El basural

Concurso literario | Por Oscar Alejandro Jacobsen

El basural

La noche sobre el basural es siempre interminable. Ramiro y el Pibe Rossi charlan con voces escondidas, transparentes. Hace como una hora llegaron al corazón del descampado que cubre uno de los costados del barrio.

Ramiro es joven, hace unos meses dejó el colegio secundario y está buscando trabajo. No conoce a su padre, pero le dijeron que era un hombre bajito, porfiado y que siempre andaba con un saco marrón. Tiene una hermana pequeña de ojos color arena o miel y su mamá es gorda, de pasos cortos y trabaja haciendo la limpieza en unas oficinas del centro. Viven en Santa Magdalena desde hace unos pocos años, cuando lograron meterse en la casa de un tío que no dejó herederos.

-Che, yo voy a armar un fueguito; está fresco.

Rossi es un pibe sin nombre, en el barrio todos le dicen el Pibe Rossi; tal vez porque su padre tiene un almacén y el apellido está clavado sobre la puerta de entrada al comercio, en letras grandes, algo despintadas y con bordes descuidados. Al igual que Ramiro, dejó el colegio, hace ya varios años y cuando mira para adelante, se ve detrás del mostrador del almacén.

-¡Dale! Acá hay papel, un poco húmedo, pero sirve.

El Pibe Rossi se agacha y levanta varios trozos de papel de revista que estaban algo enterrados en el suelo turbio y rumiante del basural. Los sacude un poco, vuela una especie de tierra rojiza, color piel, y se los acerca a Ramiro que ya tiene lista una chapa vieja, con una lata de tamaño mediano arriba y ahora la llena con cartones y pasto seco. Agrega lo que le da el Pibe Rossi, saca el encendedor del bolsillo trasero del pantalón y una fina y delicada llama empieza a florecer desde la lata.

-Ahora sí. -Dice Ramiro, mientras frota sus manos sobre el diminuto fuego que empieza a arder.

Los dos se acomodan ahora alrededor del fuego, cerca, y se reanuda la charla:

-Te sigo contando… -retoma el Pibe Rossi- El diario era viejo, se notaba, pero no tanto. Y el título era de solo dos palabras y con un tamaño de letra gigante, ocupaba toda la hoja: Crimen pasional; así, como se decía antes cuando mataban a una mujer.

-¿Vos estás seguro de que la foto era de acá?

-Segurísimo. -afirma el Pibe Rossi- Era este descampado, se veían pocas casas porque el barrio no era lo que es ahora; pero era acá seguro. No se leía muy bien, pero en una parte decía que habían encontrado el cuerpo de una mujer, parece que la habían metido en un baúl y la prendieron fuego; y decía algo de un perro también, no sé si también estaba muerto, algo así.

-Yo no escuché nunca nada de eso che.

-Yo tampoco; hasta que leí la nota esta.

El fuego sigue creciendo, unas chispas en miniatura brotan desprolijas hacia los costados y se escapan sobre las cabezas de los pibes. La charla, algo imprecisa, sigue. Los dos cuerpos alrededor de las llamas son como los detalles falseados de una esperanza, un lunar muerto en espera, y nadie nota los latidos reos del basural.

-¿Sería del barrio la mujer?

-Por lo que se leía, que era bastante poco, parece que del otro lado de la ruta. Capaz que la mataron y la escondieron acá. Como te decía, esto era casi todo campo, imaginate de noche; solo oscuridad y soledad habría.

-La gente trata de no pasar por acá, -dice Ramiro, mientras atiza el fuego- de noche no anda nadie y de día solo algunos cruzan el basural.

-Es un lugar oscuro y solitario; para nosotros no porque lo conocemos.

El aire del basural es espeso, apenas entibiado por las lenguas amarillentas que nacen de la lata que abriga a los pibes. Un ruido de pisadas asoma por el no torcido que el andar de los vecinos ha dejado en el medio del campo. Ramiro y el Pibe Rossi se enfrascan en un silencio atento y miran curiosos. La sombra de Gonzalito aparece. Ahora son tres alrededor del fuego, soportando los murmullos ausentes del lugar.

Muchos en el barrio creen que Gonzalito se llama Gonzalo, pero en verdad, es su apellido el que lo sostiene. La familia González es de las más viejas del barrio y son de los más reservados del lugar. Gonzalito trabaja en una verdulería del centro, anda siempre con gesto cansado o distraído, con tierra debajo de las uñas (él dice que ya no le sale la tierra, que de tanto despachar papa la tierra se le pegó).

-Buenas.

Los tres ahora se sumergen en una ronda cálida, confiada; los envuelve un aura. Los amigos, cercando a la lata que arde cómplice en el medio, alargan la conversación. Unos ecos de canciones, como voces, llegan desde algún extremo del basural, por momentos parece que caen luego de saltar una gran montaña de desperdicios, bolsas, cajones, escombros, cartón y medio automóvil Fiat que apenas se sostiene en sus viejas chapas.

-Che Gonzalito, ¿vos sabías algo de una mujer que mataron acá?

-¿Acá en el campo?

-Sí, dice Rossi que lo leyó en un diario viejo que encontró en el almacén del padre.

-Una vez escuché a mi viejo decir algo, pero no me acuerdo.

-Hay una foto del campo, para mí es acá atrás, del otro lado de la ruta. -Agrega el Pibe Rossi, y señala el supuesto sitio.

-Mi viejo una vez comentó eso pero como una historia, algo que no se sabía bien si era cierto. Pero había dicho como que la mujer era de otro lado y los que la mataron la tiraron acá para esconderla. Algo así, pero no me acuerdo mucho más.

Ya no son voces, ahora son unos finos y plateados suspiros los que llegan desde la montaña de basura; aquel eco de canciones se desvaneció, el olor rancio y triste de la mugre se lo devoró sin dejar ni una queja en el ambiente; lo incendió apretado adentro de un baúl de madera y humo, dejando apenas una sombra de unos viejos ladridos atragantados.

Ahora, una niebla inamovible congela el lugar, el fuego sigue vivo desde la lata y es lo único que respira en el basural. Unos latidos sordos rompen parte de la costra gris sembrada en el descampado. Al otro lado, las luces de los autos van cayendo hacia el norte y hacia el sur, sobre un hormigón mudo, invisible.

La noche sigue arqueada, sin límites sobre el basural. Ramiro ordena el fuego desde su raíz, desde el fondo de la lata y las llamas se asoman mejor, trepan. Las caras, rojizas por el frío otoñal y el golpe del reflejo del fuego, son como máscaras eternas, de piedra y de memoria. El Pibe Rossi agacha la cabeza, tal vez también tenga los ojos cerrados, y Gonzalito habla:

-Acá lo que dicen que hubo fue un fusilamiento.

Lo oscuro y solitario del lugar se hizo más profundo en un instante. Un viento cobarde, impune, pasa imperceptible por el basural; sin respetar caminos y sin esquivar la mugre.

-¿Cuándo? -pregunta el Pibe Rossi.

-Fue acá, en 1955 ó 1956, o un poco antes capaz; por ahí. Murieron cinco, pero habían traído para matar como a doce o quince, algo así.

-¿Quién te contó esa historia? -quiere saber Ramiro.

-Mi viejo, él conocía a uno de los muchachos que se salvó. Me lo contó hace mucho, aunque no le gusta hablar de eso. Yo le pregunto, espero el momento, más que nada si está tomando, y le tiro el tema. A veces se larga a contar, ahora hace mucho que no dice nada del asunto.

El frío baja, cae junto con las horas de la madrugada, pero nadie lo nota. El fuego se hace alto, unos recortes de madera reviven las llamas. Con las manos calientes y metidas en los bolsillos, los tres pibes hacen carne a cada instante las dos historias.

-En el barrio parce que nadie sabe nada, -siguió Gonzalito- o saben, pero prefieren el silencio.

-En mi casa nunca se dijo nada de fusilamientos. -Comenta Ramiro.

-En mi casa tampoco. -Dice el Pibe Rossi.

-Yo lo sé porque mi viejo una noche lo largó, con seriedad, casi con dolor lo tiró. Y mi vieja decía que si con la cabeza. Parece que trajeron un grupo en un colectivo, los bajaron y no sé qué pasó, la cosa es que algunos murieron y otros zafaron. Y los vivos contaron la historia.

Gonzalito va bajando la voz a medida que va terminando la frase. Lo último lo dice casi en un susurro. Baja la cabeza y mete la mirada en el centro del fuego. Hace correr un temblor por el cuerpo para quitarse el frío, se acomoda, se acurruca, cruza los dedos, como si tuviera un otoño apretado entre las manos; y no nota que un viento cobarde pasa junto a ellos, rodeándolos.

El fuego sigue arriba, atizado todo el tiempo por Ramiro. El Pibe Rossi y Gonzalito lo miran. El descampado late, imperceptible. Y un asunto fiero inunda en cerrazón al grupo. Como si un humo pardo, ciego, brotara desde el piso y se estirara en espiga hacia la noche; la noche interminable que siempre se arquea sobre el basural.

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