía ningún otro mueble más que una butaca y la mesa de despacho, sobre la cual escribía, ni ninguna otra obra más que el manuscrito en el cual trabajaba.

Las fantasías en que me ocupo tienen tanta disparidad con los trabajos inmortales del señor de Buffon, que la idea de imitarle, siquiera fuera en ese punto, no se me habría jamás ocurrido sin un percance que me determinó a ello. Un criado, al sacudir el polvo de los muebles, creyó que estaba muy sucio un cuadro al pastel que acababa yo de terminar, y lo frotó tanto con un paño, que consiguió, en efecto, dejarle limpio de todo el polvo que yo me había tomado tanto cuidado en arreglar sobre él. Después de haberme furiosamente encolerizado contra aquel hombre que estaba ausente, y no haberle dicho una sola palabra cuando volvió, según mi costumbre, me puse en seguida en busca de otra casa y volví a la mía con la llave de un cuarto pequeño que había alquilado en un quinto piso en la calle de la Providencia. Hice transportar allí el mismo día los materiales de mis ocupaciones preferidas, y allí pasé desde entonces la mayor parte del tiempo, al abrigo del trastorno doméstico y de los encargados de la limpieza de los cuadros. Las horas se deslizaban para mí como si fueran minutos en aquel retiro aislado, y más de una vez mis ensueños me han hecho olvidarme allí de la hora de comer.

¡Oh, dulce soledad! He conocido las seducciones con que deleitas a tus amantes. Desgraciado del que no puede pasar solo un día de su vida sin sentir el tormento del fastidio, y prefiere, si es necesario, conversar con necios antes que consigo mismo.

Lo confesaré, no obstante: me gusta la soledad en las grandes ciudades; pero, a menos de verme obligado por una circunstancia grave cualquiera, como un viaje alrededor de mi cuarto, no quiero ser ermitaño más que por la mañana; por la tarde me gusta volver a ver caras humanas. Los inconvenientes de la vida social y los de la soledad se destruyen así mutuamente, y estos dos modos de existencia se embellecen el uno por el otro.

Sin embargo, la inconstancia y la fatalidad de las cosas de este mundo son tales, que la vivacidad misma de los placeres de que yo disfrutaba en mi nueva vivienda habría debido hacerme prever lo poco que durarían. La Revolución francesa, que desbordaba por todos los países, acababa de pasar por encima de los Alpes y se precipitaba sobre Italia. Fui arrastrado por la primera oleada hasta Bolonia; conservé mi ermita, a la cual hice transportar todos mis muebles en espera de tiempos más felices. Vivía desde hacía algunos años sin patria; un día supe que me había quedado sin empleo. Después de un año entero pasado en ver hombres y cosas por los cuales no sentía ningún afecto y en desear cosas y hombres que no veía más, volví a Turín. Era preciso tomar una resolución. Me marché de la posada de la Buena Mujer, adonde había ido a parar, con la intención de devolver mi cuarto al casero y deshacerme de mis muebles.

Al volver a entrar en mi ermita sentí sensaciones difíciles de describir: todo allí había conservado el orden, es decir, el desorden, en el cual lo había dejado; los muebles, amontonados contra las paredes, habían sido puestos al abrigo del polvo por la altura de la habitación; mis plumas estaban todavía en el tintero seco, y encontré sobre la mesa una carta comenzada. —Todavía estoy en mi casa— me dije con verdadera satisfacción. Cada objeto me recordaba algún suceso de mi vida, y mi cuarto estaba alfombrado de recuerdos. En vez de volver a la posada tomé la resolución de pasar la noche en medio de mis propiedades; envié a buscar mi maleta, y al mismo tiempo formé el proyecto de partir al día siguiente, sin despedirme ni aconsejarme de nadie, entregándome sin reservas a la Providencia.

II

Mientras hacía estas reflexiones, preocupándome al mismo tiempo por la buena combinación de un plan de viaje, pasaba el tiempo y mi criado no volvía. Era un hombre que la necesidad me había hecho tomar a mi servicio hacia unas cuantas semanas y sobre la fidelidad del cual había entrado en sospechas. La idea de que podía haberse llevado mi maleta se me había apenas presentado, y me fui corriendo a la posada; ya era tiempo. Al dar la vuelta a la esquina de la calle donde está el hotel de la Buena Mujer le vi salir precipitadamente por la puerta, precedido de un mozo de cuerda que llevaba mi maleta.

Se había encargado él mismo de mi saquito, y en vez de tomar del lado de mi casa, se encaminaba a la izquierda, en una dirección opuesta a la que debía seguir. Su intención era manifiesta; le alcancé fácilmente y, sin decirle nada, fui andando un rato a su lado antes de que él lo notara. Si se quisiera pintar la expresión del asombro y del espanto llegados al más alto grado en el semblante humano, mi criado habría sido el modelo más perfecto cuando me vio a su lado. Tuve tiempo de sobra para hacer el estudio de aquel modelo, porque estaba tan desconcertado por mi aparición inesperada y por la severidad con que yo le miraba, que continuó andando un rato a mi lado sin proferir una sola palabra, como si nos estuviéramos paseando juntos. En fin: balbuceó el pretexto de un quehacer en la calle Grand-Doire; pero le puse en buen camino, y volvimos a casa, en donde lo despedí.

Sólo fue entonces cuando me propuse hacer un nuevo viaje por mi cuarto, durante la última noche que allí tenía que pasar, y me ocupé en seguida de los preparativos.

III

Ya hacía tiempo que deseaba volver a ver el país que había recorrido antaño tan deliciosamente y cuya descripción no me parecía completa. Algunos amigos, que la habían leído con agrado, solicitaban de mí que la continuase, y me habría decidido a ello más pronto, sin duda, si no hubiera estado separado de mis compañeros de viaje. Reanudé con pena la carrera. ¡Ay! Volvía solo; iba a viajar sin mi querido Joannetti y sin la amable Rosina. Mi primitivo cuarto también había sufrido la más desastrosa revolución; ¿qué digo? Ya no existía. El sitio que había ocupado formaba entonces parte de un horrible caserón ennegrecido por las llamas, y todos los inventos mortíferos de la guerra se habían reunido para destruirlo sin dejar nada en pie. La pared en la cual estaba colgado el retrato de la señora de Haut Castel había sido agujereada por una bomba. En fin: si por fortuna no hubiese hecho mi viaje antes de esta catástrofe, los sabios de nuestros días no habrían tenido nunca noticias de este cuarto memorable. Así es como, sin las observaciones de Hiparco, ignorarían hoy las gentes que existió en otros tiempos una estrella más en las Pléyades, que ha desparecido después de muerto aquel famoso astrónomo.

Ya hacía tiempo que, obligado por las circunstancias, había yo abandonado mi cuarto y transportado a otra parte mis lares. ¡Vaya una desgracia!, se me dirá. ¿Pero cómo reemplazar a Joannetti y a Rosina? ¡Ah! ¡Eso no es posible! Joannetti se me había hecho tan necesario, que su pérdida no será jamás compensada para mí. ¿Quién puede, por lo demás, vanagloriarse de vivir siempre con las personas que le son queridas? Semejantes a esos enjambres de moscardones que vemos revolotear en los aires en las hermosas noches de verano, los hombres se encuentran por azar y por bien poco tiempo. Felices todavía si en sus movimientos rápidos se dan tanta maña como los moscardones y no se rompen la cabeza unos contra otros.
Me acosté una noche. Joannetti me sirvió con su celo acostumbrado, y hasta parecía más cuidadoso. Cuando se llevó la luz le eché una mirada, y vi una alteración señalada sobre su fisonomía. ¿Iba a creer, sin embargo, que el pobre Joannetti me servía por última vez? No mantendré al lector en una incertidumbre más cruel que la verdad. Prefiero decirle sin rodeos que Joannetti se casó aquella misma noche y me abandonó al día siguiente.

Pero que no se vaya a acusarle de ingratitud por haber abandonado a su amo tan bruscamente. Yo conocía su propósito hacía tiempo y me había opuesto sin razón. Un comisionista vino muy de mañana a darme esta noticia, y tuve tiempo, antes de volver a ver a Joannetti, de encolerizarme y de calmarme; lo cual le ahorró los reproches que esperaba. Antes de entrar en mi cuarto hizo como que hablaba en alta voz con alguien desde la galería, para hacerme creer que no tenía miedo, y armándose con todo el descaro que podía caber en una buena alma como él era, se presentó con aire resuelto. Vi en seguida en su cara todo lo que pasaba en su alma, y no me disgustó en modo alguno. Los maldicientes de nuestros días han asustado de tal modo a las gentes sencillas con los peligros del matrimonio, que un hombre que acaba de casarse se parece con frecuencia a un hombre que acaba de sufrir una caída espantosa sin hacerse daño, y que está a la vez aturdido por el susto y por la satisfacción; lo cual le da un aire ridículo. No era, pues, extraño que los actos de mi fiel servidor sufriesen el contragolpe de lo raro de su situación.

«Con que ya te has casado, mi querido Joannetti», le dije riéndome. No estaba él prevenido más que contra mi cólera; de suerte que todos los preparativos no sirvieron para nada. Cayó de pronto en su actitud ordinaria, y hasta un poco más bajo, puesto que se echó a llorar. «¡Qué quiere usted señor! —me dijo con voz alterada—; había dado mi palabra.» «Eh, ¡qué caramba!, has hecho bien, amigo mío; ¡ojalá estés contento con tu mujer y sobre todo contigo mismo! ¡Ojalá tengas hijos que se te parezcan! Es preciso, pues, que nos separemos.» «Sí, señor; tenemos el propósito de ir a establecernos en Asti.» «¿Y cuándo quieres marcharte?» En este punto, Joannetti bajó los ojos como confuso y respondió bajando la voz dos tonos: «Mi mujer ha encontrado un traficante de su país que se vuelve en el coche vacío y se marcha hoy mismo. Sería una buena ocasión; pero… sin embargo… esperaré a cuando el señor disponga…, aunque una ocasión así será difícil volver a encontrarla.» «Eh, ¡cómo!, ¿tan pronto?, le dije. Un sentimiento de pena y de afecto, entremezclado con una fuerte dosis de despecho, me hizo callar un instante. «No, seguramente —le respondí con alguna dureza—, no le detendré a usted; puede usted irse ahora mismo, si eso le conviene.» Joannetti se puso pálido. «Sí, vete, amigo mío; vete con tu mujer; sé siempre tan bueno, tan honrado como lo has sido conmigo.» Dejamos arregladas unas cuantas cosas; le dije con tristeza adiós; salió. Aquel hombre me servía desde hacía quince años. Un instante nos ha separado. No le he vuelto a ver más.

Reflexionaba paseándome por mi cuarto sobre esta brusca separación. Rosina había seguido a Joannetti, sin que éste lo notara. Un cuarto de hora después la puerta se abrió; Rosina entró. Vi la mano de Joannetti empujarla en mi cuarto; la puerta se cerró, y sentí mi corazón oprimirse… ¡No entra ya más en mi casa! Unos cuantos minutos han bastado para convertir en extraños uno a otro dos viejos compañeros de quince años. ¡Oh! ¡Triste, triste condición de la humanidad, no poder jamás encontrar un solo objeto estable en el cual depositar el más mínimo de sus cariños!

(continúa el próximo martes)

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