Viaje alrededor de mi habitación – Cuarta entrega

Folletín de Verano | Por Xavier de Maistre

Viaje alrededor de mi habitación - Cuarta entrega

XV

Las estrellas más brillantes no han sido nunca las que contemplo con mayor placer, sino que las más pequeñas, las que, perdidas en una lejanía inconmensurable, no parecen más que unos puntos imperceptibles, han sido mis estrellas predilectas. La razón es sencilla: se concebirá fácilmente que haciendo que mi imaginación recorra tanto camino al otro lado de la esfera como mis miradas recorren desde este lado para llegar hasta ellas, me encuentro trasladado sin esfuerzo a una distancia a la que pocos viajeros han alcanzado antes que yo, y me asombro, al encontrarme allí, de no estar todavía más que al principio de este vasto universo; puesto que sería, creo, ridículo pensar que existe una barrera más allá de la cual la nada comienza, como si la nada fuese más fácil de comprender que la existencia. Detrás de la última estrella me imagino aún otra que no habría razón para que fuese la última. Asignando límites a la Creación, por mucho que estén alejadas unas de otras, el universo no me parece más que un punto luminoso, comparado con la inmensidad del espacio vacío que le rodea, con esta espantosa y sombría nada, en medio de la cual estaría colgado como una lámpara solitaria. En este punto me cubrí los ojos con las dos manos para alejar de mí toda clase de distracción y dar a mis ideas la profundidad que semejante tema exige, y haciendo un esfuerzo de cavilación sobrenatural, edifiqué un sistema del mundo, el más completo que haya sido todavía publicado. Hele aquí en todos sus detalles; es el resultado de las meditaciones de toda mi vida. «Creo que el espacio, siendo…» Pero esto merece capítulo aparte, y dada la importancia de la materia, será el único que llevará título.

XVI

Sistema del mundo

Creo, pues, que el espacio, siendo infinito, la Creación lo es también, y que Dios ha creado, en su eternidad, una infinidad de mundos en la inmensidad del espacio.

XVII

Confesaré, no obstante, de buena fe que no comprendo del todo mejor mi sistema que todos los demás sistemas que han brotado hasta nuestros días de la imaginación de los filósofos antiguos y modernos; notas si en el momento en que estaba más embebido en mi asunto no hubiera sido distraído por sonidos deliciosos que llegaron agradablemente hasta mis oídos. Una voz como jamás había oído otra tan melodiosa, sin exceptuar siquiera la de Zeneida; una de esas voces que están siempre acordes con las fibras de mi corazón, cantaba muy cerca de mí una romanza, de la cual no perdí una sílaba y que nunca se borrará de mi memoria. Escuchando con atención, descubrí que la voz salía de una ventana más abajo de la mía; desgraciadamente, no podía verla porque la extremidad del tejado, por encima del cual se elevaba mi ventanillo, la ocultaba a mis ojos. Sin embargo, el deseo de ver a la sirena que me deleitaba con su canto aumentaba en proporción con el encanto de la romanza, cuyas palabras seductoras habrían arrancado lágrimas al ser más insensible. No pudiendo resistir mi curiosidad, me di prisa a subir hasta el último escalón; puse un pie en el borde del tejado y, agarrándome con una mano a la barandilla de mi ventana, me quedé así suspendido sobre la calle, a riesgo de estrellarme.

Vi entonces en un balcón, a mi izquierda, un poco más abajo de mí, a una mujer joven que llevaba un peinador blanco; su mano sostenía su linda cabeza, lo bastante inclinada para dejar entrever, al reflejo de los astros, el perfil más interesante, y su actitud parecía imaginada para presentar a plena luz a un viajero aéreo, como yo, un talle esbelto y bien marcado; uno de sus pies desnudos, echado con negligencia hacia atrás, estaba vuelto de manera que me era posible, a pesar de la oscuridad, presumir sus dimensiones proporcionadas, mientras que una preciosa sandalia, de que se había descalzado, las determinaba todavía mejor a mis ojos curiosos. Ya podrá usted figurarse, mi querida Sofía, cuánta era la violencia de mi situación. No me atrevía a lanzar la más mínima exclamación, por miedo de asustar a mi hermosa vecina, ni a hacer el menor movimiento, por miedo de caerme a la calle. No obstante, se me escapó un suspiro a pesar mío; pero me dio tiempo a contenerme en la mitad: el resto fue llevado por el céfiro que pasaba, y pude examinar a mis anchas a la soñadora, manteniéndome en esta posición peligrosa con la esperanza de oírla cantar de nuevo. Pero, ¡ay!, la romanza se había concluido y mi infausto destino la hizo guardar el silencio más obstinado. En fin: después de haber esperado un gran rato, me pareció poder atreverme a dirigirla la palabra; no se trataba más que de encontrar una galantería digna de ella y del sentimiento que me había inspirado. ¡Oh, cuánto sentí no haber terminado mi epístola dedicatoria en verso! ¡Qué ocasión más a propósito para haberla empleado! Mi presencia de espíritu no me abandonó en este trance. Inspirado por la dulce influencia de los astros y por el deseo, más poderoso cada vez, de salir airoso cerca de una beldad, después de haber tosido ligeramente para prevenirla y para hacer más suave el sonido de mi voz: «Hace un tiempo hermoso esta noche», la dije con el tono más afectuoso que me fue posible.

XVIII

Me parece oír desde aquí a la señora de Haut Castel, que no me perdona nada, pedirme cuentas de la romanza de que he hablado en el capítulo anterior. Por primera vez en mi vida me encuentro en la dura necesidad de rehusarla alguna cosa. Si insertase estos versos en mi viaje, las gentes me creerían probablemente el autor; lo cual acarrearía, sobre la necesidad de las contusiones, más de una broma pesada, que quiero evitar. Continuaré, pues, la relación de mi aventura con mi amable vecina, aventura cuya catástrofe inesperada, así como la delicadeza con la cual la he llevado, están hechas para interesar a toda clase de lectores. Pero antes de saber lo que ella me respondió y cómo fue recibida la galantería ingeniosa que yo la había dirigido, tengo que responder por anticipado a ciertas personas que se creen más elocuentes que yo y que me condenarán sin piedad por haber comenzado la conversación de una manera tan trivial, a juicio suyo. Les demostraré que si me hubiera mostrado ingenioso en aquella ocasión importante habría faltado abiertamente a las reglas de la prudencia y del buen gusto. Todo hombre que entra en conversación con una beldad diciendo una frase ingeniosa o dirigiéndola una galantería, por muy halagüeña que pueda ser, deja entrever pretensiones que no deben mostrarse más que cuando comienzan a ser fundadas. Además, si se muestra ingenioso, es evidente que trata de brillar y, por consiguiente, que piensa menos en su dama que en sí mismo. Ahora bien; las damas prefieren que se ocupen de ellas, y aunque no tengan siempre exactamente las mismas reflexiones que acabo de escribir, poseen un sentido exquisito y natural, que las enseña que una frase trivial dicha con el solo objeto de entablar la conversación y acercarse a ellas vale mil veces más que un rasgo de ingenio inspirado por la vanidad y más también (lo cual parecerá realmente asombroso) que una epístola dedicatoria en verso. Aún más: sostengo (aunque mi parecer haya de ser considerado como una paradoja) que este espíritu ligero y brillante de la conversación no es siquiera necesario tratándose de las uniones más duraderas, si realmente es el corazón quien las ha formado, y a pesar de todo lo que las personas que no han amado más que a medias digan de los largos intervalos que dejan entre ellos los sentimientos vivos del amor y de la amistad, las horas del día son siempre cortas cuando se pasan al lado de la amiga de uno y el silencio es tan interesante como la discusión.

Sea lo que quiera de mi disertación, es bien seguro que no vi nada mejor que decir, sobre el borde del tejado en que me encontraba, que las palabras antedichas. No había acabado de pronunciarlas cuando mi alma se trasladó toda entera al tímpano de mis oídos para no dejar perder el más mínimo matiz de los sonidos que esperaba oír. La bella levantó la cabeza para mirarme; sus largos cabellos se soltaron como un velo y sirvieron de fondo a su rostro encantador, que reflejaba la luz misteriosa de las estrellas. Ya su boca se había entreabierto, sus dulces palabras llegaban a sus labios… Pero ¡cielo santo! ¡Cuál fue mi sorpresa y mi terror!… Un ruido siniestro llegó hasta mis oídos: «¿Qué hace usted ahí, señora, a estas horas? ¡Quítese usted del balcón!», dijo una voz varonil y sonora desde dentro de la habitación. Me quedé petrificado.

XIX

Así debía de ser el ruido que viene a espantar a los culpables cuando se abren de repente ante ellos las puertas ardientes del Tártaro, o así también debe de ser el que hacen, bajo las bóvedas infernales, las siete cataratas de la Estigia, del cual los poetas se han olvidado de hablarnos.

XX

Un fuego fatuo atravesó en estos momentos el cielo y desapareció en seguida. Mis ojos, que la claridad del meteoro había apartado un instante, volvieron al balcón y no vieron más que la pequeñísima zapatilla. Mi vecina, en su precipitada retirada, se había olvidado de recogerla. Contemplé largo rato aquella linda sandalia de un pie digno del cincel de Praxíteles con una emoción de la cual no me atrevería a confesar toda la fuerza; pero lo que podría parecer harto extraño, y que no me sabría explicar a mí mismo, es que un encanto irresistible me impedía apartar de ella los ojos, a pesar de todos los esfuerzos que hacía para llevarlos hacia otros objetos.

Dicen que cuando una serpiente clava su mirada en un ruiseñor, el infortunado pájaro, víctima de un encanto irresistible, se siente obligado a acercarse al reptil voraz. Sus alas rápidas no le sirven más que para llevarle a su pérdida, y cada esfuerzo que hace para alejarse le acerca al enemigo que le persigue con su mirada fatal.

Tal era sobre mí el efecto de aquella zapatilla, sin que, no obstante, pueda decir con certeza cuál de los dos, la zapatilla o yo, era la serpiente; pero según las leyes de la Física, la atracción debía ser recíproca. Es bien seguro que esta influencia funesta no era en modo alguno una ilusión de mi imaginación. Me sentía tan realmente y tan fuertemente atraído, que estuve dos veces a punto de soltar su mano y dejarme caer. Sin embargo, como el balcón al cual quería ir no estaba exactamente debajo de mi ventana, sino un poco ladeado, vi perfectamente que por la fuerza de gravitación, descubierta por Newton, combinada con la atracción oblicua de la zapatilla, habría seguido yo en mi caída una diagonal y habría venido a caer sobre una garita que no me parecía más grande que un huevo desde la altura en que me encontraba; de suerte que mi objetivo no lo habría conseguido… Me agarré, pues, con más fuerza todavía a la ventana y, haciendo un esfuerzo de resolución, logré levantar los ojos y mirar al cielo.

XXI

Me sería muy difícil explicar y definir exactamente la especie de placer que experimenté en esta circunstancia. Todo lo que puedo afirmar es que no tenía nada parecido al que me había hecho sentir, momentos antes, el aspecto de la Vía láctea y del cielo estrellado. Sin embargo, como en las situaciones más dificultosas de mi vida me he complacido siempre en darme cuenta de lo que pasa en mi alma, quise en esta ocasión darme una idea bien clara del placer que puede sentir un hombre de bien cuando contempla la zapatilla de una dama, comparado con el placer que le hace experimentar la contemplación de las estrellas. A este efecto, escogí en el cielo la constelación más aparente. Era, si no me engaño, el carro de Casiopea la que se encontraba encima de mi cabeza, y miré alternativamente la constelación y la zapatilla, la zapatilla y la constelación. Vi entonces que estas dos sensaciones eran de naturaleza completamente diferente: la una la sentía en mi cabeza, mientras que la otra me parecía tener su asiento en la región del corazón. Pero lo que nunca confesaré sin un poco de vergüenza es que la atención que me llevaba hacia la zapatilla encantada absorbía todas mis facultades. El entusiasmo que me había causado poco antes el aspecto del cielo estrellado no existía más que débilmente, y no tardó en extinguirse del todo cuando vi que el balcón se volvía a abrir y percibí un pie diminuto, más blanco que la nieve, adelantarse suavemente y apoderarse de la zapatilla. Quise hablar; pero no habiendo tenido tiempo de prepararme, como la primera vez, no encontré ya mi presencia de espíritu ordinaria y vi cerrarse las vidrieras del balcón antes de haber imaginado algo conveniente que decir.

(continúa el próximo martes)

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