La lengua del silencio

Un recreo de todo esto | Por Mariano Buscaglia

La lengua del silencio

Tierra adientro”, me dijeron en la proveeduría junto a la estación. Bien tierra adientro, cuando vea el alzarse el mangrullo”.

Ya era tarde cuando vi elevarse una nube de polvo, allá lejos, en todo eso que muchos definían como pampa” pero que a mí me gustaba llamar: la nada”. Sofrené las riendas de mi tobiano y aguardé. Si eran indios, porque todavía quedaban algunos rezagados después de la campaña y kermese política perpetrada por don Roca, podía comenzar a rezar el rosario; y si eran bandidos, peor aún.

Lié un cigarrillo de chala y me lo puse en la boca. El sol ya no pegaba tan fuerte, se ocultaba en el borde de la nada. Prendí el cigarrillo frotando el fósforo sobre las ancas del tobiano. Para entonces se escuchaban los cascos de los caballos.

Dos jinetes se acercaron, perfilándose a contra luz, posé mi mano sobre la culata del revólver. Un arma que me habían dado allá en Buenos Aires para caso de necesitarla”. Necesidad había, lo que no había era terne para esgrimirla ¡con el miedo que me daban esas cosas! Ni siquiera le había puesto las balas. Repiqueteaban en una bolsita de tabaco bien adentro –adientro– de mi valija, donde se hacinaban todos los bártulos que traía conmigo.

Los hombres de a caballo giraron alrededor de mí, dándole duro al rebenque, los caballos largaban espuma por la boca y la calesita parecía no tener fin. Al menos eran criollos. Si iban a tocarme el violín, que lo hicieran pronto, porque mi pucho ya casi era un monumento a la ceniza.

Y se detuvieron.

—¿Don Feliciano? —dijo un hombre esmirriado, de vestiduras rotosas, que parecían las ropas de un náufrago. Tenía una que otra traza de milico, pero de milico arrumbado, resucitado tras permanecer guardado bajo la arena durante mil años o más. Montaba descalzo y sus patas, negras de mugre, se prendían a los argollas de los estribos como las garras de un chimango a un poste.

—Sí, señor… ¿Usted…?

—Soy el sargento Ramiro y éste que ve aquí es el cabo Fernández. Lo estábamos esperando.

Algo en mi rostro expresó desconcierto.

—Desde lejos parecía un malón, levantaba polvo que daba calambre. Lo vimos venir desde hace horas y el capitán nos mandó a que lo recibiéramos. Pa’ que no se perdiera en estas soledades.

El cabo, un chico que tendría trece o catorce años, destapó una cantimplora y me la alcanzó. Posé la boquilla sobre mis labios y dejé que líquido anegara mi garganta. Fue como beber fuego líquido, escupí lanzando a la tierra una lluvia de ese mejunje venenoso. El sargento abrió la boca, sembrada de dientes oscuros y putrefactos, su risa fue como el rebuzno de un burro.

—¿No le gusta el aguardiente, maestro?

—Pensamos que estaba sediento…

—De agua; no de fuego.

—Acá es la única sed que conocemos —dijo el sargento, girando las riendas de su caballo y dirigiéndose al sur. El cabo, al mismo tiempo, salió disparado como un cohete. Azucé mi montura, mientras ensalivaba mi garganta para quitar los vestigios de ese veneno de mi boca. Los seguí como pude, rebotando como un bruto sobre mi montura.

El polvo de la tierra me ahogaba y torturaba aún más que mi garganta que parecía estar rellena de vidrio molido. Apenas podía verlos, por lo que aflojé las riendas y permití a mi caballo que se guiara solo.

Cuando llegamos a la dependencia militar, me recibió el capitán que vestía peor que el sargento. Un bruto de cuidado al que le faltaba un ojo.

Me miró como un lechuzón, mientras me estrechaba la mano, asegurándose de machucarme lo suficiente los huesos para demostrarme todo lo fuerte y bestia que era capaz de ser. Hice un esfuerzo para resistir, pero tuve que declararme vencido muy pronto.

—¡Ja! Pareciera, don, que en vez de mano, tiene una lengua de vaca. ¡Si serán blandos los porteños! Soy el capitán Eusebio Rodríguez, y estoy aquí pa’ lo que guste mandar.

—Lo único que le pido, capitán, es que no me deje manco, ya que eso redundaría en contra de la enseñanza.

El capitán rió bien fuerte, todo pulmón, y me palmeó la espalda con suficiente fuerza como para sacarme de lugar todos los órganos y las entrañas.

Aquella noche no dormí. El silencio me desveló; aunque bien sabía yo que no era el silencio sino la tarea que debía afrontar al día siguiente lo que me tenía a mal traer.

A pesar de que yo estaba despierto desde la diana, empezamos la clase bien pasado el mediodía, los chicos llegaron desde todas partes. No eran muchos, pero en aquellas soledades, parecían una multitud. Mi alumnado era de lo más variopinto: viejos, niños de seis años, adultos y dos indios pampas adolescentes.

Nos dispusimos detrás de una barraca, donde a esa hora todavía había sombra, monté una pizarra y empecé la clase. Tenía que enseñarles a escribir y, sobre todo, a hablar.

Luego de una hora o cosa así, se hizo presente el sargento, montado a pelo y con un chico, que prácticamente iba desnudo, atravesado sobre la cruz del caballo. Giró la montura y dejó caer al niño como un fardo.

—A éste dele sin asco, maistro. Ya hace un año que lo tenemos aquí y no habla una palabra. Hijo de pampas, lo cazamos cuando la campaña de Levalle.

Iba a insultarlo por salvaje, pero continuó:

—A los guascazos limpios, maiestro…. Dele sin asco hasta que aprienda a comportarse como un ser humano. Con estos brutos no ai otro modo…

—Sargento, los métodos de enseñanza…

Pero el milico no me permitió terminar la frase, atravesó el curso, cuidándose muy poco de si pisaba a alguien o no y salió disparado al interior de la pampa, uniéndose a una partida de milicos que había salido a cazar avestruces.

La clase fue dura. Mi alumnado no comprendía casi nada y a gatas fui capaz de infundirles el vocabulario. Cuando di por concluida la jornada, la mayoría de mis alumnos se habían esfumado.

Frustrado, deshice el trozo de tiza con el que jugueteé toda la tarde. No iba ser tarea sencilla y valía poco ese sueldo que me habían prometido hacía cosa de un año y que todavía adeudaban.

El cabo me acompañó el resto de la tarde, cebándome mates y contándome los pormenores del fortín:

—Esto es hacer patria, maestro —concluyó filosóficamente, el muchacho.

Me habían enviado para enseñarles a leer y escribir y a cristianizar como pudiera a los salvajes”, que eran tres, contando al chiquito que sólo hablaba pampa. Me acordé de ese indiecito e indagué acerca de él al cabo:

—Lo encontramos perdido entre los toldos del cacique Huecu, cuando entramos a tiro limpio y a los latazos. No dejamos vivo a nadie, pero el indio se las arregló para cubrirse con los muertos. Se salvó de morir quemado entre los apilados, porque los perros de los indios le tironearon de las mechas para sacarlo de entre los cadáveres, el chiquito estaba decidido a expirar entre los suyos.

—¿Y no habla castellano?

—Ni una palabra y ya hace más de un año que está aquí… Para el capitán es un dolor de cabeza. Hay que tenerle ojo, porque se escapa como las lagartijas, en cuanto uno relaja la guardia.

—¿Y adónde va?

—A las ajueras, a lo que era su toldería. Siempre escapa pa’ el mismo lugar. Pasados unos días, alguien sale a buscarlo. Lo encontramos sentado, en silencio, mirando los cardos donde antaño habían asentado los toldos los indios y donde aura se blanquean los güesos de sus parientes.

—Cosa rara…

—El sargento dice que es mudo… Pero yo una vez fui a buscarlo con un par de milicos y lo escuché hablar en pampa. Se quedó callado cuando nos vio venir. Pero hablar, habla; lo que pasa es que sólo habla su lengua. No quiere saber nada de hacerse crestiano.

—¿Y el capitán qué opina?

El chico se alzó de hombros y se puso un palito en la boca:

—Si no juera por las órdenes que recibió, lo hubiese pasado a cuchillo. Dice que los indios sólo sirven para cuerearlos y que al indio es al pepe amansarlo, porque tienen pudrida la naturaleza.

Toda la semana me dediqué en inculcarles el vocabulario. Esa misma noche me di cuenta que el indiecito, el analfabeto irredento araucano, había dejado de asistir a mis clases.

A la mañana siguiente, le comuniqué la ausencia al capitán. La furia con que tomó mi noticia fue tan explosiva y violenta, que me dio la impresión que el único ojo que le quedaba en la cara iba a estallarle como un fruto reblandecido.

—¿¡De güelta se jue pajuera, ese desgraciaó!? ¡Es al ñudo amansar a ese salvaje, maistro! ¡Más mejor sería estaquiarlo y dejarlo que se seque al sol como un cuero crudo! Está empacaó porque le achuramos a su familia, ¿y qué? Si estos…

Ante los gritos del capitán, comenzaron a rodearnos los milicos y el resto de la chusma del fortín. Miraban al capitán entre divertidos y asustados. Me crucé de brazos y dejé que siguiera con sus improperios.

Una vez que terminó con su jeremiada, repuse con voz pausada:

—Présteme al cabo Fernández, dos caballos y consienta en que vaya a buscar al chiquito allá a donde estaban los toldos…

—¿Al chiquito? A ese mono, dirá…

Se secó el sudor con un pañuelo, refunfuñó algunos minutos más, pero al final cedió. Me advirtió que la responsabilidad de ese salvaje caía sobre mis hombros, que no había modo de cristianizar ni de enseñarle nada a ese desperdicio, que era impermeable como un toldo de campaña.

—Se hace el petiso —dijo queriendo decir que el indio se hacía el inocente— pasando por mudo, pero es un desalmaó que huele a potro y que tiene más trucos que Mandinga. La próxima vez que se escape, le abro la cabeza con el filo de mi lata.

Partimos al trote junto al cabo. El sol caía en el horizonte, como aquella vez que llegué al fortín. Pensé que había algo de despedida en esta misión.

Galopamos por el desierto, vigilados por las vizcachas y los chingolos que volvían a sus nidos. Había llevado en una bolsa yerba endulzada de mate prelavado, sabía que los chiquitos pampas la devoraban como si se tratase de una golosina.

Llegamos al túmulo indígena ya bien entrada la noche. Los huesos de los indios refulgían en la noche como sembrados por la luz mala. El cabo hizo la señal de la cruz, pero yo lo sosegué explicándole el fenómeno fosforoso. Lo único que se escuchaba en aquellas soledades era el sonido de los peludos, royendo los huesos humanos.

Vimos al chico a lo lejos, cerca del osario. Sofrené el caballo y le pedí al cabo que permaneciera ahí, con los animales. Me acerqué despacio. Una neblina espesa comenzaba a alzarse del suelo.

La neblina se volvió más espesa, lanzaba sus brazos o apéndices como un octópodo surgido de unos abismos submarinos. El chiquito seguía de espaldas, rígido, con la cabeza en alto, mirando fijo en una dirección indefinida.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, me detuve.

Podía oírlo. Hablaba en araucano. Hacía pausas como si alguien le contestara. Algo me puso en guardia. Una sensación que se cocinó en mi estómago. Era el miedo. Miré en dirección a donde miraba el chiquito. Los vi. Perfilados en la niebla, formando y deformándose mecidos por una brisa suave. Indios adultos que le sonreían al chico, hablaban, pero no alcanzaba a oírlos. El chico les hacía señas. Un frío helado me recorrió el espinazo. Los indios alzaron su mano y la brisa se transformó en un viento huracanado que alzó el polvo y sacudió los pastos y los cardos como si quisiese arrancarlos. Me cubrí los ojos hasta que el viento se sosegó.

La niebla se había disipado. El indiecito me miraba. Una lágrima se deslizaba por su mejilla.

—Ya está —me dijo en castellano— ahora que se fueron mis tatas puedo olvidar mi lengua. Volvamos al fortín.

Montamos y regresamos al paso. En silencio. No hacía falta hablar. No hacía falta decir nada.

 

Mariano Buscaglia

(Buenos Aires, 1976) Participó como guionista en la segunda etapa de Fierro. Creó el sello Ediciones Ignotas que rescata literatura policial y fantástica argentina relegada al olvido. También dirige el  sello Cigarro Volador dedicado a literatura más experimental y contemporánea. Publicó novelas y cuentos con las editoriales InterZona, La Otra Gemela, Fan Ediciones y Borde Perdido, entre otras.

Verdadero arqueólogo y divulgador de rarezas de la literatura nacional, Mariano Buscaglia cultiva diferentes géneros y temáticas en su narrativa. En esta ocasión, nos trae un genuino Weird Gaucho, en los que un maestro de frontera que intenta alfabetizar a los niños de la zona presencia una escena que le cambiará la perspectiva de las cosas.

Salir de la versión móvil