Vecina

Concurso ACIC | Por Gabriela Meyer

Vecina

Otra vez suena el timbre. Aparece y pregunta: ¿ya te llegó la boleta de Edenor? ¿Tenés baja tensión? ¿Me prestás un poco de harina, que el chino está cerrado? Le respondo que todavía no vino la boleta. Que tengo baja tensión. Que se lleve el paquete entero de triple 000. Y cierro la puerta lo más rápido que puedo.

Cada tanto la Vecina trae un pedazo de pasta frola. O una suculenta para mi patio. La semana pasada se ofreció a hacerme las compras si me siento muy pesada. Es que en el último trimestre cuesta moverse, dice. Lo nombra así, último trimestre”. Preferiría que no venga más, pero no. Me toca el timbre mínimo dos, tres veces por semana. Me incomoda cuando me mira la panza. La panza sobresale, se mueve. Es imposible que la Vecina no la vea.

Lleva años tratando de tener un bebé con su marido. Al principio, cuando me invitaba a tomar mate, me contaba con lujo de detalles. Los estudios dolorosos. Las inyecciones diarias. Los procedimientos en la clínica de fertilidad. Desde que quedé embarazada, dejó de invitarme. Yo tampoco la hago pasar a casa. Pero ella sigue tocando el timbre.

A veces entra un momento. Desde hace unos días, cada vez que se va empiezo a sentirme mal. Me aparecen burbujas grandes en el bajo vientre, calambres en las piernas. Hasta me pareció tener alguna contracción la semana pasada. Se lo cuento a Enrique y él se ríe. Son ideas tuyas, dice. Pobre chica, con lo que le está costando quedar embarazada. Si siempre te llevaste bien con la Vecina. El embarazo te pone muy sensible.

Ahora que empecé la licencia estoy casi todo el tiempo en casa. Tengo listo el bolso para la clínica, tal como nos indicaron en el curso preparto. Me dedico a lavar la ropa que usará Delfina. La voy guardando, limpia y planchada, en bolsitas con cierre hermético. La Vecina le regaló un saquito verde con un aplique de una jirafa. No me gustó nada. Tal como me lo dio, lo tiré en un cajón del lavadero.

De a poco voy acomodando la habitación de Delfina. Esta semana ya instalé la lámpara y el velador de ovejitas haciendo juego. Organicé un cajón del ropero nuevo para los bodys y las medias, otro para los saquitos, otro para las mantitas. Más tarde voy a colgar el portapañales, que combina con el moisés.

Mañana armaré la canasta de mimbre blanco con el óleo calcáreo, el algodón, las toallitas húmedas, los hisopos. Enrique colocó el último fin de semana dos repisas, que ya se irán poblando de juguetes. Todavía falta llegar la cuna, que irá debajo de las repisas, en la pared más alejada de la ventana que da a la terraza.

A medida que voy preparando el cuarto tomo conciencia de que Delfina está a punto de llegar. En cualquier momento la tendré ahí, mirándome. Me pregunto de qué color serán sus ojos. ¿Serán marrones como los míos? ¿Y cómo será su carita? ¿Será alargada como la de Enrique? ¿Llorará cada dos por tres, podré calmarla? La doble campana del timbre me baja de un hondazo de mi nube. Llevaba varios días sin sus pasaditas para saludar”. Hasta que ahora, otra vez.
—¿Alguna novedad? —me pregunta—. ¿Cuándo era tu fecha?

Nunca nombra las palabras embarazo”, parto”, bebé”.

—Sí, sí, todo bien. Todavía falta —le respondo, cauta.

Ya sé que apenas cierre la puerta tendré que acostarme. Aunque Enrique diga que son todas ideas mías.

—Se me rompió el lavarropas —dice—. ¿Tenés algún técnico para recomendarme?

—Pasá—le digo por no ser tan grosera—. Ahora me fijo.

—Un momentito nomás —me aclara—. No quiero molestarte, me imagino que estás ocupada.

Entonces me odio tanto, porque se me escapa solo estaba acomodando la pieza de Delfina”.

—Ay, ¿así que ya tenés lista la pieza?

—Sí, está casi lista.

—Qué lindo, ¿me dejás verla?

Se me retuerce el estómago. Delfina se agita dentro de mí. Pienso en poner una excusa, pero cómo negarme.

—Sí, sí, claro. Solo falta llegar la cuna. Con mis pasos pesados en las botas de cuero marrón, que apenas logro ver por debajo del vientre, subo los peldaños de madera oscura. Ella me sigue con agilidad, 3 aprovechando para mirar cada detalle. Triunfante, porque nunca había logrado llegar hasta el primer piso de mi casa.

Abro la puerta. Revelo el santuario a punto de ser profanado.

—Qué preciosa pieza—me dice—. Me encanta el color de la pared, ese lila con el verde agua queda muy bien. Y combinaste todo, cada detalle. Qué delicada la lámpara.

Siento una puntada en el pecho, las burbujas grandes en el bajo vientre, los calambres en las piernas. Delfina se mueve como nunca. La Vecina se toma su tiempo para observar cada espacio y cada objeto, como si estuviera sacando una radiografía que conservará por toda la eternidad.

Y después de unos minutos interminables me dice: —La verdad, te felicito. ¿Le guardaste el saquito que le regalé, no?

—Sí, sí, claro, ya está lavado y guardado con la otra ropita—le miento y giro hacia la puerta, esperando que me siga y salga por fin de mi casa.

—Dejame bajar a mí la escalera primero. Es complicada, cualquier cosa te agarrás de mí—me ofrece. Como si yo nunca bajara sola. Siento latir todo mi cuerpo. Burbujas, calambres, ya ni sé bien dónde.

Por el pecho, la panza, el bajo vientre, las piernas. Veo su silueta esmirriada, sus pies chiquitos, pisando los peldaños delante de mí. Su pelo castaño corto, a pocos centímetros de la panza. Mis botas, a la altura de su columna vertebral.

Incluso en el último trimestre sigo teniendo más fuerza de la que pensaba. La Vecina queda atravesada a los pies de la escalera. Levanto apenas mis pies. Con cuidado paso por encima, sin tocarla. Solo me queda llamar a Enrique.

Y decirle: no tuve alternativa.

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