Las reglas del juego

Concurso ACIC | Por Ana Sofía Rey

Las reglas del juego

Hace horas que jugamos. Matilde trajo el juego. Sebastián estaba en casa cuando llegó. El tablero es un camino con reinados y valles, cuevas de oro, viñedos y campos con cereales. Ya dimos varias vueltas. Al terminar las cartas, ganará quien más bienes posea. Hay cartas fuleras, como la del mendigo. Si alguien la levanta pierde sus pertenencias y depende de la ayuda de sus compañeros.

Cada uno instala sus bases en distintos territorios. Mi zona tiene un yacimiento petrolífero y varias fuentes de agua, debo cuidarlo de ataques extranjeros. Mis bienes son veinticinco toneladas de trigo, dos buques marítimos y cuatro aviones con metralletas. Los gané en la segunda vuelta. Saqué la carta que tiene una G dorada en el dorso y permite a los jugadores hacerse de riquezas por un millón de dólares.

Me marea la inestabilidad de los escenarios. Las reglas están pensadas por especuladores. Las cartas modifican el juego. Sebas vendió sus vacas más barato de lo que las había comprado. El precio de sus bienes cambió con una carta que saqué yo, que soy la encargada del Banco Central.

Temo que los amarillos destrocen mi país. Matilde los mueve. Cayó en el casillero de las bombas, desde el que puede declarar la guerra a sus vecinos. La atacaré desde el aire, la próxima vez que tire los dados.

Matilde es una conservadora. Basa sus movimientos en las reglas del juego. Las conoce de memoria.

—Te dije que si caías en el reino de los Zelotes salieras enseguida. Los Zelotes cobran impuestos por cualquier cosa y terminas pobre— me reprocha.

Lo que no entiende es que me gusta jugar sin pensar. Creo en el azar, que a veces beneficia a unos y otras veces a los otros. Justicia redistributiva.

Matilde destroza mis buques y se queda con mi trigo para aleccionarme.

Me guardo la jugada de los aviones para otro próximo turno. Ahora necesito recuperar bienes. Compraré soja que subió de precio para el Banco Central.

Sebas me mira. Quiere que le diga lo que tiene que hacer. Le explicamos las reglas unas veinte veces y sigue con dudas. Lo conozco desde los seis años. Éramos compañeros de curso. Un día, hacíamos una prueba de matemáticas y Sebas me pidió los resultados del último ejercicio. Se los pasé en una goma. Vio que no estaban igual que los suyos cambió todo. A la semana siguiente, los dos tuvimos que repetir el examen porque mis resultados estaban equivocados. 

Matilde está última, sé que en cualquier momento retomará la punta. Ganarle es lo único que me importa. Si saliera un genio de los dados y me diera un deseo le pediría terminar la partida ahora, que estoy primera. Llevar la delantera me incomoda, me da más responsabilidades de las que estoy acostumbrada.

Ganarle a Matilde sería estupendo. Me gustaría verla llorar de tristeza. Ella se cree más inteligente. Una vez, mientras la profesora de Geografía explicaba algo acerca de la lengua del Brasil, se atrevió a corregirla. Le dijo que no se decía brasilero, sino portugués. Habló así, con la autoridad de quien viaja todos los años a las playas de Copacabana.

Me concentro para encontrar una salida. Caí de nuevo en el reino de los Zelotes. Las ideas se me cruzan y busco las reglas. Para salir de la cárcel es necesario pagar una fianza. Emerjo más pobre de lo que entré. Vendí todo mi oro y apenas me quedan veinte quintales de soja.

Tres casilleros más adelante, obtengo dos vacas y algunos lingotes. Estoy primera y con recursos, podría ganar el juego.

Matilde nos mira y dice en voz alta que hay que terminar la partida porque se tiene que ir a su casa. Es el cumpleaños de su abuela. Los dos la miramos de reojo. Sabemos que es una justificación falsa. Se niega a perder. No lo toleraría.

—Quedate tranquila que mi papá te lleva en auto —le digo para que no tenga excusas.

Lo miro a Sebas que por primera vez en las horas que llevamos de juego, toma una decisión solo. Vende el oro para comprar tanques, con los que vence a los chinos y continúa. Acumula cinco quintales de trigo que ahora valen el doble que la soja.

Sebas tiene la delantera. Busco entre las reglas algo que me permita sacar aplastarlo. Un apartado en la página siete del manual que habla de la cárcel. En el casillero setenta y siete está el calabozo. Si pudiera sobornar a los dados para que me favorecieran.

A Sebas le quedan seis casilleros para terminar la partida. No quiero que gane. Leo con atención las reglas, busco en la letra chica, alguna cosa que me salve. En el punto cinco, artículo veintidós está el casillero de la Ira. Es de color rojo. Cualquiera de los jugadores que caiga en él puede mandar a sus compañeros a la cárcel. El compañero que vaya perderá dos rondas.

La diosa Fortuna me lleva al casillero rojo. No se va a enojar, pienso para tranquilizarme. Lo importante es que pierda Matilde. Si ganara él, yo también me sentiría triunfante. Es tiempo de platillos fríos, pienso mientras lo mando a la cárcel. La lealtad ciega de la infancia, ya no me pertenece. Sebas, Matilde y yo, tenemos dieciséis años, pronto seremos un trío de adultos sin ángel.

—No te pongas mal, es sólo un juego — le digo a Sebas.

Avanzo. Tengo doce kilos de oro, alfalfa, trigo y algunos caballos. Estoy lista para triunfar.

Matilde y yo nos miramos. Ella retiene los dados entre sus uñas rosas con estrellitas de brillantina. Los mira como si pudiera dirigirlos con los ojos.

Cae en el casillero rojo.

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