Todos los lugares de la casa

Un recreo de todo esto | Por Analía R. Giordanino

Todos los lugares de la casa

Hay muchos lugares de la casa que me gustan, pero el jardín es el que más me gusta porque el reflejo se diluye en el sol, como un juguito en la bolsita vacía. Mis flores preferidas son las rosas amarillas. Las rojas florecen poco, sobre todo las negras, pinchan y dejan una gota en la carne raspada. Las rojas revientan como una ubre de vaca. Las amarillas tienen olor a cajón cerrado, a la piecita chica de la tía. Pero me gustan más las amarillas porque comen sol. Las rojas comen sangre, se alimentan con el chorrito de las rodillas de los chicos cuando se caen.

Las negras salen a veces y dan miedo porque son raras. Son las madres de todas las flores. Se casan entre ellas, se esperan unas con otras a que salgan de la planta y se casan. No hay que tocarlas. Después están las rosadas que las ponen en los floreros. Las blancas son para los santos. Si cortan, menos negras, en los floreros ponen una sola. En la planta las dejan, para que se sequen y caigan los pétalos sobre el pasto. Yo junto, lleno pañuelo o bolsita cuando ando por el jardín a la siesta sin que me vean. Me llevo todo después a la cama y pongo abajo de la almohada, a veces pongo ruda también, es linda la combinación de olor y echa los espíritus.

Al jardín de adelante se puede ir aunque sea siesta. Después se enteran y retan porque estoy toda traspirada, me cae una gota de la frente y tengo las manos llenas de tierra, pero no importa. Al otro donde están los caracoles y está todo desordenado no se va.

En el jardín de atrás, yo seguía los caracoles. Un día me di cuenta que en la lata alta donde los ponían, no estaban vacías las caparazones, el bichito quedaba. Estaban muertos, pero con el bicho adentro, y yo que pensaba que se podían esconder cuando hacían la telita que sella la pulpa del cuerpo con el exterior. Cuando me vio Maurino me dijo que no los sacara de la lata, que andaban por la achicoria y se la comían. Me mostró el agua con detergente que había que revolver hasta que hiciera espuma. Cuando estaban muertos los sacaba y los aplastaba con el pie y los ponía en la tierra para que alimentaran a las plantas.

A las gallinas Maurino no las sabía cuidar. Los pollitos se le murieron. Yo ya sabía de los crucifijos y había sacado afuera el de la pieza donde yo dormía, pero después me di cuenta que no había que descolgarlos ni nada porque la marca en la pared, te llamaba.

Otras partes de la casa son la cocina. No alcanzo a lavar las tazas del café con leche porque es una cocina que está más alta que el piso, pero Maruca no me deja lavar porque dice que rompo las tazas apenas las toco, que tengo manos peligrosas. Las tazas de todos los días son tan lindas, tienen florcitas decoradas en los bordes. Parecen un cuadro pintado con fondo marrón, roto, como un cuadro antiguo. De los platitos rotos me robé uno, para mí.

Yo ya les había contado a mis primas. Era una noche que no dormí casi. En la pieza de adelante, la de las tres camas, había un crucifijo de hierro dorado, Maruca lo lustraba siempre. Tenía una ramita de olivo vieja que ya no daba olor. Esa noche me dolía la cabeza, estaba sola, mis primas no habían ido y todo estaba oscuro porque no me dejaban prender el velador. Me puse a mirar el lugar en que sabía que estaba el crucifijo, arriba de mi cabeza en la pared. Lo miraba, lo miraba, y en un momento se hizo de día y Jesús salió de la cruz, así, con los brazos volando, y después se volvió a meter. No me acuerdo qué pasó después, me dormí. Yo me desperté al otro día con la ramita de olivo adentro de las sábanas.

Cuando me levanté, mi papá estaba haciendo algo que me sorprendió: pintaba la puerta de la casa. Antes era marrón, ahora era blanca. Nunca hacía cosas de la casa, pero como ahora él vivía con la abuela, ella le mandaba hacer. No se te ocurra tocar la pintura, me dijo, pero cuando se fue adentro a buscar el mate yo pensé en Jesús volando y saludándome desde el crucifijo y puse la mano entera, con los dedos abiertos, como una flor, sobre la puerta. Papá me pegó un cachetazo que me dejó marcada y ardiendo el cachete, y lloré. Y le dije a los gritos que no lo quería y que había visto a Jesús en el crucifijo y que Jesús lo iba a castigar. Él se quedó callado, me limpió la mano y me llevó adentro a tomar la leche. Después se quedaron hablando con la abuela.

A mis primas no les interesaban los caracoles, ni los pollitos muertos, ni lo del crucifijo. Ellas se ponían a practicar danza clásica en la galería de la casa, que era larga y tenía lugar para ir pasando de a una los aburridos ejercicios que practicaban. Una vez me enseñaron el grand jeté entrelacé y no me salía saltar alto ni poner las manos finas. Yo quería salir y me iba para afuera, al jardín, a juntar mis tesoros mágicos. El día que les conté de Jesús y no me creyeron, la Dani después me siguió. Yo me había quedado abajo del rosal amarillo, mareándome con el olor, con los ojos cerrados.

–¿Qué hace la budita? ¿Qué tenés ahí?

–Pétalos, en una bolsita.

–¿Y qué hacés con eso? Ahora le voy a contar a la abuela.

–No, si ella sabe, yo me hago uñas o se los pongo a los crucifijos.

–Yo no creo nada, lo que contaste.

–¿Por qué?

–Porque nunca nos pasó a nosotras, dormimos muchas veces juntas, y antes que vos muchas veces, en todas las piezas, y somos más grandes que vos.

–Ustedes no saben todas las cosas.

–¿Me llevás a ver?

Fuimos al segundo lugar que más me gustaba porque nadie iba y ahí guardaba mis secretos. Todo estaba lleno de polvo siempre, aunque lo limpiaran. Me gustaba pasar los dedos por la mesita de luz o descorrer la cortina que hacía de cambiador, donde ponía a las muñecas a conversar. Saqué el altarcito que tenía debajo del colchón de la cama, el plato roto que me había robado, arreglado con cinta. Unos fósforos adentro de una cajita vieja y aplastada, la bolsita de los pétalos y otra con espinas. Jugamos un rato a pincharnos los dedos para ver la sangre y dejar marcadas las huellas en el platito roto.

–Nunca nos contaste nada de esto.

–Porque ustedes se la pasan bailando danza o discando el teléfono negro y haciendo chistes. A ustedes la abuela no las reta porque las quiere, pero a mí sí.

–Vos rompés todo, por eso.

–¡Mentira! No me quiere porque mi mamá se fue y lo dejó a mi papá–. Yo agarré el platito con las huellas y lo estrellé en el piso. Se quebró en varias partes de nuevo pero los pedazos no volaron porque estaba pegado con la cinta. El ruido se apagó en el piso de mosaicos encerados. Mi prima se rió fuerte. Chicas, vengan, dijo, y al segundo estábamos las cuatro en el vestidor.
La Dani me pidió que contara todo de nuevo y después la Rubia exigió que las llevara a hacer el recorrido por la casa. La Lili, que había quedado siempre riéndose después de la meningitis, se reía. Nos salpicaba con baba y pegaba saltitos, entusiasmada.

Les hice el recorrido, bastante nerviosa porque me habían visto enfurecida y llorando, y a mí no me gustaba que me vieran así porque ellas eran las preferidas de Maruca y ahora mis secretos no estaban a salvo.

–¡Bruja, bruja!, gritaba la Lili, saltando de alegría mientras íbamos por la galería hasta la puerta de entrada. La hicimos callar y abrimos la puerta, era la siesta y los abuelos dormían en la pieza del medio de la casa. No nos iban a escuchar porque todas eran muy grandes, hasta la piecita de la tía, pero todas tenían una puerta que conectaba con la otra, así que había que andar con cuidado. En cualquier momento podía aparecer Maruca en alguna.

–Acá está la mano marcada. A veces cuando le da el sol parece un fantasma.

–Hay que pintarla de negro, como la mano negra.

–¡Calláte, no se tiene que notar!

–¿Y por qué si es la marca de ésta? ¿No está conectada con los otros prodigios, no hace un poder? Que toda la gente sepa que esta casa es de una bruja.

La Dani hizo callar a la Rubia, y la Lili también. La Rubia era la preferida máxima de la abuela Maruca, porque era rubia y de ojos azules, con el pelo de rulos, dorado, como una capa le flotaba el pelo cuando caminaba. Yo pensaba que la Rubia hacía lo que ella quería con la abuela, con un pestañeo de los ojos, pero en ese momento vi que estaba envidiosa y asombrada, y que a medida que andábamos por la casa, empezaba a tener miedo. Me fortaleció ese sentimiento y entonces me llené de algo que no sabía que existía en mí: el sufrimiento ajeno.

En la habitación del comedor de adelante a la que nunca se iba nos quedamos acariciando el muñeco negro que tenía la abuela. Le prendimos el pucho y le quemamos unos pétalos, después con saliva apagamos todo. En la pieza grande de adelante, les hice tocar los dos crucifijos de arriba de la cama, y les dije que ahí había empezado todo. Saltamos un poco de la cama grande a la chiquita de al lado y nos bajamos. Vimos las fotos de mi papá bebé abajo del vidrio del tocador, abrimos los cajones vacíos, contamos las bolitas de naftalina que rodaban y nos llevamos una.
Pasamos mudas por enfrente de la pieza de los abuelos. En silencio, les mostré la plantera donde escondía los caracoles secos. Llevamos algunos también. Antes de volver a la piecita de la tía donde estaba el vestidor con las muñecas, fuimos al baño. Les dije que se arreglaran, que íbamos a tener una ceremonia, que había que estar limpias. Nos lavamos y peinamos y fuimos a la piecita.

En la camita de la tía nos esperaba Maruca. Había llegado por la puertita que conectaba con su habitación. Mis primas me hicieron un vacío a mí, que entré primero. La abuela nos hizo el gesto del dedo sobre la boca y cerró los ojos. Así estuvo un rato, con los ojos cerrados.

Nosotras estábamos inmóviles. En el vestidor, las muñecas estaban como las habíamos dejado, sentadas, alrededor del plato roto marcado con las huellas, con restos de pétalos y espinas. Pero ahora había velas encendidas y una foto de mi papá cortada por la mitad, rota, donde se lo veía contento, con un traje clarito, hermoso, con los ojos luminosos. También dos fotos más: una de la tía muerta y otra del padre de mis primas, también rota. Mi abuela estaba descalza, con las piernas cruzadas, y fumaba. Nunca la había visto fumar. Tiraba las cenizas en una tacita de té diminuta. En la otra mano tenía las cuencas de algunos de los caracoles que yo guardaba, y los hacía sonar, uno contra otro.

–Vengan a rezar conmigo, queridas- dijo.

 

Analía R. Giordanino

(Santa Fe, 1974) En poesía publicó Nocturna (Diatriba, Santa Fe, 2009), Yo soñaba con comprarme una combi (Erizo Editora, Rosario, 2013), Terrícola (Iván Rosado, Rosario, 2015), 53/70, Poesía argentina del siglo XXI (ES-EMR-CCPE/AECID, Rosario, 2015), Canciones faunas (Libros Silvestres, Rosario 2016), Dos poemas (Ediciones Arroyo, 2016) y Estampitas (Baltasara Editora, Rosario, 2020). En narrativa publicó Fantasmas (Ediciones UNL, Santa Fe, 2008, Premio Alcides Greca Inéditos), Los impuros (Editorial Nudista, Córdoba, 2017), La Ripley (Segundo Premio Concurso Regional de nouvelle EMR, Rosario, 2018), Fantasmas, nueva edición corregida y ampliada (Contramar Editora, C.A.B.A. 2020). En preparación: Terrorífica Santa Fe, co-escritura, relatos de terror telúricos, con Florencia Ordiz (proyecto ganador del Fondo Regional de las Artes 2019 Letras).

Una anécdota en la casa familiar lleva nos lleva a estratos profundos de la dinámica familiar y sus rituales cotidianos que, a su vez, son retrato de una época y de un verano que podría ser todos los veranos.

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