Un anticipo de las cosas

Folletín de verano | Por Ariel Guzmán

Un anticipo de las cosas

Antes de irse, mi madre estiró el brazo desde la cama para señalar el primer cajón de la cómoda. Había dejado de hablar por su enfermedad, eso era lo que pensaba, pero descubrí detrás de la puerta que la noche anterior le había pedido agua, con una voz fuerte y clara, a la mujer que la asistía. El silencio que anteponía entre nosotros no era más que una estrategia para continuar evitando responder a lo que siempre le preguntaba. Abrí el cajón y lo encontré sin ropa, en el vacío aparecía la mitad de una hoja de papel, curvada y arrugada, escrita con apenas dos líneas. La miré unos segundos antes de levantarla mientras ella miraba el bulto que hacían sus pies debajo de la frazada. Un nombre y un apellido en una línea, una dirección en la otra. Lo leía una y otra vez como sumido en una especie de parálisis por el impacto de la sorpresa. Caminé hasta el borde de la cama sin dejar de mirarla; ella no había dejado de mirar sus pies. Parecía aún más paralizada que yo. ¿Es él? Respondé. Sí o no”. Ella se mantuvo, como en la mayor parte de su vida, quieta y en silencio.

Lo primero que hice fue buscar la dirección. Un edificio ancho de diez pisos, vidriado y metalizado por todos lados, con mucho movimiento de gente por la amplia vereda y con mucho transito en la calle. Los imponentes autos que estacionaban a los costados insinuaban comodidad y lujo, y sumisión a quién los miraba con sorpresa.

No era un policía ni un investigador, y mucho menos un ladrón, para que me resultara tan fácil saber dónde encontrar a ese hombre sin despertar la atención de nadie. En más de una ocasión subí los escalones de la entrada del edificio con la intención de preguntar por él. El recepcionista de la administración que se veía por el vidrio detrás de un mueble, con el pelo corto tirante por el fijador y de gesto severo, me inhibía. No sabía si allí vivían personas o sólo eran oficinas o la combinación de ambas cosas. Un nombre y un apellido resultaban insignificantes en un lugar en el que entraba y salía tanta gente; también sospechoso que se intentara llegar a alguien preguntando por su nombre cuando había miles de canales de comunicación con la formalidad necesaria para evitar ser considerado un posible peligro. No me darían esa información así porque sí. Me pedirían razones, datos, y relaciones, antes de darme un número de teléfono con el que pudiera comunicarme con él, o con alguien cercano a él, y con eso no lograba conseguir nada. No quería que supiera de mí por mensajes de terceros porque no alcanzaría a tener la reacción de quién era yo para él. Tampoco quería paralizarlo con una sorpresa porque podía hacerlo escapar sin que tuviera tiempo a reflexionar de lo que nos unía.

En la panadería, que contaba con una cafetería, ubicada justo enfrente del edificio pase toda una mañana mirando a personas entrar y salir. Muchas de ellas se subían a los autos estacionados en la calle. Llamé a la moza y le pregunté si sabía cómo se llamaba el chico que los cuidaba. Respondió que no sabía, no lo dejaban pasar porque molestaba con entrar al baño a cada rato y nunca compraba nada. Además cada dos por tres se lo llevaban por alguna pelea. Por un momento no tuve otro interés que observar lo que hacía ese chico. Se movía de un lado a otro sin parar.

No se preocupaba sólo por cuidar los autos sino que además, como un plus de sus servicios, arrastraba un balde con agua y jabón, en donde sumergía una esponja, y los lavaba en pocos minutos. Lo hacía sólo con los modelos más viejos. A los dueños de los más nuevos parecía que no les gustaba que se lo lavaran a la vista de todos. Antes de subirse a sus autos, los conductores dejaban uno o varios billetes en la mano del chico y respondían con gestos de respeto o alegría. Este chico nunca dejaba de sonreír, incluso con aquellos pocos que lo trataban con indiferencia cuando sacaban la mano por la ventanilla y dejaban caer unas pocas monedas. No miraba ni contaba lo que recibía, cerraba la mano y lo guardaba en el bolsillo trasero del pantalón.

Pedí otro café antes de que la moza se alejara de la mesa. Mientras esperaba a que me lo trajera, me levanté y salí a la calle. Caminé hasta el chico buscando adivinar en dónde se detendría.

—Hola, te hago una pregunta. ¿Por casualidad conocés a esta persona?

El chico me miró de los pies a la cabeza. Leyó el papel y volvió su atención a los autos.

—Sí flaquita, es de acá —señaló el edificio con el mentón— casi nunca deja el auto en la calle, lo deja en la playa de acá a la vuelta y a veces tomá café ahí donde estabas vos recién. Viene dos o tres veces por semana. Esperá.

Un hombre llamó al chico antes de subir a su auto.

—Gracias por los datos porque no sé nada. ¿Sabés qué hace?

—No es nada flaquita, debe ser médico, acá la mayoría tiene consultorios. ¿Buscás a alguien que no sabés quién es?

—Creo que es mi padre.

— ¡Ah! son de esos…

Yo me encontraba en un momento en el que estaba pendiente de la mirada de los demás y que el chico me hubiera llamado flaquita era reconfortante. Durante algunos días analicé la mejor manera de llegar a mi padre y me decidí por las fotos. Qué invento maravilloso, silencioso, tan práctico que se podía llevar en algún rinconcito a cualquier lado. ¿Qué otro lugar conservaba intacta una mirada con el paso del tiempo? Era la única manera que me conociera antes de que pudiéramos vernos. Si se enojaba o le resultaba indiferente o lo sorprendía la noticia le daba tiempo a recapacitar, a que una reacción espontanea no nos separara otra vez. Además, cuando me viera entendería algunas cosas, las fotos se adelantarían a explicarle de los cambios, de qué manera viviría.

Dediqué un día a mirar el álbum de fotos para elegir las que le haría llegar. Mandaría una foto por cada entrega, con cuatro alcanzaba para una presentación, para que no se extendiera mucho en el tiempo y pudiéramos encontrarnos lo antes posible. Elegí una en la que salía vestido de granadero con un fusil en el pecho en una fiesta del jardín de infantes. Otra en la que estaba parado a un costado de una pileta de natación imitando la postura de un bañero; tenía unos diez años. Otra, de traje en la cena de egresados, abrazado a Gabriela mi novia por ese entonces. En la última estaba en el escenario de teatro Bierce en pleno movimiento, mi pelo largo parecía volar y me tapaba una parte de la cara; llevaba puesta una musculosa blanca ajustada al cuerpo y un pantalón ancho con bastones de colores. Hice una copia de cada una de las fotos. En el dorso escribí mi nombre y el año en el que habían sido tomadas separados por un guión. Metí una en cada sobre de papel madera. Una vez en sus manos ya sabría mi nombre y un anticipo de las cosas a las que luego completaría conversando.

Necesitaba asegurarme que las entregas se concretaran. Planifiqué que a la primera y a la última la hiciera el chico que cuidaba de los autos. Necesitaba conocer a mi padre desde lejos para ubicarlo cada vez que entrara o saliera del edificio. Para la segunda mandaría un cadete a la administración del edificio y a la tercera la dejaría en el estacionamiento. A todos les pagaría por el favor. Al chico le daría un poco más por su disposición a ayudarme desde el primer momento.

Esa mañana el chico me dijo que lo había visto entrar temprano. Acomodó el sobre con la foto al lado de un banquito en el que descansaba y continuó trabajando. Estuve en la panadería asqueado de tomar café cada veinte minutos, atento a la puerta de vidrio y al chico, que al fin de cuentas era quien revelaría lo que necesitaba saber. Cuando se agachó para levantar el sobre creí que me descomponía, que justo en ese momento la vista se me nublaba, pero fue un instante, parpadee y recuperé la claridad. El hombre bajaba los escalones con mucha elegancia y con esa tranquilidad de los que no tienen ninguna urgencia que los aceche. Pantalón oscuro, una camisa blanca arremangada, y un saco claro colgando de uno de sus brazos ocultando la circunferencia que marcaba el abdomen. Se colocó los anteojos de sol moviendo exageradamente el brazo en el que llevaba un reloj grande, que hacía brillo con el choque de la luz, como buscando la mejor posición para mostrarlo. El pelo castaño, enrulado, le tocaba el cuello de la camisa y le cubría las entradas en la frente. Calculé entre sesenta y sesenta y cinco años. Coincidía con la edad de mi madre. En lo que no coincidían era en la presencia, la preferencia de mi madre por las camisas floreadas y las polleras o pantalones anchos, y él con una formalidad de la que parecía no separarse nunca.

El chico sólo le dijo que habían dejado algo para él. El hombre agarró el sobre y lo unió a otros papeles que sostenía en una mano. No hizo ninguna pregunta y tampoco dijo gracias. Llegó a él una foto por la administración, y en la del estacionamiento me contaron que reaccionó con un gesto desconcertado. En la última, en el cuarto día, apareció con el saco y con los anteojos puestos desde adentro del edificio. Se detuvo antes de bajar los escalones y miró hacia varios lados. No se movió de ahí por varios minutos, pensé que esperaba a alguien. Después bajó siguiendo con atención el tránsito de autos y personas que ocasionalmente pasaban frente a él. Levantó el brazo despacio para recibir el sobre, lo abrió y se tomó unos segundos antes de asomarse a su interior. El chico ya se había alejado y continuaba moviéndose de acá para allá pero él seguía sin avanzar; miraba la foto en su mano. Creí que buscaba a su alrededor a alguien parecido a ése que bailaba sobre el escenario. Tuve ganas de hacerle una seña desde la panadería para facilitarle el trabajo, sacarle la idea de peligro, que sólo era su hijo, cambiado nomás. Me contuve para obligarme a respetar todo lo planificado para que diera los resultados esperados.

Elegí el día en el que se cumplía una semana de la primera foto. Cargaba conmigo todas las expectativas de un primer encuentro mientras tomaba café en la panadería. Ya sabía la hora en la que salía, después de la una. Cuando se aproximaba el momento, salí a la calle y lo esperé sobre la vereda. Mi reflejo, en el frente vidriado del edificio, estaba oscurecido por una sombra que cubría mi cara, mi pecho, y llegaba como una lanza hasta abajo de la cintura. Me moví buscando que el sol me iluminara completa. No hubo caso, siempre quedaba una parte tapada por la oscuridad. Por un instante me resultó divertido buscar ganarle al sol en mi afán de mostrarme alumbrada en todos lados por igual. Varios hombres pasaron buscando mi mirada; quedé dura, avergonzada.

Mientras lo veía bajar tuve tiempo a repasar mis zapatos, mi pantalón ajustado, mi saquito negro que ocultaba una remera blanca escotada. Saqué del bolsillo las mismas fotos que le habían llegado a él. Las sostuve en una mano abriéndolas como a un abanico. Venía en mi dirección y las levanté para que las viera; las reconoció y se desvió sin dejar de observarme, como siguiendo el borde de una circunferencia en la que me tenía en el medio. Se me abalanzó por un costado y me agarró con fuerza del brazo que colgaba. ¿Quién sos?”, dijo. En silencio esperé el golpe. Apretó más el brazo y lo sacudió para soltarlo.

Se alejaba dándose vuelta para mirarme. Se detuvo en la esquina y desde allí me miraba hasta que se puso a hablar por teléfono haciendo ademanes. Dejé de atender lo que él hacía y guardé las fotos en el bolsillo del saquito. No quería moverme, estábamos ahí y aún había posibilidad de corregir algún malentendido si eso era lo que necesitaba. Sentí una mano en mi hombro y el brazo que cruzaba en mi espalda. Antes de descubrir quién era el chico me habló al oído.

— ¿No funcionó flaquita? Caminemos hasta la esquina y no te des vuelta. El hombre habla con un cana y miran para acá. Doblamos y corrés.

Cuando doblamos dejó de abrazarme. Estaba segura que nos seguían porque todo alrededor parecía alborotado. Los bocinazos sin razón, las miradas de desprecio de quienes dejábamos atrás, avisaban que el encuentro se desmoronaba. Antes de llegar a la otra esquina el chico me cortó el envión de la corrida agarrándome de un brazo. Abrió la chapa floja de un inmenso cartel de publicidad que cubría el frente de un terreno. Después que entré, lo pateó para cerrarlo. El lugar estaba pelado, con algunos montículos de escombros a los costados y con las paredes descascaradas pintadas con graffitis. Dos chicos sentados sobre la tierra, al fondo, fumaban en silencio. Yo también me senté en la tierra, pero cerquita de donde había entrado. Escuche las pisadas de gente que corría; y en el murmullo una voz que sobresalió: allá va corriendo pero sin la mina”.

Saqué las fotos del bolsillo y las puse sobre la tierra. Cómo había podido preguntarme quién era, y no dejar que le respondiera. No había hecho bien los cálculos, el orden de las fotos no había sido el correcto. La última tendría que haber sido la primera y así hasta que la ultima fuera la del jardín de infantes. Pero, ¿a quién le importa lo que éramos de niños? Con un grito les pedí a los chicos si me convidaban un cigarrillo. Ninguno de los dos contestó. Miraban en la pared de un edificio, con las cabezas inclinadas hacia arriba, la figura indefinida de una gran sombra; sonreían, parecían a punto de lanzar una carcajada. El humo ocultaba sus ojos y luego se desvanecía. Yo también sonreí.

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