Fresias

Cuentos de verano | Por Evangelina Ledesma 

Fresias

Era un sábado precioso. Generalmente hago las compras los sábados a la mañana para evitar sumarle estrés a los ya complicados días de semana, un sentimiento que aparentemente comparto con muchísimos cordobeses. El tráfico era terrible y las veredas de diciembre se llenaban de padres y madres como yo, que no sabían qué querían sus hijas para Navidad.

A veces no entiendo al ser humano, y este no-entendimiento del ser humano abarca casi todas las esferas. Por ejemplo, no entiendo por qué ese nuevo local de alfajores artesanales que abrieron en Vélez Sarsfield y Deán Funes tiene ideogramas japoneses en una fachada decorada al estilo árabe. Me pregunto si saben lo que dicen esos ideogramas. Quizás dicen algo como No pudimos procesar su pedido” o Página no encontrada”.

Voy barajando posibilidades mientras surfeo en la marea humana del Mercado Norte, entre señoras con puestos de ajos, especias y maíz y esa señora que todo el tiempo anuncia a los gritos ALAMÁMPARA LALÁMPARA LALÁMPARA” con un ritmo que me gustaría grabar y remixar. Hacer una canción del Mercado Norte.

En fin, una tarotista me dijo que debo mimarme, regalarme aquello que me haría sentir amada. Me cuesta mucho recibir regalos y cumplidos, quizás porque inconscientemente crea que no los merezco. Por eso decidí que me iba a comprar un ramo de flores. Uno que realmente me gustara, no uno que fuese simplemente más barato.

Caminé hasta la floristería que está en General Paz y Humberto Primo. Había fila. Un hombre de espalda ancha estaba un poco alterado. No gritaba, pero tenía esa tensión en el cuerpo que parece hacer vibrar el aire alrededor. Hablaba de coronas y calas. Tardé demasiados minutos en recordar que las calas suelen ser las flores de los muertos. Después de mucho protestar, temblar, pedir, pagar, firmar, se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. Se dio vuelta y pude verle el rostro enrojecido, la mandíbula trabada. Parecía que lo único que lo mantenía entero era el traje caro que lo contenía. Al salir en dirección a la puerta cruzamos miradas y yo no podría explicar cómo, pero fue como si le salieran rayos de los ojos cuando me vio. Es muy raro sentirse tan odiada por un desconocido. Finalmente siguió su camino y pude soltar la respiración. La chica que me atendió estaba visiblemente abrumada, nos miramos y decidimos ser cómplices en la mentira de que estaba todo bien. Con culpa le pedí un ramo de fresias, las flores de la sinceridad y la constancia, con culpa lo pagué, con culpa lo recibí. Qué tan poco acostumbrada que estoy a recibir regalos.

Cuando salí de la floristería, el mismo hombre, que momentos antes me había confrontado en el local, me miraba con la cara roja y desencajada. Me dio miedo. Justo cuando estaba doblando, yendo hacia el lado de la Costanera para evitarlo tanto a él como al auto importado que estaba estacionado con las balizas puestas, me gritó Papá está muerto”, con una voz que parecía salir directamente del diafragma, sin articularse a través de los labios. Miré alrededor, pensando que quizás le hablaba a alguien detrás de mí. Nadie.

– ¿No pensás decir nada?

¿Qué podría decirle a un desconocido?

– Lo lamento mucho -dije torpemente. Hay mucha gente loca en esta ciudad, mucha gente que habla sola. Lo mejor es no provocarles y escapar.

– ¿Pensás volver a huir? ¿Otra vez? ¿Después de todo lo que le hiciste al pobre viejo?-Apenas pudo terminar de decir las palabras que la voz le comenzó a flaquear por el llanto. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. No conocía a este hombre, no sabía quién era su padre, no éramos familia.

Yo no soy de entender mucho al ser humano, pero es muy curioso lo que le pasa al cuerpo del que está de duelo. Hay algo en el dolor, algo del orden de lo primitivo, animal, visceral, que hace que el cuerpo pierda la consistencia. El dolor emocional paraliza de la misma manera que el dolor físico. Lo supe en carne propia.

Mientras duraba la fracción de segundo en la tardé en pensar en todo esto, del asiento del conductor se bajó otro hombre, más delgado y oscuro, menos alterado, más serio. Se movía de manera firme y ejecutora. Tenía el aspecto de las personas que resuelven primero y sienten después, el que mantiene entera a la familia.

– Dejá de hacerte la boluda, Romina. No puede decir que te estemos diciendo que papá murió y no se te mueva un músculo. Como mínimo corresponde que vengas al velorio. Pedile disculpas al viejo. Que descanse en paz.

Yo seguía en shock. Ya varios me han dicho que hay una persona igual a mí en Córdoba. La han visto en Villa Allende y en la Facultad de Arquitectura. Es muy raro que no me la haya cruzado nunca ya que he circulado en algún momento por esos lugares. Quizás se trate de esta Romina. Lo que más me impresionaba del asunto era la seguridad con la que afirmaban que yo era esa persona. No dudaron ni por un momento.

– Les pido disculpas, comprendo que están pasando por una situación muy dolorosa, pero me llamo Evangelina y no los conozco. Mi padre falleció en 2011. Me están confundiendo con otra persona -dije, deseando con toda mi alma que no se ofendieran, que quedara todo ahí. Quería poner las flores en agua, en un jarrón que tengo vacío desde tiempos inmemoriales y que finalmente puedo usar. Se miraron entre ellos con hastío. El de la cara roja aspiró aire como para decir algo, pero el oscuro lo frenó y tomó la palabra.

– Romina, basta de mentiras. Basta de desaparecer y reaparecer de la nada, basta de sacarle plata a la familia, basta de andar inventando historias.

Abrí la boca como para volver a insistir en que se habían equivocado de persona, pero el que era más temperamental me agarró del brazo y me hizo subir al auto sin que pudiera hacer nada. Tenía las manos inmensas y no escuchaba ni una palabra de lo que les decía, no tenía forma de escapar. Esta tal Romina debió de haber sido mitómana o algo por el estilo.

Me encontraba ahora metida en un auto, sin saber qué hacer, con dos personas que estaban decididas a no creer una sola palabra de lo que les estaba diciendo y que se negaban a dejarme ir. Intenté mostrarles mi DNI, pero ni con eso me creyeron. Pensé en llamar a la policía, después de todo esto era un secuestro. Justo cuando estaba al borde de las lágrimas, asustada, buscando el celular para llamar a la policía, el hermano de los ojos inyectados en sangre, que iba en el asiento del acompañante, se largó a llorar. Me dio mucha pena, no sé cómo explicarlo. Imaginé lo que sucedería si llamaba a la policía, si llegaban a llevarlos detenidos el día del velorio de su padre. Cuando se recompuso me dijo:
– Vamos, le pedís disculpas y te vas. No vamos a empezar a jugar a la familia feliz ahora. Papá sufrió mucho por tu culpa y nadie de la familia tiene ganas de perdonarte. Pero el viejo merece que le pidas disculpas.

No siempre entiendo al ser humano, a veces lo mejor es tomar el camino de la menor resistencia. No tenían ganas de retenerme demasiado, así que me pareció que lo mejor era seguirles la corriente. Mientras nos mantuviéramos dentro de la ciudad de Córdoba sabría cómo volver. De todas maneras, le escribí disimuladamente a una amiga y le compartí la ubicación en tiempo real por Whatsapp. Por suerte el recorrido terminó en una conocida casa velatoria cerca de las vías de Alta Córdoba.

Es curioso lo que una recuerda luego de haber perdido a un padre. La memoria es como una tela que se va deshaciendo en jirones, y la materia que queda es aleatoria e inconexa. Recordé las espaditas de plástico que se usan en las picadas y una de esas lámparas de aceite, de esas que venían antes, en las que parecía que caía agua eternamente, pero que de grande entendí que era aceite deslizándose en hilos de metal o de tanza. Recordé haberme quedado dormida en algún sillón, tapada con una campera, mientras entre sueños escuchaba la voz de papá hablando con sus amigos. Recordé las veces que volvimos a casa con la noche cerrada, el frío de Ushuaia agarrado del cuero de los asientos. Recordé estar sentada en el regazo de papá mientras movía la pierna arriba y abajo rápidamente como hacen los ansiosos y yo jugaba con el sacacorchos que parecía bajar la cabeza cuando subía los bracitos, y que cuando los bajaba elongaba el cuello como E. T. Recordé el olor a revista nueva los domingos a la mañana cuando íbamos a comprar facturas antes de que se levantaran mis hermanos, el olor de su caja de herramientas de metal pintada de naranja.

Entramos a la sala velatoria. Había mucha gente, muchos ojos que me miraban indignados. Me sorprendí sintiendo vergüenza, como si las faltas de esta tal Romina fuesen las mías propias. Las peleas, los gritos, las discusiones ya ni me acuerdo de qué. Las palabras horribles que nos dijimos. El rechazo disfrazado de abandono por el creativo y despreocupado parafraseo de ciertos integrantes de la familia.

A veces no entiendo al ser humano, pero sí entiendo una cosa: a todos nos duele un padre. Las muertes que ponen fin a historias complejas, también ponen fin a la posibilidad de arreglarse y pedir disculpas. Una queda como en un loop, como un disco rayado, volviendo al mismo lugar sin poder continuar.

El cajón estaba abierto y adentro, papá”. Es muy raro el color gris amarillento que toman los cadáveres. Alrededor estaba la familia. Pobre viejo, debió de haber sido muy querido y esta tal Romina debió de haber hecho algo muy feo. Quizás tuviera sus motivos, quizás no, vaya una a saber. Me acerqué al cajón sabiendo que tenía los ojos de todos encima. Lloré. ¡Lloré! Papá me regaló mi primer diario íntimo. Él supo que yo necesitaba escribir. Papá me compraba libros y revistas, me regaló el velador que tenía en la mesita de luz. Él supo que necesitaba leer. Papá tenía la foto de mi DNI de los 8 años, foto que la señora del Registro Civil me había dado cuando hice el cambio al DNI de 16 años, cuando todavía usábamos la libreta verde, y que pensé perdida para siempre. La guardaba él en su billetera sin que yo lo supiera.

– Papá, lamento que no nos hayamos podido entender. Perdoname mi parte de la culpa. Yo te perdono la tuya.

Cuando me calmé y levanté la cabeza estaban todos llorando. El hermano de la cara roja estaba deshecho, el hermano oscuro lloraba en silencio mirando para abajo. Empecé a retroceder, más liviana. Es curioso lo que hace el llanto en el cuerpo dolorido.

Antes de que se dieran cuenta, antes de que recobraran la compostura, antes de que empezara el momento de los abrazos, salí apurada. Cuando subí al taxi todavía me estaba secando las lágrimas. A mitad de camino me dio la sensación de que había estado llevando algo en las manos, y ese algo no estaba más. El ramo de fresias. Me lo dejé arriba del cajón. Cambio de planes”, le dije al taxista, vamos a General Paz y Humberto Primo”.

 

Evangelina Ledesma

(Ushuaia, Tierra del Fuego, 1984) Escritora, traductora y teatrista. En 2015 se une a FAQ Productora en el área de producción y performance, junto a quienes estrena las obras H. D. Hombre detenido Experiencia Multimediática”, Simulacro. El desierto de lo real” y Simulacro. La irreferencia divina de las imágenes”. En 2018 publicó su libro de relatos Antes”. En 2019 se desempeñó en el área de asistencia de dirección de la obra teatral Tres mujeres”, ganadora del Premio Provincial a la Creación y Producción Teatral 2018.

FB: Evangelina Ledesma/ Regia Centaura

IG: Regia Centaura

Creativa y polifacética, Ledesma reparte su tiempo entre la escritura, el teatro, el tarot y la confección de cartas natales. De alto perfil en las redes, comparte a diario retazos de literatura en sus posteos. Fresias es un relato simple y conmovedor que, pese al dramatismo de su clímax, no se aleja del humor negro que caracteriza a esta autora. 

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