Viaje alrededor de mi habitación – Tercera entrega

Folletín de Verano | Por Xavier de Maistre

Viaje alrededor de mi habitación - Tercera entrega

IX

Le dejé marcharse sin querer profundizar hasta qué punto su observación era fundada, y me senté ante la mesa para tomar nota de estos sucesos, según mi costumbre; pero apenas hube abierto mi cajón, en el cual esperaba encontrar papel, lo volví a cerrar bruscamente, lleno de confusión por uno de los sentimientos más desagradables que se pueden experimentar: el del amor propio humillado. La especie de sorpresa que se apoderó de mí en esta ocasión se parece a la que siente un viajero sediento cuando al acercar sus labios a una fuente límpida ve en el fondo del agua una rana que le está mirando. No era, sin embargo, otra cosa que los resortes y el armazón de una paloma artificial que, siguiendo el ejemplo de Arquitas, me había en otro tiempo propuesto hacer volar por los aires. Había trabajado sin parar en su construcción más de tres meses. Llegado el día del ensayo, la puse sobre el borde de una mesa, después de haber tenido buen cuidado de cerrar la puerta, a fin de guardar el secreto del descubrimiento y causar así una amable sorpresa a mis amigos. Un hilo sujetaba inmóvil el mecanismo. ¿Quién podría imaginarse las palpitaciones de mi corazón y las angustias de mi amor propio cuando acerqué las tijeras para cortar el hilo fatal?…¡Plan!…El resorte de la paloma se tiende y se desenvuelve con estrépito. Alzo los ojos para verla volar; pero después de haber girado varias veces sobre sí misma, cae y viene a esconderse debajo de la mesa. Rosina, que estaba allí durmiendo, se alejó tristemente. Rosina, que no había visto nunca un pollo ni un pichón ni el más pequeño pájaro sin atacarlos y perseguirlos, ni siquiera se dignó mirar a la paloma que se revolvía en el suelo… Fue aquél el golpe de gracia para mi amor propio. Me marché a tomar el aire por las murallas del castillo.

X

Tal fue la suerte de mi paloma artificial. Cuando el genio de la Mecánica la destinaba a seguir al águila en los cielos, el Destino le dio las inclinaciones de un topo.

Me paseaba tristemente y desalentado, como se está siempre tras una gran esperanza fallida, cuando al alzar los ojos vi una bandada de grullas que pasaba volando. Me paré para examinarlas. Avanzaban en orden triangular, como la columna inglesa en la batalla de Fontenay. Las veía atravesar el cielo de nube en nube. «¡Ah, qué bien vuelan! —decía yo en voz baja— ¡Con qué seguridad parecen deslizarse sobre el invisible sendero que recorren!» ¿Lo confesaré? ¡Ay! Pido por ello perdón. El horrible sentimiento de la envidia ha entrado una vez, una sola vez, en mi corazón, y lo suscitaba una bandada de grullas. Las seguía con la mirada, envidiándolas, hasta los límites del horizonte. Un largo rato inmóvil, en medio de la muchedumbre que se paseaba, observé el movimiento rápido de las golondrinas, y me asombré de verlas suspendidas en los aires, como si nunca hubiese visto aquel fenómeno. El sentimiento de una admiración profunda, ignorado por mí hasta entonces, iluminaba mi alma. Creía ver la Naturaleza por primera vez. Oía con sorpresa el zumbido de las moscas, el canto de los pájaros y ese ruido misterioso y confuso de la creación viva que entona un himno involuntario a su Creador. Concierto inefable, al cual sólo el hombre tiene el privilegio sublime de poder añadir acentos de gratitud. «¿Quién es el autor de este brillante mecanismo? —exclamé en el transporte que me animaba—. ¿Quién es Aquel que, abriendo su mano creadora, lanzó a los aires la primera golondrina? ¿Aquel que dio la orden a esos árboles de salir de la tierra y elevar sus ramas hacia el cielo? Y a ti que vas andando majestuosamente bajo su sombra, criatura hechicera, cuyos encantos imponen el respeto y el amor, ¿quién te ha puesto sobre la Tierra para hacerla más bella? ¿Cuál es el pensamiento que dibujó tus formas divinas, que fue bastante poderoso para crear la mirada y la sonrisa de la inocente beldad? Y yo mismo, que siento palpitar mi corazón…, ¿cuál es el objeto de mi existencia? ¿Qué soy yo y de dónde vengo, yo, el autor de la paloma artificial centrípeta?…» Apenas hube pronunciado esta palabra bárbara, cuando, volviendo en mí de repente, como un hombre dormido al cual arrojasen un cubo de agua, me apercibí de que varias personas me habían rodeado para examinarme, mientras mi entusiasmo me hacia hablar solo. Vi entonces a la bella Georgina que iba unos pasos delante de mí. La mitad de su mejilla izquierda, recargada de carmín, que yo entreveía a través de los rizos de su peluca rubia, acabó de ponerme al corriente de las cosas de este mundo, del cual acababa de ausentarme un momento.

XI

En cuanto me sentí algo repuesto de la turbación que me había causado el aspecto de mi paloma artificial, el dolor de la contusión que había recibido se dejó sentir vivamente. Me pasé la mano por la frente y reconocí una nueva protuberancia precisamente en esa parte de la cabeza en la cual el doctor Gall ha colocado la protuberancia poética; pero en aquel momento no pensaba en esto, y únicamente la experiencia debía demostrarme la verdad del sistema de este hombre célebre.

Después de haberme reconcentrado en mí mismo un instante para hacer el último esfuerzo destinado a la epístola dedicatoria, cogí un lápiz y me puse a la obra. ¡Cuál no fue mi asombro!… Los versos fluían espontáneamente bajo el lápiz; llené dos páginas en menos de una hora, y saqué la conclusión de esta circunstancia: que si el movimiento era necesario a la cabeza de Pope para componer versos, no era preciso menos de una contusión para que salieran de la mía. No daré, sin embargo, al lector los que hice entonces, porque la rapidez prodigiosa con la cual se sucedían las aventuras de mi viaje me impidió corregirlos debidamente. A pesar de esta reticencia, no hay duda de que haya que considerar el accidente que me había sucedido como un descubrimiento precioso, y del cual los poetas harán bien en servirse cuanto quieran.

Estoy, en efecto, tan convencido de la infalibilidad de este nuevo método, que en el poema en veinticuatro cantos que he compuesto desde entonces, y que será publicado con la Prisionera de Pignerol, no he creído necesario hasta ahora comenzar a hacer los versos; pero he puesto en limpio quinientas páginas de notas, que constituyen, como es sabido, todo el mérito y el volumen de la mayor parte de los poemas modernos.

Como me entregase profundamente a los ensueños de mis descubrimientos, yendo y viniendo por mi cuarto, tropecé con la cama, sobre la cual caí sentado, y cayendo mi mano por casualidad sobre mi gorro, tomé el partido de ponérmelo en la cabeza y de acostarme.

XII

Estaba acostado hacía ya un cuarto de hora y, contra mi costumbre, todavía no me había dormido. A la idea de mi epístola dedicatoria habían sucedido las reflexiones más tristes; la luz, que se estaba apagando, no daba más que un reflejo inconstante y lúgubre desde el fondo del pabilo, y mi cuarto parecía una tumba. Una ráfaga de aire abrió de pronto la ventana y apagó la vela y cerró la puerta bruscamente. El tinte sombrío de mis pensamientos aumentó con la oscuridad.

Todos mis placeres pasados, todas mis penas presentes vinieron a precipitarse a la vez sobre mi corazón, y le colmaron de tristes recuerdos y de amargura.

Por más que haga esfuerzos continuos para olvidar mis pesares y arrojarlos fuera de mi pensamiento, me ocurre, a veces, cuando me coge desprevenido, que vuelven todos a la vez a mi memoria como si les abrieran una esclusa. No me queda otro partido que tomar en estas ocasiones que abandonarme al torrente que me arrastra, y mis ideas llegan a ser entonces tan negras, los objetos todos me parecen tan lúgubres, que acabo de ordinario por reírme de mi locura; de suerte que el remedio se encuentra en la violencia misma del mal.

Estaba todavía en toda la fuerza de una de estas crisis melancólicas, cuando una parte de la ráfaga de viento que había abierto la ventana y cerrado de paso la puerta, después de haber dado unas cuantas vueltas por mi cuarto, hojeado mis libros y tirado al suelo una de las cuartillas sueltas de mi viaje, entró por último por las cortinas de la cama y vino a morir sobre mis mejillas. Sentí la dulce frescura de la noche, y considerando esto como una invitación que me hacía, me levanté en seguida y me subí a la escalerilla para disfrutar de lo apacible de la Naturaleza.

XIII

El tiempo estaba sereno; la Vía láctea, como una ligera nube, cruzaba el cielo; un suave rayo irradiaba de cada estrella para llegar hasta mí, y al examinar una de ellas atentamente, sus compañeras parecían centellear más vivamente para atraer mis miradas.

Es para mí una delicia, siempre renovada, contemplar el cielo estrellado, y no tengo que reprocharme haber hecho un solo viaje, ni siquiera un simple paseo nocturno, sin pagar el tributo de admiración que es debido a las maravillas del firmamento. Aunque me dé cuenta de toda la impotencia de mi pensamiento, en estas elevadas meditaciones encuentro un placer que no sabría expresar ocupándome en ellas. Me gusta pensar que no es el azar lo que trae hasta mis ojos esta encarnación de los mundos remotos, y cada estrella vierte con su luz un rayo de esperanza en mi corazón. Pues qué, ¿no tendrían estas maravillas más relación conmigo que la de brillar ante mis ojos, y mi pensamiento, que se eleva hasta ellas; mi corazón, que se conmueve a su aspecto, habrían de serles extraños?… Espectador efímero de un espectáculo eterno, el hombre alza un instante los ojos hacia el cielo y los vuelve a cerrar para siempre; pero durante este instante rápido que le es concedido, desde todos los puntos del cielo y desde los confines del universo, un rayo consolador parte desde cada mundo y viene a herir sus miradas para anunciarle que existe una relación entre la inmensidad y él y que él está asociado a la eternidad.

XIV

Un sentimiento desagradable turbaba, no obstante, el placer que yo experimentaba entregándome a estas meditaciones. ¡Cuán pocas personas, me decía a mi mismo, disfrutan ahora conmigo el espectáculo sublime que el cielo muestra inútilmente a los hombres aletargados!… Bien está, tratándose de los que duermen; ¿pero qué les costaría a los que se pasean, a los que salen en tropel del teatro, mirar un instante y admirar las brillantes constelaciones que irradian por todas partes sobre sus cabezas? No; los espectadores atentos de Scapin o de Jocrisse tendrán a menos alzar la mirada; van a volver estúpidamente a su casa, o donde sea, sin pensar que el cielo existe… ¡Qué cosa más rara!… Porque se le puede ver con frecuencia y gratis, no quieren mirarlo. Si el firmamento permaneciese siempre velado a nuestra vista; si el espectáculo que nos ofrece dependiera de un empresario, los palcos de preferencia en los tejados valdrían un dineral y las damas de Turín se disputarían con furor una luneta.

—¡Oh, si yo fuera soberano de un país —exclamé presa de justa indignación—, haría cada noche tocar a rebato y obligaría a mis súbditos de todas las edades, de todo sexo y de toda condición, a asomarse al balcón y a contemplar las estrellas!…

En este punto, la razón, que en mi reino no tiene más que un derecho dudoso de reconvención, fue, no obstante, más feliz que de ordinario en las representaciones que me propuso con motivo del edicto inconsiderado que yo quería promulgar en mis Estados: «Señor —me dijo—: ¿no se dignará Vuestra Majestad hacer una excepción en favor de las noches lluviosas, puesto que, en este caso, estando el cielo cubierto…» «Muy bien, muy bien —respondí—; no se me había ocurrido; tome usted nota de una excepción en favor de las noches lluviosas.» «Señor añadió: pienso que sería a propósito exceptuar también las noches serenas, cuando el frío es excesivo y sopla el cierzo, puesto que la ejecución rigurosa del edicto abrumaría a los felices súbditos de Vuestra Majestad con una colección de constipados y catarros.» Empezaba a ver muchas dificultades en la ejecución de mi proyecto; pero se me hacía duro tener que desandar lo andado. «Será preciso —dije— escribir al Consejo de Medicina y a la Academia de Ciencias para fijar el grado del termómetro centígrado en el cual mis súbditos puedan quedar dispensados de asomarse al balcón; pero quiero, exijo absolutamente, que la orden sea ejecutada con todo rigor.» «¿Y los enfermos, señor?» «Eso está claro: que sean exceptuados; la humanidad debe estar sobre todo.» «Si no temiera cansar a Vuestra Majestad, le haría aún observar que se podría (en el caso en que lo juzgase a propósito y en que la cosa no presentase grandes inconvenientes) añadir también una excepción en favor de los ciegos, puesto que, privados del órgano de la vista…» «Bueno; ¿está ya todo?», interrumpí de mal humor. «Perdón, señor, ¿y los enamorados? ¿El corazón tan sensible de Vuestra Majestad podría obligarles por fuerza a que contemplasen también las estrellas?» « ¡Bueno, bueno! —dijo el rey—; dejemos eso: ya pensaremos en ello más despacio. Me hará usted una Memoria sobre el asunto.»

¡Dios santo!… ¡Dios santo!… ¡Cuánto hay que reflexionar antes de promulgar un edicto de buena policía!

(continúa el próximo martes)

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