La torcaza

Un recreo de todo esto | Por Héctor Jacinto Gómez

La torcaza

Lloré varios días cuando se murió Rey. Así se llamaba el perro que tenía desde los cuatro años y que fue atropellado por una estanciera cuando, según nos contaron los vecinos, quiso cruzar la calle siguiendo a una perra. Con mi papá, lo enterramos debajo del limonero. En mi familia todos lamentaron mucho el final de Rey, pero muy pronto la vida cotidiana siguió por los carriles normales. Yo era el único que lo seguía llorando. Sin dudas, su muerte me afectaba más que a los demás. Y es que, a la semana de quedarme sin mi perro querido, ya había decidido los tres propósitos de mi vida.

El primero era terminar los años de estudio necesarios para ser el Médico Veterinario Gómez e instalar un consultorio que, en la foto que se había formado en mi cabeza, constaba de una camilla rodeada por todos los animales de la sabana, de la pradera, del desierto y del ártico. En el centro de la imagen estaba yo con la misma cara de nene de ocho años mirando a cámara como un Noé moderno. No podía imaginarme cómo sería de grande, pero sabía que no había futuro mejor que ese.

El segundo propósito era tener una nueva mascota. La que fuera. Cualquiera. Todo animalito sería bienvenido. El vacío que dejaba Rey había que llenarlo y pronto. Me ayudaría a no sentir tanta tristeza. Mi preferencia eran los perros, pero ya sabía la opinión negativa de mi mamá con respecto a reemplazar al perro muerto con otro perro vivito y coleando.

–Ahora que estamos tranquilos sin tener un animal ensuciando todo… no quiero otro.

– ¿Tranquilos, mamá? ¿Me ves relajado? Hace dos semanas que no encuentro motivos para levantarme temprano…

–Nunca te levantaste temprano.

– ¡Qué importa! ¡No me cambies de tema! Nadie está tranquilo en esta casa — le decía furioso y veía a mi hermana Raquel que, sentada en el comedor, se preparaba una flautita con milanesa, lechuga, tomate y queso. Y, entonces, ese fue mi tercer propósito, el más difícil de todos y el primero que debía cumplir: convencer a mi mamá. Me di cuenta de que enojarme me hacía perder la contienda. Tenía que mostrarme sereno, pero incansable. Mientras la acompañaba a hacer las compras, a preparar la comida, a pasar el trapo, a limpiar los vidrios o a poner la mesa, yo le pedía una y otra vez animales de cualquier tipo de especies. Podían tener pelo, plumas, escamas, patas, dos o cuatro daba igual, alas, garras, pico, hocico. Aceptaría con gusto cualquier opción.

Un gato no estaba mal, pero también una tortuga o ratitas blancas de laboratorio o un pececito dorado. Le juraba que no haría como con Rey. Esta vez lo cuidaría, me encargaría de darle de comer, dejaría de jugar a las escondidas en la vereda de casa con mis amigos y me quedaría adentro cuidando el animal que el destino eligiera para acompañarme por el resto de mi vida. Mi mamá se negaba y tenía argumentos sólidos para desarmar una a una todas mis promesas, pero entonces descubrí lo que pasaba en nuestro patio.

2

Una madrugada que me levanté para ir al baño, desde la ventana de mi pieza vi que una torcaza venía de visita. Saltaba de un lugar a otro, recorría el lugar muy tranquila, miraba alerta y desconfiada si escuchaba ruidos y permanecía largos minutos sacudiendo su plumaje. Ocultos detrás de las cortinas, ese día mis ojos que llevaban tiempo sin ver a una mascota la observaron recorrer el patio distendida hasta que levantó vuelo. Y también la observaron al otro día y al otro y al otro más. Cuando confirmé que sus visitas eran diarias, decidí contarle a mi mamá lo que había visto y le dije que quería esa torcaza para mí. La tendría en un jaulón y le daría de comer, le pondría agua fresca, la cuidaría y haría de esa torcaza enjaulada, el animal prisionero más feliz del mundo.

–Si podés cazarla, te dejo quedártela –dijo harta mi mamá y siguió picando chiquita la cebolla. Sabía que yo nunca lo lograría. Cazar la torcaza. Era muy difícil. Me pregunté cómo hacerlo. Necesitaba que alguien me ayudara. Descarté a mi hermana. A ella solo le interesaba escuchar a Sandro en el combinado y prepararse sánguches de milanesa. Entonces, cometí el error de recurrir a mi abuela que vivía con nosotros. La anciana, al principio, pareció interesarse en mi objetivo de convertirme en cazador. Escuchó mis explicaciones, mis dudas, mis certezas. Reconozco que fui vehemente y traté de convencerla con argumentos irrefutables sobre la necesidad imperiosa de incluir esa torcaza en mi vida. Pero cuando me callé, ella me miró fijo, me acarició la cabeza y me dijo:

–No hagás renegar a tu mamá. Bastante tiene con tu padre.

Esa última frase fue como un puntazo en el estomágo. Siempre que podía nos dejaba claro qué clase de perdedor era mi padre. Mi abuela nunca creyó que su hija se casaría con semejante novio. No van a tener un matrimonio duradero, auguró. Veinte años y cinco hijos más tarde, mi abuela seguía sin convencerse de que, realmente, fueran una pareja estable. Pero, como no se separaron, ella no disimuló nunca su disgusto. Bastaba que mi papá tuviera un traspié o algún apremio económico, algo que sucedía con mucha frecuencia hay que reconocer, y la abuela se convertía para su hija en un taladro en la sien. Muchas veces la escuché hablar mal de mi papá. Es un bueno para nada, decía. Mi mamá la hacía callar con resoplidos, movimientos de cabeza y revoleo de ojos. Mi abuela aclaraba: todo el mundo lo dice. De todas maneras, para mí era una alegría tener ese padre. Estaba feliz con mi papá. Le gustaban los animales cuanto más grandes, mejor. Y me traía todos los jueves la revista Fauna enrollada adentro de la campera para que mi mamá no viera que se le iba el sueldo en pavadas. Charlábamos horas de mascotas. Se divertía con las historias absurdas que yo inventaba para ensalzar las pobres destrezas de Rey que, a pesar de su muerte temprana, debo reconocer que no tenía ninguna habilidad ni destaque entre los demás perros.

Mi papá escuchaba mis mentiras sin ponerlas en duda y también contaba sobre sus animales de la infancia. Había tenido una yegua poderosa y veloz que podía unir en pocos minutos los trece kilómetros que separan Los Toldos de su pueblo, San Emilio. Y también había criado una cerda con maiz de los campos de mi abuelo (el mejor maíz). La puerca se puso tan inmensa que él y sus nueve hermanos iban a la escuela sentados en su lomo. Y también contaba sobre un pato que, confundiéndolo con su mamá, lo seguía por todos lados, dormía en su cama y comía de su plato.

Me gustaba saber que alguna vez había sido un nene que, como yo, había amado a sus animales y sentía curiosidad por saber qué había sucedido con ellos. Mi papá decía no recordar con exactitud. En todo caso, evitaba hablarme de sus muertes. Ahí deben andar, decía, por los campos de Los Toldos. Y yo le creía y me hubiera gustado seguir creyéndolo. Por ahí deben andar todavía.

3

Mi papá era el único que podía ayudarme con el asunto de la torcaza. Me sugirió un método sencillo para cazarla. Tenía que colocar semillas en el medio del patio, poner un cajón de manzanas sobre ellas, levantarlo de uno de sus lados por un palito, atarle a ese palito una soga larga que yo sostendría detrás de mi ventana. Ni bien la torcaza comiera debajo del cajón, yo podría tirar esa soguita y la trampa caería sobre el ave que quedaría encerrada sin escapatoria.

Imaginé que esta empresa no me llevaría mucho. El plan era sencillo. Todo dependía del hambre y la ingenuidad de la torcaza. El primer día me levanté entusiasmado. Eran las cinco de la mañana, pero no me importaba. Me aposté detrás de las cortinas con mi soga en la mano y esperé a que mi víctima cayera fácil. No había torcaza en el mundo que pudiera resistirse a ese puñado de semillas que la esperaban debajo del cajón.

Escuché el aleteo y vi llegar a la pobre infeliz. Respiré lento para no hacer ruido. Comenzó con sus saltitos nerviosos, de un lado a otro y de una maceta a la otra. Picoteó lo que quiso. Mis dedos tomaron con fuerza la soga. Me humedecí los labios con la lengua, se me secaba la boca. Fruncí el entrecejo para observar mejor. La torcaza tenía los minutos de libertad contados. El desprevenido pájaro llegó a unos pocos centímetros de la trampa. Giró curiosa la cabeza y miró el cajón. Ya está, pensé. Un salto, otro, otro más y ya casi estaba debajo de aquel extraño artefacto. Miró a un lado y a otro. Se sacudió el plumaje inflando todo el cuerpo y levantó vuelo. Y ahí me quedé en silencio, mirando desde la ventana por qué parte del cielo se había ido. Al día siguiente se repitió la escena. A las cinco en punto llegó la torcaza y allí estaba yo sosteniendo la soga. El ave se fue veinte minutos después sin reparar siquiera en la trampa. El tercer día tampoco y el cuarto, menos. Durante todo el fin de semana no apareció, pero a la semana siguiente estuvo muy cerca de ser atrapada. No sucedió. Entonces me vi obligado a esperar hasta la semana siguiente en la que tampoco me acompañó la suerte que, evidentemente, estaba con la torcaza. No había caso, pasaban los días y el cajón con alimento era invisible para ella. A esa altura, un mes después, creía que la torcaza había advertido que yo estaba oculto por cortinas detrás de la ventana. Me convencí de que sus movimientos eran burlas que el bicharraco me hacía a mí. Entonces me enfurecía y quería cazarla para demostrar quién era más inteligente.

4

Mi papá y mi mamá me preguntaban si era necesario que siguiera levantándome tan temprano y si, la astucia del ave, no iba a lograr hacerme claudicar algún día. Nada que no fuera cazar a esa torcaza me interesaba. Tarde o temprano, esa ave estaría en una jaula en la pared del patio.

A las siete semanas, estaba convencido de que atrapar a la torcaza era una misión imposible y que me daría por vencido para volver a dormir hasta las ocho. Entonces, ya desinteresado y sin importarme si el animal me veía o no, mientras la esperaba me dedicaba a leer un libro. En una de tantas levantadas de vista, descubrí a la torcaza en la trampa. No podía creerlo. Estaba ahí. La cabeza bajaba y subía hundiendo el pico en las semillas a la sombra del cajón. El corazón me latió fuerte. Mis brazos y piernas, aburridos y relajados, recuperaron su tensión. Dejé el libro y enrollé los dedos en la soga. Tuve que contenerme para no gritar de alegría y comportarme con la frialdad y la firmeza que la circunstancia requería. Me latían las sienes. Sudaba. No podía fallar.

Un error sería fatal. Mis dedos sostuvieron el extremo con fuerza y, antes de que pudiera pensarlo dos veces, tiré.

El cajón cayó y, por un segundo, quedé petrificado en un silencio largo sin saber qué había pasado. La torcaza podía estar bajo ese cajón o no. Podía haber escapado nuevamente sin que yo me diera cuenta. Esperé una señal para entender. Entonces, en el silencio de la madrugada, escuché el aleteo. Desesperada y aturdida, la astuta torcaza trataba de escapar sin éxito de su prisión repentina. Mis ojos pudieron ver yendo y viniendo su silueta entre las maderas del cajón.

Entré corriendo a la pieza de mis papás y comencé a gritar frases inentendibles a los pies de la cama. Mi mamá se despertó asustada y resopló aburrida cuando entendió de qué se trataba. Mi papá tenía el sueño más pesado y tardó unos minutos en entenderme.

–Andá a ver qué quiere –le dijo mi mamá y se dio media vuelta para seguir durmiendo.

Dos minutos después, mi papá y yo estábamos parados a ambos lados del cajón. Yo ya tenía la jaula en mis manos para pasar a la torcaza ni bien saliera de la trampa. No podía más de la ansiedad. Mi cuerpo no dejaba de moverse. Daba saltitos. Contaba tan rápido y tantas veces cómo había atrapado a la torcaza que las palabras se trababan en mi lengua. Siete semanas y media de espera. Casi cincuenta días despertándome a las cinco de la mañana, pero mi perseverancia había triunfado. Mi hermana Raquel se despertó al escuchar tanta excitación matinal y arrodillada en su cama se puso a mirar por la ventana.

–Tranquilizate –me dijo mi papá–. No hay que asustarla. Los pájaros tienen el corazón frágil.

Le hice caso. Me tranquilicé, me quedé en silencio. Lo peor que podía sucederme es que esa torcaza se muriera justo ahora, después de tanta espera. Escuchamos su aleteo desesperado al advertir nuestra presencia. Entonces mi papá, puso una rodilla en tierra y comenzó a explicar lo que haría.

–Tenemos que ser cuidadosos. Las aves son astutas. Metemos los dedos aquí con cuidado y levantamos el cajón…

En un instante, el cuerpo de la torcaza encontró una salida entre la mano de mi papá y su rodilla y la vimos escapar. Aleteó veloz y voló y voló y voló tan libre y alto que, imagino, mi papá y yo nos convertimos en pocos segundos en dos puntitos adentro del cuadradito lejano que era mi casa. Mi papá bajo la cabeza y me miró. Yo estaba petrificado. Bajé los ojos del cielo y lo miré.

Nunca le había visto esa cara. No pude evitar que mis ojos se humedecieran. Entonces, mi papá me tomó del brazo y me acercó a su cuerpo. Yo parado y él arrodillado éramos de la misma altura. Nos abrazamos en silencio. Mi papá no me dijo nada. Me apretó fuerte. Me besó la cabeza. Me acarició la espalda y me dió varios apretones de disculpas, sin que le salieran palabras para disculparse. Después, se paró y se metió para adentro con las manos en los bolsillos. Parecía un perdedor.

Me quedé solo. Al lado del cajón volcado, de las semillas, del palito y de la soguita. Mi hermana Raquel me miraba desde la ventana. Estaría esperando que me largara a llorar. No lo hice. Me sentía triste, pero en los brazos de mi papá no me había parecido tan grave que se escapara la torcaza.

A la hora del almuerzo nos sentamos todos a la mesa y mi abuela sacó el tema.

– ¿Qué pasó en el patio esta mañana? Escuché el alboroto desde la cama. –Se me escapó la torcaza cuando quise sacarla de la trampa –dijo mi papá sin despegar los ojos de la tele.

Mi mamá, que no sabía nada de lo sucedido, lo miró seria y frunció las cejas al volverse hacia mí. La abuela hizo una mueca con la boca que parecía una risita reprimida. Entonces mi hermana Raquel me escupió la soda que estaba tomando tratando de reprimir una carcajada. Todos la miramos sorprendidos. – ¡Decí la verdad, enano! –me señaló–. Yo te vi. Papá te está cubriendo.

Mis papás y mi abuela la miraron. Entonces supe lo que mi hermana trataba de hacer.

–Se me escapó a mí –dije–. Metí la mano y la torcaza salió volando. Soy un bueno para nada.

–Todo el mundo lo dice –agregó mi hermana.

Mi papá y mi mamá me miraron. Mi abuela bajó la vista y siguió comiendo. Nunca más la escuché referirse a mi papá. Mi hermana me guiñó un ojo y, desde ese día, empezó a compartir conmigo sus sánguches de milanesa. A la semana, mi mamá llegó a casa con Rolando, un cachorro de perro grande como un conejo que le había dado una amiga. Le prometió que no crecería mucho y, a los seis meses, tenía el tamaño de un potrillo. La torcaza no volvió a venir a un patio tan peligroso como el nuestro. Creo. Tampoco estoy tan seguro. No volví a despertarme a las cinco.

Finalmente, la torcaza se había escapado pero me había ayudado a cumplir dos de mis propósitos: convencer a mi mamá y tener una mascota. Sólo me faltaba ser veterinario. Mi papá se fue sin saberlo. Eso creo algunos días. En otros, pienso que mi viejo por ahí debe andar.

 

Héctor Jacinto Gómez

(Morón, 1966) Guionista y Productor de Televisión. Estudio Letras Clásicas en la UBA. Publicó La Agitación (Azul Francia, 2020).

De vasta experiencia en el oficio de la escritura dada por su labor de guionista, Gómez recién debutó como autor publicado en 2020 con La Agitación, una compleja novela en la que se dan cita la violencia del cine de Peckimpah, un ritmo narrativo de road movie y un cuidado manejo de varias líneas de tiempo que se entrelazan a lo largo de la trama. Apartándose de la sordidez de su novela, Gómez nos presenta en esta ocasión un relato tierno e intimista sobre el paso del tiempo, el destino y las internas familiares que se dirimen en la mesa de manera cotidiana.

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