Adiós al poeta Alejandro Schmidt

Por Emanuel Rodríguez

Adiós al poeta Alejandro Schmidt

En la noche del miércoles, cuando se conoció el deceso de Alejandro Schmidt, uno de los grandes y prolíficos poetas cordobeses, Emanuel Rodríguez desplegó un largo posteo en las redes, que nos ha cedido y que publicamos aquí como despedida al maestro y al amigo, una referencia generacional para las letras argentina.

Hace un rato me enteré de la muerte del poeta y compañero Alejandro Schmidt y no puedo dormir por la tristeza. Me dieron ganas de contarles una historia que lo involucra. Una historia increíble. Una historia que cruza la vida de dos poetas muertos. No puedo creer lo que estoy diciendo porque ambos fueron tremendos vitalistas y porque la noticia de la muerte de Alejandro aún me resulta inverosímil.

Los dos vivieron en la misma provincia, compartieron generación y lectores, pero sólo se vieron una vez. Yo organicé ese encuentro. Y el por qué de ese encuentro es la historia increíble.

No fui amigo de Alejandro Schmidt, pero él me trató como a un amigo. Yo lo admiré (¡lo admiro!) desde que otro amigo me pasó su «Serie Americana». Sí fui amigo de Vicente Luy, el otro poeta de esta historia.

Yo sabía que Vicente había perdido a su madre y a su padre en un accidente aéreo. Lo que no sabía, y me enteré gracias a un editor de poesía en Córdoba, es que Alejandro Schmidt había perdido a su padre en el mismo accidente. Hasta ahí parece apenas una coincidencia. Pero esperen: el accidente fue en San Pablo, Brasil. Ambos poetas son cordobeses. No estaban en Brasil cuando ocurrió el accidente. Ah. Y otro dato, tremendo: los dos cumplían años el mismo día.

La historia del avión: Los reportes del Ministerio del Aire de Brasil dicen que fue responsabilidad del copiloto. El comandante de la nave actuaba como instructor. El copiloto no registraba experiencia al mando de aviones como el Comet IV. No estaban cansados, apenas habían volado tres horas en el último día. La madrugada del 23 de noviembre de 1961 en San Pablo no ofrecía la luz suficiente para el despegue del avión. Noche pesada. La aeronave haría escala en Trinidad y tenía destino final Nueva York. Había salido de Buenos Aires. La carrera de despegue fue de aproximadamente 2.000 metros. El avión alcanzó unos 120 metros de altura en apenas 55 segundos. Luego voló un minuto más.

Chocó primero contra un árbol, que le arrancó el contrabalance del elevador. Luego contra otro, que incendió el tanque externo del ala izquierda. Sus restos quedaron en un bosque de eucaliptos, a 3.170 metros de la pista, en una zona de San Pablo conocida como Campinhas.

Los cuerpos de los 40 pasajeros y de los 12 tripulantes no pudieron ser reconocidos. Los bomberos paulistas debieron esperar varias horas antes de comenzar a apagar la bola de fuego en que se había transformado el Comet. La lista de víctimas se armó con la lista de pasajeros.

La noticia llegó a la Argentina a las ocho de la mañana. Tragedia aérea, 52 muertos.

La historia de Vicente: Vicente Luy tenía apenas cinco meses cuando sus padres, Gilbert Luy y Luciana Rosa Cruz Leticia Larrea murieron en aquella tragedia. Vicente vivió con varias familias hasta que, a los siete años, se mudó con su abuelo, el poeta español Juan Larrea. Con él vivió hasta los 19 años: su primera formación en la poesía fue obra del español, introductor del surrealismo en América Latina y principal propulsor de la poesía de César Vallejo.

Vicente empezó a escribir poesía a los 15. Bajo la influencia literaria de su abuelo publicó, 11 años después de la muerte de Larrea, «Caricatura de un enfermo de amor» (1991). Luego fue en busca de una voz propia, desgarrada de pena y al mismo tiempo vitalista. Heredó de sus padres una pequeña fortuna, que dedicó a la autoedición de libros y a forjar una fama de excelente anfitrión. Publicó «La vida en Córdoba» y «No le pidan peras a Cúper», entre otros.

Una depresión extraordinaria lo alejó de la producción literaria, y entonces reunió sus mejores poemas en un libro polémico: «La sexualidad de Gabriela Sabatini». Fui editor de ese libro. Fue la época en que más tiempo pasamos juntos.

Varios escritores jóvenes cordobeses reconocen en la poesía de Luy una referencia generacional. Cuando se produjo el encuentro con Alejandro, vivía en Córdoba, en una casita derruida en la que había intentado matarse mil, dos mil veces. Vivía con su perro, el Puño. Unos años más tarde, logró su objetivo en Salta. Se tiró de un séptimo piso. Lo había planificado al extremo: pidió ver un departamento en alquiler. Y aprovechó.

La historia de Alejandro: Tenía seis años cuando ocurrió el accidente en el que falleció su padre, David Schmidt. Alejandro vivía con su madre, Mafalda Isabel, en Buenos Aires. Tras la muerte del padre, ambos volvieron a Villa María.

David Schmidt era pastor de la iglesia luterana. El azar unió su oficio a su destino: se había dedicado a traducir los evangelios de San Pablo.

Alejandro empezó a escribir poesía a los 13. Nunca se detuvo. Fue uno de los autores más prolíficos de la geografía literaria provincial, y un promotor acérrimo de la literatura. Su primer libro se llamó «Clave negra», y lo publicó a los 26 años. Antes había incursionado en el género de las plaquetas y las publicaciones alternativas. En 1988 publicó «Serie Americana». Agotado, el libro comenzó a circular en fotocopias, de mano en mano. Le siguieron muchos títulos: «El diablo entre las rosas», «En un puño oscuro», «Silencio al fondo», «Esquina del universo», «La vida milagrosa», «Llegado así», entre otros.

Desde 1992 dirigió la editorial de poesía Radamanto. Fue editor, además, de la revista Alguien llama.

Leía todo lo que llegaba a sus manos. Un día le llegó un ejemplar de «No le pidan peras a Cúper». Le llamó la atención la contratapa del libro: la fecha de nacimiento del autor coincidía con la suya, 3 de mayo. No se sorprendió: el 3 de mayo nacieron otros poetas, como Juan Gelman y Rubén Vela. Poco tiempo después leyó una entrevista a Luy en La Voz del Interior. Yo había hecho esa entrevista. Allí había referencias al accidente aéreo de San Pablo. Alejandro investigó en la lista de víctimas y comprobó la coincidencia. Buscó el teléfono y llamó.

Cuando me enteré de la coincidencia organicé un encuentro. Yo dirigía una revista cultural en Córdoba: la hacíamos junto a Nelson Specchia, Juliana Rodríguez, Carla Barbero, Demian Orosz, Celina Alberto y Florencia Magaril: «Diccionario. Revista de Letras». Los habíamos publicado a los dos. Sus poesías no se parecen en nada. Para Schmidt la muerte de su padre era «un luto eterno», una sombra que se proyectaba sobre casi todo lo que escribía. Luy no hablaba de sus padres en sus poemas, aunque sí incluyó cartas de su madre en un libro de título sugestivo: «Aviones».

Schmidt había sido, además, alumno del abuelo de Luy en la UNC, en el aula César Vallejo, que Larrea había fundado. La serie de coincidencias parece entrañar el secreto de las historias de película: Schmidt, hijo de un sacerdote, nació el 3 de mayo, día de la invención de la Santa Cruz. Luy, poeta polémico, censurado por un intendente de Córdoba que ordenó despegar inmediatamente una serie de afiches de su autoría, con fotos de desnudos frontales y la frase «lo esencial es invisible a los ojos», nació el 3 de mayo, día de la libertad de expresión.

Alejandro tenía un optimismo como un tren, pura vitalidad. Vicente era todo lo contrario. La matemática del azar, la vida milagrosa, los aviones, los reunieron de una manera insólita e intensa.

Vicente murió el 23 de febrero de 2012. Alejandro murió ayer, 4 de febrero. Los dos se conocieron en persona en una esquina de la calle Gauss, en Córdoba. Escribí una nota en el diario, un día antes de ese encuentro. La volví a leer recién: está fechada un 4 de febrero. Una coincidencia menor.

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