Lobos de invierno

Cuentos de verano | Por Rodrigo Morales

Lobos de invierno

La hembra de lomo plateado no es como los demás. Aunque todavía es muy joven, es casi tan grande y fuerte como yo. Nació cuando me apropié de la manada, su madre era una de las hembras del Alfa anterior. Todavía recuerdo aquella pelea, ambos nos jugamos la vida. Yo era un solitario con varios días de hambre, llegado de las montañas del Este. Los míos murieron de hambre y frío en el cruce, pero yo viví. Cuando engañaba a mi estómago bebiendo de un arroyo, escuché a la avanzada. El primer macho, que me vio primero, atacó con toda la audacia de su inmadurez, queriendo impresionar a los suyos. Lo esquivé y, silencioso, clavé mis colmillos en su garganta. Murió justo cuando llegaban los otros. Su último quejido los alertó: si no me ahuyentaban deberían someterse, porque yo había perdido todo y mi supervivencia dependía de apoderarme de ellos. Las hembras se emocionaron porque mi victoria suponía una renovación de sangre: mi esperma ajena les brindaría cachorros más fuertes y astutos que los nacidos de la endogamia. Así que mantuvieron alejados a sus hermanos, con feroces dentelladas, y sólo dejaron llegar al Alfa: el padre de mi víctima. Nos batimos en un duelo a muerte. A pesar del hambre que me atormentaba, o quizás por eso, yo vencí. Los lobeznos, sus hijos, olfatearon su cadáver como despedida. Las hembras que amamantaban cachorros aullaron un lastimero réquiem, convencidas de que yo asentaría las bases de mi dominio matando a sus crías. Una estaba preñada; pensé que daría a luz a la camada póstuma del caudillo caído. Las restantes, en cambio, se olvidaron del Alfa destronado y lamieron mis heridas como bienvenida. Quizás por debilidad, para no ganarme su rencor, perdoné a los cachorros. Pero la que estaba preñada murió días después dando a luz una sola cría: la hembra de lomo plateado.

No es hija del Alfa derrotado, no se parece a los demás. Su pelaje, su tamaño, su bravura… testifican una traición. Imagino el momento de su concepción, su madre perdida por algún contratiempo, separada del resto. En la solitaria estepa encuentra un macho desconocido: los aullidos de su romance, el cantar de su lujuria, se elevan hacia la luna. Al amanecer ella despierta de nuevo sola, abandonada por su amante. Sea por encontrar el rastro, o porque la hallaron, se reúne con la manada. No mataron a ese macho solitario, no pudieron haberlo hecho. La idea de su regreso me estremece: su magnífica hija me hace imaginar un lobo gigante y cruel.

Eso pienso mientras la nieve baña nuestro peregrinar sobre la estepa, rumbo a las montañas del Oeste. No podemos huir del frío, hacia el Sur están los hombres con sus ramas de piedra. Confío en que pronto encontraremos comida, no permitiré que mueran de hambre como mi familia anterior. Días atrás mordisqueamos el cadáver de un oso asesinado a zarpazos. ¿La fatalidad le habrá enfrentado una osa con cría, quizás la madre de su propio hijo? Nada es más despiadado y letal que una madre osa. Salvo tal vez, esas ramas con que los hombres asesinan desde lejos. Pero eso queda descartado: al oso lo mataron unas garras. ¿Habrá sido… Él? No. Que un lobo solitario pueda matar a un oso es disparatado. Ni siquiera ése lobo.

Una vez en mi juventud maté un hombre. Yo apenas había dejado de ser un cachorro, así que desconocía el peligro de hacerlo. Extrañas hojas largas y gruesas cubrían su cuerpo. Lo acompañaba un esclavo: un lobo gordo y ridículo con pelaje chillón y voz ruidosa, diferente a la mía, con que trató de espantarme. La alegre esclavitud de ese casi-lobo me encolerizó, por eso lo maté primero. Al ver que el hombre corría, su miedo me impulsó a asaltarlo: clavé mis colmillos en su nuca hasta beber sangre. Eso provocó que los demás hombres nos persiguieran, estoy seguro. Los olí llegar. En mi huida, los vi encontrar los cuerpos, los oí lamentarse. Después vinieron por nosotros: cazaron a mis hermanos, así descubrí esas ramas de piedra. Los sobrevivientes tuvimos que escapar a las montañas, donde murieron mis padres y mi hembra. Solo yo soporté el cruce, así fue como llegué aquí. Por eso ahora soy el Alfa de esta manada. Ya nacieron las primeras camadas de mis hijos, aunque todavía son pequeños, y hay dos hembras preñadas de mí. Son mi vida. Tengo que protegerlos o habré vivido en vano.

Avanzamos en fila única sobre el suelo nevado. Encabezan nuestra marcha los tres ancianos, y por lo tanto los más débiles, marcándonos el paso. Si fuera al revés, si estuvieran a la zaga, los dejaríamos atrás y perderíamos contacto. Después de los viejos, siguen en fila los cinco más fuertes, el frente de mi manada. Entre ellos, comandando el avance, la hembra de lomo plateado muerde con ferocidad a cualquier macho que intenta montarla. En el centro va la mayoría del grupo: las hembras que ya monté (que son todas menos una), y mis hijos, vivarachos y saltarines. Los nueve descendientes del Alfa anterior, esos lobeznos cuyas vidas perdoné el día de mi llegada, ya crecieron. Cinco de ellos van a la zaga, detrás de mis hembras y mis cachorros. Los otros cuatro, en el frente, acompañan a la virgen de lomo plateado. Ese pensamiento no me deja dormir por las noches: que sean los hijos del caudillo caído quienes protegen mi descendencia.  Llegará el día en que uno se sienta bastante fuerte para desafiarme, e intente matarme, para recuperar el liderazgo que su padre no supo conservar.

Por último, yo voy solo, porque tal es el sitio del Alfa. Desde aquí los veo y controlo, puedo decidir qué dirección tomar. Veo a la manada completa y la helada estepa que nos rodea. Las montañas del Oeste parecen un sueño, inmensas en su lejanía. No las cruzaremos, porque con este clima significaría nuestra muerte. Nos refugiaremos en las cuevas que hay en su falda: los ancianos las recuerdan, puedo ver la esperanza de sus ojos. Pero tener un buen refugio no servirá si la caza escasea. El hambre nos obligará a regresar sobre nuestros pasos rumbo a otras montañas, las del Este. Así transcurriremos nuestras vidas, avanzando en la intemperie, cazando en la estepa, amándonos bajo la luna y luchando mientras cae la nieve, hasta el día que dejemos este mundo. Es el destino de los lobos del invierno.

Hoy no amaneció del todo, como si la noche resistiera. La oscuridad es amiga, y lo tenebroso del día agudiza nuestro olfato. El viento del Oeste, dándonos de frente, trae sabrosas y nutritivas promesas: llenar la panza de los cachorros, ver felices a las hembras, ofrecer una nueva aventura a los machos jóvenes. Es el olor de una familia de búfalos, y si todavía no podemos verlos, ni ellos a nosotros, es porque están escondidos en un bosque.

Pronto empiezan a salir, manteniéndose unidos, hundiendo sus patas en el blanco suelo, alejándose de nosotros tanto como pueden. La chance de emboscarlos en el bosque ya pasó: comprendieron que no estaban seguros entre los árboles, porque mi manada ya corre hacia allí. Así que corro, incentivando a los últimos cinco machos para atacar. Pasamos a las dos hembras preñadas, dejándolas a cargo de los lobeznos; las restantes se unen a nosotros. Llegamos junto a la virgen de lomo plateado y los cuatro machos de la avanzada, todos a la carrera, decididos a emboscar a nuestras presas en la intemperie. ¡Búfalos! Su tamaño es inmenso: bastaría con uno para alimentarnos durante días enteros. Uno solo, también, podría matar a cualquiera de nosotros, nos aplastará con facilidad si atacamos en desorden o de forma aislada. Tenemos que trabajar en equipo.

Ellos superan la veintena. Se mantienen juntos porque es su mejor oportunidad. Forman un muro defendiendo a los más jóvenes. Los cuernos enroscados en sus sienes prometen sangre y dolor. Su pelaje marrón parece inexpugnable. Corremos alrededor, sin dejarles ninguna brecha por la cual fugarse. A dentelladas los mantenemos dentro de nuestro alcance: es cuestión de tiempo que pierdan la calma. Y uno pierde la calma: un búfalo embiste a uno de nosotros. O al menos lo intenta, hundiendo su cabeza en la nieve. Porque el lobo que eligió como blanco fue rápido y pudo esquivarlo. Después los búfalos comienzan a huir. El que atacó se levanta con prisa del lecho de nieve, y aunque la virgen de lomo plateado y otra hembra le muerden las piernas, logra sobreponerse y toma carrera. Ellas no pudieron retenerlo, es demasiado grande y fuerte, y lo endurecen las ganas de sobrevivir. Los demás búfalos entran en pánico: siguen al primero en su escapada, nos aplastarán si nos descuidamos. Sin embargo necesitábamos la estampida, es nuestra única oportunidad de que dejen atrás a uno de los pequeños.

Ya todos los búfalos corren, nosotros vamos detrás. Levantamos nieve a los costados mientras los cazamos. Un búfalo joven queda atrás, a nuestra merced. Nos concentramos en él, permitiendo escapar al resto; mordemos sus patas y los lados de su cuerpo. Cualquier búfalo puede aplastar un lobo, pero media docena de lobos puede derribar un búfalo. Y lo hacemos: le clavamos nuestros colmillos. Sangre, carne, alimento, calor. No se rinde, parece que seguirá corriendo. No percatamos que dos de los búfalos más grandes han quedado atrás y vienen hacia nosotros con toda su potencia. Uno de ellos pasa sobre la virgen de lomo plateado, la desestabiliza haciéndola rodar. Ella tiene suerte: ninguna pata del búfalo logra pisarla. Tras rodar, se incorpora y vuelve a arremeter contra la presa. El otro búfalo rezagado, en vez de embestirnos, golpea al búfalo joven que veníamos asediando: de un potente cabezazo lo deposita en el piso. Necesitábamos ese golpe de suerte. El traidor continúa su carrera reuniéndose con su familia, mientras el joven queda para siempre en tierra, sometido a nuestros deseos. Le damos una muerte limpia y rápida.

Dejamos comer a los lobeznos. Cuando ellos, los ancianos y las hembras preñadas se han saciado, los demás nos damos un merecido festín. Hundimos nuestras bocas en la sabrosa carne; es una jornada feliz para mi manada. Tenemos comida en abundancia, podemos fortalecernos, descansar, y las montañas del Oeste parecen cercanas, prometen refugio y paz. Durante el día, la virgen me busca con la mirada, entre las idas y venidas alrededor del  banquete. Cuando pongo mis patas delanteras sobre su lomo, y en vez de rechazarme se inclina, entiendo que está lista para entregarse. A la noche la oscuridad es tan intensa que los demás se mantienen juntos, cuidando la comida. Sólo la hembra de lomo plateado y yo nos atrevemos a alejarnos. Internándonos en la estepa entre juegos de cazador y presa, nos revolcamos en la nieve, lanzándonos el uno al otro, fundidos en un torbellino. Nuestros aullidos de amor logran espantar a las nubes. De pronto ya no estamos solos, las estrellas atestiguan nuestro romance. El amanecer de un día soleado nos encuentra durmiendo entre montículos, apretados y formando una media luna negra y plateada.

Pronto llegaremos a las montañas del Oeste. Con renovadas energías por haber saciado nuestro apetito, sólo el sabio ritmo de los ancianos evita que nos lancemos a una loca carrera. Habrá cuevas en la falda de esas montañas, estoy seguro. Y si la caza escasea, podremos volver sobre nuestros pasos, rumbo al Este. Jamás al Norte donde el frío es insoportable, ni tampoco al Sur donde hay hombres con sus ramas que matan de lejos. Presiento que encontraremos en cualquier momento al padre de la hembra de lomo plateado. Él podría ser demasiado viejo, y querría conocer a sus nietos: los retoños que ahora crecen en el vientre de su hija. Pero si todavía es bastante fuerte, si se le ocurre arrebatarme la manada, la defenderé con mi alma. No se trata de mi vida, sino la de mis cachorros.

Nuestra pelea será legendaria.

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